¿Puede formarse un dramaturgo?
2/3/2017
En 1977, el Instituto Superior de Arte no era aún el centro aglutinador de cultura que es hoy. La Universidad para los artistas echaba a andar y como en toda obra que nace, no faltaban los tanteos, las búsquedas y hasta el peligro de las imprecisiones.
En septiembre de ese año, un grupo de jóvenes junto a otros que ya eran artistas profesionales, con una rara mezcla de curiosidad y certeza, iniciaban un camino que —estaban seguros— los conduciría a fértiles derroteros.
Entre los nuevos alumnos empezaron enseguida a reconocerse varios compañeros que dentro de la Facultad de Artes Escénicas —aun sin techo ni aulas—, aprobaron el examen de ingreso para una carrera que, a pesar del optimismo, ellos mismos no vinculaban muy nítidamente con una futura profesión: dramaturgia.
No se hicieron esperar las preguntas, partiendo de una disyuntiva básica: ¿puede formarse un dramaturgo? Junto a otras que se apoyaban casi siempre en la lógica: ¿quién garantiza que el escogido, en una prueba de aptitud, haya efectivamente “nacido” para escribir buen teatro?, ¿qué hacer con alguien que, después de asimilar la teoría, no sea capaz de producir una sola obra que valga la pena?
Los alumnos del seminario que comenzaba no nos asustamos demasiado por estas dudas. Como consecuencia, tal vez, de un viejo hábito estudiantil, esperábamos que la “escuela‟ nos daría el instrumental necesario para ejercitarnos, y nos animábamos íntimamente con saber que todos, de forma más o menos sistemática, acumulábamos en dispersas gavetas o en precoces conjuntos ya organizados, muchos poemas, cuentos y hasta bocetos dramáticos.
El enterarnos que compañeros como Tomás González y Maité Vera, que ya acumulaban una producción teatral y fueron alumnos del fértil Seminario de Dramaturgia de la década del 60, matricularon en el curso nocturno de nuestra carrera, nos sirvió como complicidad en estos primeros pasos.
Escribir “seriamente” una escena es algo más difícil de lo que pueda suponerse, sobre todo cuando a la intuición y al atrevimiento propio de un joven que hace teatro por primera vez se une la iniciación en el conocimiento de la técnica y de toda la historia teatral que lo precede.
Todos nos dimos a la tarea de ver mucho teatro, asistir a ensayos, ver películas sobre teatro y otros filmes que fueran ejemplo de buena dramaturgia cinematográfica. Que un dramaturgo tiene que ser una persona profundamente culta y que debe nutrirse de disímiles experiencias estéticas, fue una verdad de la que nos percatamos enseguida.
Un obstáculo que se alzaba frente a nosotros era la limitada experiencia vital con que contábamos para reflejar en nuestras obras. ¿Cómo aborda un conflicto conyugal un joven de 18 años que nunca se ha casado? ¿Qué puede decir sobre un conflicto laboral quien no ha tenido hasta ahora vinculación directa con el trabajo? Algunos de los primeros intentos se resentían de esta limitación: la caracterización de los personajes se hacía muchas veces plana, y el lenguaje, uniforme.
Encontramos con el tiempo los temas, que en algunos de los casos procedían de nuestro mundo cotidiano y en otros de la información histórica, pero todos tratados con la óptica de quienes han crecido con el socialismo.
Las prácticas de familiarización —sobre todo cuando se nos ubicó en un colectivo profesional— nos fueron de gran utilidad, porque hicimos contacto con el teatro desde adentro y nos percatamos de cuán largo y laborioso era el camino hacia la calidad.
Descubrir las posibilidades del análisis teatral y de la dramaturgia de la puesta en escena, nos hizo sentir una agradable certeza en cuanto a nuestro futuro como profesionales. La maduración vital, el trabajo político en el Instituto, las lecturas, el contacto como espectadores reflexivos con el hecho teatral, dejaron sus huellas en nuestras búsquedas, que empezaron a tener una mayor ambición creadora.
La adaptación teatral y sus posibilidades para llevar a escena textos narrativos, nos resultó particularmente interesante. Investigar en obras modélicas y presentar trabajos de curso en asignaturas como Historia del Teatro Cubano o Historia del Teatro Universal, junto a la participación de algunos compañeros con trabajos teóricos en los eventos científicos del ISA, acabaron por alejar el temor del principio de que quien no resultara un Shakespeare criollo, tendría que matricular otra carrera.
