Prometeo linchado en las redes sociales
6/10/2020
En la famosa novela de la escritora Mary Shelley titulada Frankenstein o el moderno Prometeo no aparece una escena que sí está en la versión fílmica de 1931. El monstruo, con una muchedumbre que lo sigue de cerca, se refugia en un molino de viento y la gente le prende fuego al lugar, con el inevitable deceso de la bestia. Contrario a ello, la autora dejó vivo a su personaje, quien culmina la obra literaria en un alejado paraje, mientras valora de manera introspectiva su destino. ¿Por qué la variación en el abordaje final de un mismo cuento literario? El acoso agrega adrenalina a la escena fílmica, es más propio de la era del celuloide, de la cultura de masas, de lo emotivo. La reflexión filosófica pertenece al contemplativo plano del Romanticismo y sus devaneos de antaño.
A partir de su libro Linchamientos digitales la teórica de la comunicación y socióloga Olga María Olabuenaca nos habla de la diferencia que salta a la vista en ambos cierres de una misma historia y cómo el abordaje fílmico logró en 1931 un éxito de taquillas. El ejemplo sirve como punto de partida para preguntarnos por qué el linchamiento genera una respuesta casi automática, masiva e irracional, de placer emotivo, al punto de que pueda llegar a explotarse como una herramienta dentro de los contextos comunicacionales posmodernos dominados por la lógica mercantil. La fórmula es fácil: mientras más viral, más se vende, más se anuncia, más dinero. Y quienes pensaron los algoritmos supieron desde el inicio por estudios sociológicos que la ira humana, justificada o no, atrae a las muchedumbres ya sea como entretenimiento, ya como confirmación de una moral que no deberá ser transgredida o a manera de chantaje contra grupos sociales disidentes.
Para ello hay que partir de la noción de anomalía y de cómo se construye, a partir de qué presupuestos de poder ideológico. Lo que se sale de la norma merece, con ley o sin ella, un castigo; ya que, en la lógica común, podría constituirse en un sujeto amenazante para la estabilidad del sistema del cual todos formamos parte. La metáfora del monstruo o del anormal nos sugiere otra vez la novela de Mary Shelley, en la cual el pecado de origen no estaría tanto en la criatura como en el atrevimiento del Dr. Frankenstein de crear una nueva vida, sin que mediaran lo divino ni lo natural. Hay, allí, una ruptura del orden de cosas que la masa intentará equilibrar de nuevo, a través de la violencia justificada por unas normas.
La palabra linchamiento está ligada al nombre de William Lynch y las leyes raciales que hasta bien entrado el siglo XX llevaron a la horca, las llamas y la humillación a los afrodescendientes norteamericanos, eventos en los cuales se procedía, sin debido proceso alguno, a espectacularizar el asesinato de estas personas al punto de anunciarse en los periódicos y de venderse, en todo el territorio, colecciones de postales con imágenes del horrendo hecho. No solo el linchamiento ocurre para normar a la sociedad mediante el terror, casi mítico, al orden establecido; sino también porque en la masa muere el hombre ilustrado, el de la razón, y vuelve el de las cavernas. Esto lo describió bien Ortega y Gasset en su libro La rebelión de las masas, en el cual critica a la hiperdemocracia, en la cual la gente, en muchedumbre, impone su voluntad a la fuerza, sin que medien procesos legales, debates, racionalizaciones.
De tal forma, el hombre de la masa se siente más poderoso, impune, capaz de asesinar, cosa que no haría de manera individual, pues quedaría sujeto a duras represalias. Al que van a ahorcar no lo mata el verdugo, sino todos los que acuden a la plaza, lo mismo en la hoguera o cualquier procedimiento de pena de muerte. La justificación está en que todos nosotros, sociedad que consensua y consiente el hecho, somos culpables y ello otorga fuerza, dignidad, reconocimiento, al individuo en el grupo. El procedimiento nos acompañó en toda la barbarie antigua y medieval, entró a la modernidad de la mano de la guillotina y siguió a través de las ejecuciones ejemplarizantes en la silla eléctrica, presenciadas por la alta sociedad y la prensa como un evento comercializable, mercadotécnico.
