Los cineastas no deberían tener en la cabeza
más que una sola idea: lo que aparecerá en
la pantalla.
Alfred Hitchcock

Uno

En 1898 Henry James publicó una novela breve, The Turn of the Screw, que hoy admitiría sin reparos el calificativo de neogótica. El texto, un modelo de ambigüedad psicológica en lo que se refiere a la representación de los personajes y sus obsesiones, pone gran énfasis en eso que los anglosajones llaman shifting mirrors, donde los procesos de percepción se refinan y modelan de continuo, sutilmente, hasta que lo real se purifica —digámoslo así— y aparece como es en verdad.

La vuelta de tuerca a la que James se refiere ocurre, como acto mental y como acto físico, en varios planos del relato: el estilístico, el dramático, el de los hechos puros y el de la descripción de las emociones y las presunciones. La tuerca —metáfora de un tipo de ajuste en la configuración y la representación— posibilita el funcionamiento de una máquina narrativa cuyo desempeño es el de la hiper-significación. Pero sabemos que ese fenómeno no es sino la consecuencia de otro: la búsqueda y/o establecimiento de un grupo de tipologías distintas de las que la tradición aporta y que, al mismo tiempo, desautomatizan la mirada, el acto de ver y el “simulacro”fonocéntrico (literario). A su vez, dicho fenómeno tiene un origen muy sencillo y muy complicado: James descubre que el lenguaje no basta, que se escribe no gracias a las palabras, sino a pesar de ellas. Por ese motivo, él y algunos otros escritores fundan un nuevo tipo de “artisticidad” (basada en el recelo), que se completa unos años después, con el advenimiento de las vanguardias.

La tuerca ajusta hasta un límite tan convenido y supuesto, como impreciso. Pero, cuando se la obliga a dar una vuelta más, o se rompe o empiezan a ocurrir las metamorfosis.

“Bresson distinguió al cinematógrafo del cine, lo cual era como diferenciar, con energía, un arte basado en la tendencia a la derogación del lenguaje, con respecto a un arte basado en la incorporación dramática (…) del lenguaje”.

Dos

A mediados de los años setenta, el cineasta Robert Bresson publicó un libro que ha venido a constituirse en la prueba —laberíntica y pascaliana— de una inteligencia casi sin paralelo dentro de la cultura de la imagen. El libro, Notas sobre el cinematógrafo, hereda el estilo de la fragmentación, subraya el temple apelativo de una poética del pensamiento discontinuo —correlato de la percepción discontinua de lo real—, y se articula muy bien, desde sus puntos de vista, con formas de escritura breves y encapsuladas que, en su momento, Nietzsche llamó “intempestivas” y donde hay un saber lateral, oblicuo, “retirado”de las convenciones.

Como se sabe, Bresson distinguió al cinematógrafo del cine, lo cual era como diferenciar, con energía, un arte basado en la tendencia a la derogación del lenguaje, con respecto a un arte basado en la incorporación dramática (en su más amplio sentido) del lenguaje. Como en los orígenes del simbolismo literario, que intentó adueñarse de los privilegios y aptitudes referenciales que están en poder de la música, Bresson quiso establecer las demarcaciones correspondientes. Por eso, de manera general, llamó al cineteatro filmado”, para separarlo del cinematógrafo, que para él fue, en rigor, una zona donde el cine prospera, en su autonomía, gracias a la visualidad de lo auditivo y gracias a la audibilidad de lo visual, para emancipar la escritura fílmica de los paradigmas seculares de lo teatral y lo escenográfico, donde, a pesar de todo, aún reina la palabra.

Notas sobre el cinematógrafo sigue resultando hoy (como resultaba ayer) más un programa que intenta descifrar y cumplir el destino mítico del cine —un destino que lo haría regresar a su nacimiento y que nos obligaría a comprender, ¿cuántas veces?, su especificidad dentro del concierto de las artes—, que un conjunto de ideas apoyadas por una práctica cabal. Es decir: se trata más de una aspiración que de un resultado. Lo que Bresson enuncia y describe, a partir de diversas pulsiones programáticas, es un querer ser. Porque, aun cuando podamos aceptar que hay palabras más teatrales y otras que lo son menos, y que hay gestos escénicos y otros que no lo son, el lenguaje está ahí, en el cine, como una materia difícilmente contenible.

