Desde sus días de estudiante en el colegio de Rafael María de Mendive, José Martí leía y se empeñaba en traducir las obras de autores europeos. La lectura de La Rusia contemporánea, de Emilio Castelar, le proporcionó los primeros elementos sobre la cultura rusa.
Ello iluminó el interés de Martí sobre el tema que dio lugar a algunas de sus páginas críticas más sobresalientes, como las dedicadas a Pushkin y a Vereschaguin.
Los Cuadernos de apuntes de Martí dan cuenta de su interés sostenido por la cultura rusa. En dichos cuadernos hay anotaciones que lo confirman. Por ejemplo, en el tercero de ellos aparece una lista de personajes rusos de diverso relieve y orientación: se trata de políticos, científicos, intelectuales; todo indica que son notas tomadas a partir del texto leído sobre la cultura rusa.
En esas rápidas minutas aparecen nombres como el de Bakunin, anotaciones sobre su vida y sus ideas; sobre el filósofo Pavlov, o el justamente celebre Bielinski.
Su conocimiento de la trayectoria de Pushkin se comprende mejor si se tiene en cuenta que tomó notas sobre el movimiento decembrista, que se consignan en el Cuaderno No. 8. En el campo específico de la producción intelectual y literaria, Martí debió tener una información sobre la cultura rusa muy superior a lo usual.
En el fragmento No. 105 dedicó tiempo a estudiar y reflexionar sobre la cultura rusa —y, obviamente, sobre la literatura de ese país—, ya que menciona a “Pouchkine, Lermontov, Gogol, Turgueneff, Dostoievski y a Tolstoi”.
Aparecen interrogantes sobre el paneslavismo, movimiento ideológico sobre el cual mantendría un interés a lo largo de su vida, que permanecía muy en boga en la época juvenil de Martí, y se hace evidente su curiosidad por las artes de la nación eslava.
En la revista Universal, de México, el 17 de marzo de 1875, da muestras de ello: Martí hace sentir el calor vivísimo de San Petersburgo, en una tierra afamada por el frío, y (hace) ver (en) la colosal Moscú, el Kremlin imponente por sus iglesias o la antigua Vladimir con su famosa catedral de cinco domos. Mediante la lectura de las grandes obras de los poetas y escritores rusos, traducidos al inglés y al francés, conformó su visión sobre Rusia.
Martí publica en inglés en el diario The Sun, de 1880, un extenso artículo sobre Pushkin, con motivo de los actos celebrados en Moscú al erigírsele un monumento al gran poeta. Comenta los reproches qué mereció Pushkin porque “al convertirse en historiógrafo del zar ya dejó de ser amigo abierto del pueblo”, pero reconoce que el talento del poeta era fresco, rico y poderoso.
En su ensayo rememora a Prosper Mérimée, quien tradujo las obras de Pushkin a un francés elegante, y se refiere a él como “el primer poeta de su tiempo”. También comenta: “Merimé conocedor de toda la literatura, pronunció estas palabras en los días de Alfredo de Musset y de Víctor Hugo. (OC. Vol. 53 pág. 17).
Compara después Martí a Pushkin con Byron y advierte que el ruso era más humano, más fluido, más imaginativo, más espontaneo y más nacional que el inglés. Luego recuerda que se comparó al poeta ruso con Víctor Hugo, y afirma que es esta una buena comparación, “ambos fueron ensayistas a temprana edad”, dice. Fuera de ello no hay ninguna similitud entre estos poetas, con la excepción de su fuerza de imaginación. Y agrega Martí:
Con novelas Hugo vindicó la libertad asesinada. Pushkin despertó un pueblo, levantó una nación y puso vida a un cadáver. El pueblo que él despertó se ha convertido efectivamente en un pueblo. Los partidos avanzados que le debieron su existencia, viven y crecen porque él no realizó todo lo que él les hizo ver que era capaz de hacer. La revolución francesa debe su existencia a Mirabeau, a pesar de las manchas en su brillante carrera; la revolución rusa que se avecina (afirma Martí proféticamente), debe su existencia a Pushkin, a pesar de sus relaciones con la corte. (OC. T. 15 p.417)
Uno de los ejes que revelan, con total nitidez, qué tan sugestivo polo de atracción fue para Martí la cultura rusa, es su valoración del extraordinario poeta fundador de las letras rusas: “Pushkin ¿romántico al modo occidental? —No, ni innovador siquiera. Porque fue más que esto, fue creador. —Cantó las amarguras del esclavo espíritu, más alto mientras más opreso…’’.