La creación siguió siendo el centro de nuestro interés y, para graduarnos, cada uno fue capaz de presentar un texto con un mínimo de dignidad.
Como epílogo de esta historia traigo a colación que dos de las muchachas de esa primera promoción se dedicaron inicialmente a la docencia, según tengo entendido, sin dejar de escribir. Las otras dos y yo cumplimos servicio social en colectivos profesionales. Una de ellas, Ángeles de la Guardia, estrenó su obra de graduación, Para encontrar un sitio bajo el sol, con el Conjunto Dramático de Ciego de Ávila. El presidio de un sueño, de Carmen Duarte, espera ser llevada a escena.
Este “viaje” por una experiencia esencialmente escolar, pero que se proyecta hacia la integración de los jóvenes creadores en nuestro movimiento teatral, me da pie a varias reflexiones:
¿Es la formación académica, el conocimiento de la historia y teoría del teatro, la premisa fundamental para desarrollar las potencialidades dramatúrgicas de un joven? ¿Será más aconsejable vincular al futuro dramaturgo al quehacer de un colectivo profesional, para que aprenda sobre la marcha? La respuesta de nuestra experiencia, y de acuerdo a lo que he podido observar en otros jóvenes autores, es que la objetiva utilidad de la teoría se hace mayor o menor según sea el grado de dinamismo con que se imparta. A un autor que comienza no se le debe ver como un “futuro super especialista del teatro” aunque muchos autores hayan poseído una saludable erudición. En el caso del creador, creo que el conocimiento de las regularidades de nuestro arte no debe hacerle olvidar que su contemporaneidad le va a exigir, a la larga, sus propias formas porque le solicitan constantemente su singular reflejo de la realidad.
La vinculación desde el “nacimiento” de un autor con el escenario es de vital importancia, porque el teatro es cada vez menos un hecho literario y más base textual de un espectáculo que se enriquece a veces al transformarse al calor de la creatividad de un colectivo. Pienso que es difícil para los grupos profesionales asumir la producción total de nuestros jóvenes dramaturgos. Conspira en la demora de un autor bisoño en subir a escena, dos factores fundamentales: un escritor inexperto no tiene el oficio de quien ha escrito y estrenado con regularidad para trabajar una obra, rehacerla cuantas veces sea necesaria antes de su puesta en escena. Muchas veces si la pieza no es aceptada durante su primera lectura, nos lanzamos a otra idea y olvidamos el texto anterior. También sucede que algunos grupos prefieren ir “al seguro‟ con una obra conocida y probada, o al menos con un dramaturgo que tenga un nombre, antes de arriesgarse con obra y autor desconocidos.
Decía que es casi imposible para el movimiento profesional poner todo lo que presente cierta calidad de los jóvenes autores. El camino que se ve a todas luces como más lógico para que el principiante pruebe fuerzas y vea su teatro, es el movimiento de aficionados. Esta solución enriquecería el repertorio del grupo aficionado con un estreno y haría sentir a este joven conciencia de teatrista. Sucede, sin embargo, que muchas veces hay trabas para que este aparentemente fácil vínculo entre dramaturgo y grupo de aficionados se dé realmente en la práctica. He sido invitado en algunas ocasiones como jurado de encuentros de talleres literarios —labor bastante descansada, pues se presenta una pieza por cada veinte poemas—, y casi siempre al preguntarle a estos singulares talleristas por qué no le dan el texto al instructor del municipio, contestan que los instructores montan solo obras que están aprobadas por el repertorio nacional. Pienso que este mecanismo debe agilizarse para bien de estos abnegados grupos y, de una forma eficaz, acelerar el adiestramiento de los jóvenes autores.
Confío, finalmente, en que seremos más los dramaturgos de nueva promoción en el futuro y con obras más representativas. Los jóvenes que estudian actualmente en la Facultad de Artes Escénicas del ISA, transitan un camino más desbrozado. Muy importante para el futuro de los demás, que no alcanzan una formación universitaria, es vincularse con los Talleres de Dramaturgia, si es que funcionan en su contorno, y echarlos a andar si están anquilosados, acercarse al consejo artístico de los colectivos profesionales, para buscar no solo el estreno inmediato de un texto, sino la ayuda, la asesoría. Ver todo el teatro posible y convertirse en un perseguidor implacable de información.
A la pregunta inicial de si puede formarse un dramaturgo, puedo agregar otra: ¿contaremos en el futuro con un movimiento teatral sólido y constantemente renovado si no propiciamos el surgimiento de nuevos y buenos autores para ese futuro teatral?