“Bresson alude todo el tiempo a lo típico del cine, a su exclusividad, su particularidad (…), entonces uno tiene la fuerte impresión de que sus ideas conforman un sistema poético muy singular”.

Sin embargo, la utopía del cinematógrafo —que cuenta con el silencio más que con la música, por ejemplo— no por quimérica llega a ser un delirio o un desvarío. “El porvenir del cinematógrafo reside en una nueva raza de jóvenes solitarios que filmarán, invirtiendo hasta su último centavo sin dejarse atrapar por las rutinas materiales del oficio”, dice Bresson. En el fondo, sabe que el soporte de esa utopía de la forma, alimenta a una ética de la creación, una ética que rechaza lo reproductivo y se implanta en lo productivo. O sea, una ética cuya naturaleza dialoga con la “presentación” de una realidad, no así con la “re-presentación” en tanto repetición más o menos complacida y complaciente. Habría que huir de la copia, de las transcripciones falsamente bellas. Por otra parte, a rajatabla y casi enigmático, aclara Bresson: “el cinematógrafo es el arte, con imágenes, de no representar nada”. Pese a lo desconcertante que puede ser esa aseveración, sabemos que la pertinencia de la escritura cinematográfica se encuentra en el acto de “añadir realidad a lo real”, por medio de la presentación, presencia.“Películas de cinematógrafo: emocionales, no representativas”, escribe Bresson. El lenguaje no queda desestimado y excluido de manera absoluta: “La palabra más común, colocada en su lugar, de repente adquiere brillo; tus imágenes deben brillar con ese resplandor”.

Todas estas anotaciones del autor de Diario de un cura rural (1950) y Mouchette (1967), hechas a lo largo de casi veinte años, han venido adoptando una legibilidad robusta, muy activa, porque no han dejado de sustentar un proceso de significación luego del cual el cine continúa —como lo hizo antes, como lo hace hoy, como lo hará mañana— persiguiendo su especificidad. Bresson alude todo el tiempo a lo típico del cine, a su exclusividad, su particularidad —y lo hace, claro está, sin sumergirse en las teorías que describen o modelan la semiosis de la escritura fílmica—, y entonces uno tiene la fuerte impresión de que sus ideas conforman un sistema poético muy singular, próximo al que se detecta de inmediato, por ejemplo, en los ensayos de Pier Paolo Pasolini.

Alberto Garrandés es actualmente, un fecundo escritor cubano, autor de una interesante y profusa obra, avalada por premios literarios, por la favorable opinión de la crítica y de sus lectores. Imagen: Tomada de lalibelulavaga

Tres

Las tipologías del relato cinematográfico, impregnadas de los ejercicios que provienen de la industria y de las formas —más o menos cómodas— ya asentadas por las tradiciones históricas —de la épica, el drama, la comedia, la pintura, la fotografía y la música—, preparan el advenimiento de una vuelta de tuerca que, sin embargo, siempre ha estado ahí, en el hacerse y rehacerse del cine. Casi diríamos que la historia del cine ha sido esa: la de un proceso que “tiende a carecer de historia” —enorme paradoja—, al par que insiste en su tenaz historicidad.

“Para escribir este libro, que no he podido sino titular así: “Una vuelta de tuerca”, me he apoyado en esas dos fuentes heterodoxas, distintas y distantes”.

Me refiero a esa vuelta de tuerca que siempre está detrás del llamado cine de autor (“la condición antecesora” de una poética que se constituye en un desvío y lo irradia), y que, de modo anómalo, “acompaña” al cine de culto. Sobra decir que el cine de autor es el resultado de una intención creativa, o el desenvolvimiento de un conjunto de poéticas no convencionales, por así llamarlas, mientras que las películas de culto devienen, son consecuencias, efectos de un peculiar tipo de recepción, de una lectura que también está influida por una poiesis y por una personalidad.