En su crónica dedicada a Pushkin, Martí reclama “un monumento al hombre que abrió el camino hacia la libertad rusa”. En ese texto se manifiesta su estremecida imagen del fundador de la moderna literatura rusa:
Las nacionalidades pasaron ante sus ojos como nubes en el cielo. Era un hombre de todos los tiempos y todos los países —un hombre intrínseco, el universo en un solo pecho. Con el doble encanto, con el triple encanto del verdadero dolor, sobrio, de la fantasía oriental, mágica: —de la brumosa o esbozada forma, única posible en Rusia. Pushkin despertó un pueblo, levantó una nación, y puso vida en un cadáver. El pueblo que él despertó se ha convertido efectivamente en un pueblo… no es conocido universalmente porque escribió en ruso, pero una vez conocido, no puede ser olvidado”. (O. C. t. 15 p. 422)
El juicio sobre Pushkin de Martí partía de un conocimiento bastante amplio sobre las circunstancias de Rusia, en particular en el momento que se produce el homenaje al precursor de las ideas liberales de Rusia a su máxima figura literaria, el poeta y escritor.
Es necesario recorrer este texto crítico martiano, en lo que a estricta valoración de Pushkin se refiere, desde sus inicios mismos. Su entrada en el tema consiste en una integración inmediata en la polémica sobre la trayectoria, tan compleja del escritor como artista y como ciudadano. Con rasgos rápidos, traza una vivida biografía del poeta ruso, en su invariable estilo intercalado de sentencias y definiciones.
Cuando recuerda la deportación que le fue impuesta por sus cantos a la libertad, dice: “Cuán bendecida fue la soledad obligada de Pushkin”: hermosos son los cantos de los poetas que sufren. Hacerlos sufrir es hacerlos cantar dulcemente. Fue en el exilio que Pushkin escribió El prisionero del Caucaso (y otras obras). También escribió una soberbia y preciosa tragedia Boris Godunov, la más perfecta y brillante de las obras dramáticas de Pushkin que transformó radicalmente el teatro en Rusia.
“El juicio sobre Pushkin de Martí partía de un conocimiento bastante amplio sobre las circunstancias de Rusia”.
Al mismo tiempo, pone de manifiesto su percepción de Rusia como país al borde mismo de una necesaria revolución regeneradora:
Moscú ha estado de fiesta, señala Martí, con motivo de la erección de un Monumento a Pushkin, el apóstol y poeta ruso. Un tributo merecido ha sido rendido con solemne brillantez, han hablado grandes oradores y se han leído versos memorables, pero se oyeron voces ominosas. ¿Lo adora y lo detesta a la vez el pueblo? ¿Está el Este, sacudido en sus propias entrañas, preparando con más firmeza y sentido común práctico que su prototipo, su terrible 89? Si la monarquía no hace una revolución, la revolución deshará la monarquía. Un jefe prudente se hará jefe de las fuerzas que no pueden ser contenidas. (OC. T. 15 p.416)
Martí describe los festejos con admirable precisión:
El reciente festival en Moscú fue una agitación política, marcado por terribles acusaciones y acritud popular. El pueblo conocía a Pushkin de memoria, pero deseaba castigar su falta de carácter. Fue un castigo sin piedad. Al convertirse en historiógrafo del Zar ya dejó de ser el amigo abierto del pueblo. Había besado el látigo que había tratado de quebrar. Los rusos insisten en que las acciones del genio deben corresponder a las promesas de sus cantos. La mano debe seguir la inspiración del intelecto. No basta escribir una estrofa patriótica: hay que vivirla. En la política sombría de Rusia solamente hay dos partidos: los siervos azotados y sus dueños. El que no tiene el valor de ser honrado en la política rusa, no puede ser considerado como un hombre honrado. Después de lamentarse de las desventuras de sus compatriotas, Pushkin finalmente acarició y elogió la mano que las causaba.