A esta genealogía de aldea aburrida y moralista, de masa enardecida e irracional, de pensamiento simple de “o blanco o negro”, apelan los algoritmos en las redes sociales que detectan un pico en niveles de interacciones producto del odio o cualquier otra actividad en el orden humano de lo negativo. Así llega la persona linchada no solo a perder su reputación, sino incluso la vida física en el mundo offline. De tal manera, con las redes sociales, los mecanismos de regulación de la masa furiosa que el sistema ha sabido manejar —ya azuzándola ya conteniéndola— se distienden y se da lugar de forma diaria a procedimientos extralegales, en los cuales se incineran a personas culpables o no. La publicidad, sostén de la ganancia de estas plataformas, se beneficia de forma ciega, sin que los acreedores de la bonanza siquiera teman o averigüen los oscuros orígenes de la empresa. En la lógica del linchamiento digital sigue habiendo dos mundos, el viejo y el nuevo, ambos funcionales a los mismos dueños, que usan una u otra versión de la vida humana, a conveniencia.
Las manos manchadas de sangre
Una de las asesoras de Facebook se describió sucia desde el punto de vista moral tras salir de la compañía en la cual había trabajado como procesadora de datos. En su conciencia pesaba el inmenso número de personas blanco de la ira, que a diario perdían sus vidas en muchos sentidos, sin que mediase una justicia verdadera. Con las manos llenas de sangre, la ex empleada de una de las mayores redes del planeta evidenció que ninguna de las promesas realizadas por Marc Zuckerberg ante las autoridades norteamericanas se ha cumplido, ya que el magnate había dicho que se enmendarían los errores en cuanto a privacidad de datos, exposición de los usuarios, crímenes de odio, lenguaje ofensivo, acoso y linchamiento. Pero pudo más el mercado que la legalidad en el mundo del dinero.
Especialistas en neurociencia han demostrado el efecto gratificante que una interacción positiva genera en un usuario. Casi como comer papas fritas mientras se mira un filme. Lo mismo ocurre cuando se observa el espectáculo del linchamiento de otro, quien, de manera invariable, entra en la categoría de “monstruo” social, al que hay que destruir bajo los normales patrones de una moral simple e implacable. La muerte digital del otro confirma que nuestra existencia es la correcta, a la vez, crea un miedo en el usuario a transgredir la norma y quedar expuesto. Contrario a lo que dijeron los apólogos de las redes sociales a inicios de este siglo, se ha generado un fenómeno conocido como la post-censura, el cual opera de modo totalitario sobre las conciencias de los internautas, quienes no están sujetos a un código legal, aunque sí a una moral que puede transformarlos en un abrir y cerrar de ojos en un monstruo, blanco de burlas y víctimas de linchamientos.
En su estudio sobre la violencia, el filósofo Walter Benjamin habla de que existe una relacionada con el orden divino y otra con el heroico. El primer tipo pertenece a lo lírico y el segundo a lo épico; el uno alaba al sistema y el otro lo transgrede. El poder, a través de las redes sociales, estaría dándoles a las muchedumbres el papel de “Dios” en tanto la ausencia de un ente divino les otorga, a quienes están online, el “deber” de corregir anomalías. De ahí que, por lo general, la justicia que se intente tomar por mano propia, el linchamiento sea implacable, ciego y ni siquiera tenga en cuenta hacia quién se dirige. Está actuando el sistema mediante la masa, el hombre que piensa no aparece, cada vez existe menos, no es funcional ni necesario. Es más, por lo general los linchamientos se dirigen hacia intelectuales a quienes, de forma retroactiva, se les ejecuta debido al sentimiento de envidia, odio e incomprensión que pudiere generar alguna idea suya salida de la normativa o que ponga en peligro al sistema. No se le linchará directamente por pensar, sino que la masa usará una coyuntura, un detalle y ex profeso cobrará por todo el malestar acumulado.