La observación situada ya hacia el cierre del artículo, hace patente que Martí estaba al tanto de que sobre el duelo —de causas solo aparencialmente privadas— en el que Pushkin perdió la vida, se levantan muchas sospechas en cuanto a que hubiera sido inducido por los círculos más reaccionarios de la corte zarista —tal vez, incluso, por el propio Nicolas I.
El monumento levantado al poeta en 1880, dio lugar a una revisión de su obra por los intelectuales rusos, en la cual se destacó, en particular, sus valores, y esto por los más brillantes escritores de la época. El artículo martiano muestra una información bastante amplia acerca de las discusiones que se suscitaron al rendir homenaje póstumo a Pushkin:
Los periódicos rusos han descrito el espléndido monumento y la gran procesión en Moscú. Han resecado las decoraciones y enumerado a los que estaban presentes en la inauguración del monumento, pero no han mencionado el magnífico Congreso Literario que honró este acontecimiento. Todo lo que no ha sido deportado por Rusia y todo lo que este país, en fermento aún, posee, entre lo famoso e ilustre, se encontraba allí para consagrar a Pushkin como el poeta nacional. Debemos echar a un lado la amargura contra los muertos, fomentada por los liberales rusos. Todos los corrillos literarios, exceptuando el humorista Saltikov, representantes de todos los partidos políticos, y todos los hombres de letras rusos tomaron asiento allí, como buenos hijos. Los restos de las cortes occidentales y de los eslavófilos, que por una parte levantaron tanto ruido, después de la muerte de Pushkin, por su simpatía con la revolución del 48 y, por la otra hicieron a Moscú el baluarte inexpugnable del genio de Rusia, se encontraban entre ellos. El Congreso duró dos días. Turgueniev, tan bien conocido en París… fue uno de los miembros. También estaba Tolstoi, el depuesto Ministro de Instrucción Pública al lado de Ostrovski, el más célebre entre los tristes dramaturgos modernos de Rusia. Potieshkine, el novelista encantador y el genial Dostoievski, que maneja la pluma con punta acerada, y que tiene una mirada de águila y corazón de paloma, estaban sentados en el mismo banco. Yuriev Katkov, y Aksakov, de fama histórica, dos editores de poderosos periódicos, no estaban ausentes, y la lista incluía a Polomski, un poeta enamorado de la humanidad, y a Maikov, un poeta dedicado a los viejos usos y costumbres rusas.
(…)
Este Congreso no discutió los méritos de Pushkin. Mientras se le rendía tributo al poeta, se discutían sus derechos de padre de la poesía rusa. Potejin aseguró que por grande que fuese Pushkin, él no estudió ni denunció los males de la sociedad, como Gogol. Su afirmación fue refutada por citas demostrando que la videncia intuitiva de Pushkin había delineado la senda conducente a la libertad rusa. Yuriev, el periodista, le pidió a la Convención que honrase al extraordinario genio que, aunque un ruso, era el poeta del mundo. Agregó que Pushkin personificaba la sola cosa que no existía en Rusia —la solidaridad del pueblo. Katkov, periodista famoso por su intelectualidad y su espíritu vindicativo, hizo un discurso conciliador. Le rogó a ambas partes, separadas por su intervención, que se perdonaran y se uniesen. Se olvidó de que no puede haber perdón, cuando no ha habido justicia. Aksakov, el fiero eslavófilo, elogió a Pushkin por haber rescatado el espíritu ruso de la corriente que lo llevaba hacia Francia. Todavía es el guerrero que dio, de 1838 a 1848, la batalla señalada por la muerte de Pushkin. Blande el sable y enristra la lanza del pensamiento ruso, pero no ataca a Bielinski con la furia de antaño. Es el hombre en armas así como Jomiakov es el libro y Kraievsky la encarnación del pensamiento ruso. Ostrovski, el dramaturgo, glorificó a Pushkin por su amor a la sinceridad y su odio a la exageración. Dijo que sus novelas eran tan diáfanas como el cielo azul en un tiempo frío. Piesemski exaltó al autor muerto como el verdadero maestro de los grandes prosistas rusos. Turguenev habla con la nitidez de un francés. Sus frases están adornadas, y posee el estilo de un académico, intensificado por la agudeza que tan bien viste al talento ruso. No consideraría a Pushkin un poeta tan grande para Rusia como Dante para Italia, Shakespeare para Inglaterra, o Molière para Francia, porque no tuvo el tiempo ni la oportunidad para realizar lo que estos poetas hicieron. La época desventurada en la que escribió estaba erizada de dificultades y obstáculos invencibles. Para contestar a Turguenev, otro novelista pronunció un discurso tan elocuente y brillante que le ganó, por voto unánime, un puesto de miembro honorario en la Sociedad de Amigos de las Letras Rusas. Este es un honor altamente apreciado en Rusia. Sin embargo, este orador no era un advenedizo. No vino, por lo tanto, como Castelar, cuando hizo su primer discurso en el Teatro de Oriente, después de abrirse tímidamente paso por la muchedumbre, absolutamente desconocido para aquellos a quienes estaba a punto de deslumbrar y asombrar. Dostoievski vino a Moscú con laureles frescos, ganados en la asamblea de nobles. Llegó allí cargado con sus pertenencias literarias. Después de escribir libros tan severos como Crimen y castigo, tan ricos en imaginación como Demonios, tan dulces como Los hermanos Karamazov, había adquirido el derecho de juzgar a Pushkin. Puso en alto relieve el carácter genuino, la frescura virginal, la absoluta originalidad y el exquisito lustre literario de las obras de este gran escritor. Se refirió a Tatiana como la mujer más completa rusa, creada por poetas rusos, y a Eugenio Oneguin como un triste héroe, un caballero ruso que poseía todos los gérmenes del vicio y de la virtud, odiando el mal, y sin embargo, paseándose con él de brazo. Al referirse a aquel espléndido poema, Los zíngaros, destacó a Aleko como un tipo ruso de buena liga. Elogió calurosamente la tragedia de Boris Godunov en la que se retrataron toda la tristeza, el orgullo, la fuerza y toda la debilidad del carácter oriental. Terminó en medio de un torbellino de aplausos, asegurando que Pushkin fue el creador y guardián de la nueva vida intelectual de Rusia. Dostoievski fue el vocero de todos los que aprecian a Pushkin. El gran poeta es tan enteramente ruso, tan verdaderamente hijo de esa tierra orgullosa tan poco conocida, y ha surgido tan desnudo del seno de la Naturaleza, que al leer su Oda a Dios se imagina uno a su autor acostado en la nieve helada, bajo el cielo norteño envuelto en una piel de oso, elaborando sus notas silvestres, lejos de los lugares habitados por los hombres. Su poesía es la de la Naturaleza en una tierra nueva donde el aliento de una larga vida y el veneno de las ciudades no han manchado aún los corazones, talado los bosques, y marchitado los campos.