La muerte eterna y la imposibilidad del borrado
El sistema, al sublimar la violencia divina —la que corrige las anomalías y rebeliones de forma ejemplarizante—, actúa como Dios, ya que la condena hacia el linchado es eterna. Los datos son imborrables y quedan en la web para consulta de quienes lo deseen e, incluso, aunque el sujeto blanco de la humillación haya tenido una muerte física, se seguirá usando el mismo material en su contra. Con ello, el linchamiento digital entra en una dinámica muy cercana a los castigos bíblicos relacionados con el infierno, en el cual el condenado padece la mortificación para siempre por el mismo error, sin que sea absuelto jamás. La muerte simbólica —en el lenguaje— del ejecutado se produce una y otra vez, como espectáculo, ya para el miedo, ya como entretenimiento, humor o lección moralizante de lo que la masa entenderá como bueno o no.
Con el linchamiento digital se han transgredido los límites de lo humano y se impone una lógica descarnada de una justicia divina muy cercana a paradigmas tecnológicos y éticos que refutan la condición moderna de la ley, imponiendo una noción utilitarista del castigo, deshumanizada, cruel. Hemos vuelto, de esta manera, a la barbarie de la Antigua Roma; solo que, en este nuevo coliseo, vemos a los mismos infelices ser devorados por los leones o las llamas una y otra vez, en una agonía sin final. El espectáculo del dolor, la necropolítica, el linchamiento, son consustanciales a la existencia de las redes y no un comportamiento humano extrapolado por accidente. La terrorífica justicia que se ejerce mediante la masa ciega, sin el hombre ilustre, crea un estado de sitio donde, contrario a lo que dijeron los apólogos de Internet, hay más pensamiento único que nunca y es muy fácil aplastar a la disidencia. La ecuación es letal para aquellos que desafíen el orden establecido: el monstruo será incinerado por Dios.
Prohibido ser Prometeo
La justicia que transgrede el orden, la que lo pone en peligro, sería la heroica, la que conmueve las bases; pero, para ello, se necesita de la anomalía: que el monstruo comience a ser visto como un semidiós alternativo a los dioses. Ello solo ocurriría en la medida en que el hombre-masa comenzara a ser solo hombre, pensante. Se sabe que en la mitología griega el castigo de Prometeo, por querer cambiar el mundo, fue ser expuesto a la tortura de las aves que le comían su hígado; este crecía de nuevo y se repetía así el ciclo de exposición, vergüenza, burla, sin que fuese posible un borrado, una absolución. Es la violencia divina.
Con las redes, el orden nos envía un mensaje claro: prohibido ser Prometeo, nadie lleve el fuego a los hombres para que estos salgan de las cavernas. Deberá prevalecer el mundo de las sombras. Y es que la web no solo es un algoritmo sino un lenguaje y, como tal, una realidad que no escapa a sí misma y que condiciona, como órgano de poder, cualquier existencia que acontezca en su interior. Quien hizo la ley, hizo la trampa. Salirse de la aritmética del odio sería un cambio digital, que refundaría los presupuestos lingüísticos del ecosistema informático.
Ciencia e ideología van de la mano en la creación de este nuevo lenguaje que es, cada vez más, la realidad; dejándonos pocas opciones en cuanto al automatismo de nuestras ideas morales, atávicas, bien aprovechadas por las ecuaciones matemáticas. En tal sentido, Internet vino a confirmar la lógica posmoderna (si es que ese oxímoron es posible) de que el lenguaje es la realidad y que, por ende, no hay tal realidad, sino la interpretación políticamente correcta, bajo chantaje y muerte. El linchamiento digital se erige en el gendarme impersonal, heredero de otros en el pasado, que corrige a los monstruos antes de que se transformen en semidioses.
En la versión fílmica de Frankenstein hay una escena que en su momento se censuró y, a la luz de las teorías de Walter Benjamin sobre la violencia, resulta reveladora. El monstruo mueve una mano, luego de una descarga eléctrica y, el Dr. Frankenstein, tras la frase clásica y los alaridos (“¡Está vivo, está vivo!”), musita: “Ahora sé lo que es sentirse como Dios”. Este último parlamento, que incitaba a la gente a una vocación de Prometeo, de transgresores, de monstruos y aspirantes a semidioses, se cortó, no fue emitido en las salas de aquel 1931.
Es un texto muy interesante, da pie para reflexionar sobre la violencia, sus modos en las redes sociales y los mecanismos psicológicos que impulsa a ser horda no cuerpo pensante. Solo sugiero pensar en las motivaciones clasistas de un eventual linchamiento digital aunque reconozco hay muchas otras motivaciones.