(…)
En esta Oda a Dios se oye el gemido del mar, el estruendo del terremoto, el rugir de la tempestad, y el trueno de la rebelión del hombre. En él se ve el Este viviente. Lo blanquea la espuma del mar, y chispea como gemas persas. Nadie acusó al adversario de Pushkin del crimen de haberlo matado en duelo. El pueblo dijo que había sido muerto previamente por la corte del zar. Sus seducciones habían destruido la rica fuente de su inspiración. El amor a la justicia y a la verdad eran considerados como un crimen por la sociedad que pervirtió su ser. Su vida fue una batalla. Una batalla sigue a su apoteosis. Pero el elogio al poeta no puede ser excesivo. No es conocido universalmente porque escribió en ruso; pero una vez conocido no puede ser olvidado. Tenía una gran elocuencia, una fecundidad literaria sorprendente, una intuición precisa, un amor sano a la verdad, y el sentimiento no adulterado de la naturaleza. Sus faltas, tanto en la vida como en la poesía, nacían de su extrema sensibilidad femenina, que casi siempre, invariablemente, debilita la energía natural del genio. (OC. T. 15 p.420-423)
La crítica martiana a Pushkin tiende a hallar un equilibrio, inestable tal vez, en el cual las vacilaciones advertidas en la conducta política del poeta, no desluzcan su estatura como creador. La perspectiva de Martí le permite comprender que, más allá de los encargos y ardides del régimen zarista para cercar a Pushkin —quien, si bien acarició en algún momento la idea de salir de Rusia para siempre, optó finalmente por la permanencia agónica en una patria desgarrada—, el pueblo ruso aprendía de memoria sus textos, sin saber que él era el autor. Los versos del poeta, lo percibió siempre como un hombre que rechazaba los horrores del zarismo: “El pueblo dijo que había sido muerto previamente por la corte del zar” (OC. T. 15 p.422).
Martí evidencia conocer detalles de la tormentosa vida del poeta ruso cuando apunta: “Su vida fue como la de un caballo de carrera. Tenía todos los impulsos y caprichos de los seres nerviosos. Como todos los genios, era extremado —extremadamente audaz y extremadamente débil. A veces dejaba que sus impulsos guiaran su razón. Los poetas son como los mares, fluyen y refluyen.” (OC. T. 15 p.18)
Al referirse al sentimiento popular sobre la muerte del poeta hace esta severa consideración:
Sus seducciones habían destruido la rica fuente de su inspiración. El amor a la justicia y a la verdad eran considerados como un crimen por la sociedad que pervirtió su ser. Su vida fue una batalla. Una batalla sigue a su apoteosis. Pero el elogio del poeta no puede ser excesivo. No es conocido universalmente porque escribió en ruso; pero una vez conocido no puede ser olvidado. Tenía una gran elocuencia, una fecundidad literaria sorprendente, una intuición precisa, un amor sano a la verdad, y el sentimiento no adulterado a la naturaleza. Sus faltas, tanto en la vida como en la poesía, nacían de su extrema sensibilidad femenina, que casi siempre invariablemente debilita la energía natural del genio. (OC. T. 15 p.422-423)
El ensayo dedicado a Pushkin permite aquilatar como muy amplia la información que sobre literatura rusa tenía Martí. Hombre que tuvo una visión abarcadora poco común para los 42 años que vivió. Admiró la poesía de Alexander Pushkin, reconoció su gloria, lamentó su existencia ausente de acciones a la altura de su obra y criticó sus cercanas relaciones con el zarismo. “Pushkin dice, señala Martí, tenía un pueblo que despertar, una nación que levantar, un cadáver que revivir”.
“La crítica martiana a Pushkin tiende a hallar un equilibrio, inestable tal vez, en el cual las vacilaciones advertidas en la conducta política del poeta, no desluzcan su estatura como creador”.
Apreciaba a Pushkin como precursor de las ideas liberales de Rusia, su máxima figura literaria, poeta y escritor, quien a lo largo de su vida sufrió de la persecución de censores del régimen zarista y que falleció prematuramente en 1837 en un duelo, defendiendo, como era común en la época, la dignidad de su cónyuge.
Específicamente sobre las novelas de Pushkin (1799-1837) Martí asegura en el mencionado texto que son “claras como si sobre el cielo azul hubiese pasado el invierno”. Al tomar partido respecto a las comparaciones que se hacían en esa época entre Pushkin y otros grandes contemporáneos como Lord Byron, Martí argumentaba la superioridad del primero como poeta y la del segundo como hombre: “El ruso es más espontáneo, más fluido, más imaginativo, más nacional y más humano que el lord; pero fue menos valiente, no era devoto del honesto deber de morir por algo grande”. Considera a Pushkin un nuevo tipo de literato, totalmente abierto a todas las corrientes de la cultura universal: “Un hombre de todos los tiempos y de todos los países, el universo en un solo pecho…”