Para escribir este libro, que no he podido sino titular así: Una vuelta de tuerca, me he apoyado en esas dos fuentes heterodoxas, distintas y distantes: una novela que apareja, articula y promueve sus suspicacias luego de armar un sistema, por completo deliberado, de “producción de sentidos”, y un libro de sentencias casi axiomáticas que edifican y cimentan la naturaleza particular, individual, del cine. Entre la novela y el libro corren casi ochenta años. La novela de James, muy inglesa, es una historia (de fantasmas, eufemismos y duplicidades eróticas) capaz de aludir a la preeminencia de la tejeduría que todo arte verdadero encierra. El libro de Bresson, muy francés, cree en la naturalidad de lo verdadero. Y, en lo que toca al cine, la aparición de lo verdadero tiene que ver con dos procesos: el de “construir la mirada” y el de “aprender a ver”. En ellos hay, como en Henry James, una tejeduría y una distinción de la imagen.

“A los efectos de una organización práctica de las ideas, este tiende a ser un libro modular. Se arma y se re-arma en las combinaciones y las variaciones”.

Hay muchas maneras de interrogar el cine de autor y el cine de culto. En lo que a mí concierne, luego de los training days en los cuales aparecieron Sexo de cine y El ojo absorto, no podría sino regresar, por ejemplo, al maridaje entre la literatura y el cine, o, para ser más preciso, entre las palabras, el habla y las imágenes. Acaso ahí estén las razones por las que, en ciertos momentos, Una vuelta de tuerca alcanza a dialogar con la literariedad de la mainstream en el cine, con películas donde la experiencia vanguardista es neogótica o neo-noir, con la imaginación erótica, con la ciencia ficción y la fantasía; con la estructura de la reminiscencia y la memoria, con diversos grados de perturbación de lo extraño —lo que Freud denominó das unheimliche—, y, claro está, con la ventajosa y recóndita disparidad que, en relación con la imagen cinematográfica, se produce entre el relato y la experiencia. Para decirlo rápido y mal: el relato “ordenaycuenta”, puede confesar y referir, mientras que la experiencia “se resiste al orden” (sin acceder al caos) porque es intransferible.

A los efectos de una organización práctica de las ideas, este tiende a ser un libro modular. Se arma y se re-arma en las combinaciones y las variaciones. El primer módulo contiene un grupo de textos donde quise poner de relieve algunas poéticas sobresalientes (y que yo llamo electivas porque devienen umbrales de distintas maneras de hacer cine). Allí los protagonistas son Alain Resnais, Werner Herzog, David Lynch, Darío Argento, Wong Kar-wai, Andrei Tarkovski y Peter Greenaway. En el segundo módulo, más detallado en cuanto a la diversidad de las proposiciones estéticas, he reunido un repertorio de ensayos breves que subrayan, vistos en su totalidad, cómo entre el cine de autor y las películas de culto hay procesos de lectura muy anómalos, capaces de promover interrogaciones en torno a: 1) las razones por las cuales una obra podría llegar al culto sin haber brotado de una cocción autoral fuerte, 2) las razones por las cuales un cineasta vigorosamente “singularizado” por su propia trayectoria no tendría que producir obras de culto, o 3) las razones por las cuales un tipo de “artisticidad”y ciertas marcas de estilo estarían en los orígenes de un culto que, sin embargo, no se declara aún en términos de consenso crítico.

Una vuelta de tuerca alcanza a dialogar con la literariedad de la mainstream en el cine, con películas donde la experiencia vanguardista es neogótica o neo-noir”.

En el tercer módulo aludo de manera indirecta a un puñado de obras literarias bastante conocidas que ciertas películas han hecho suyas, en tanto referentes o puntos de partida, con distintos grados de pasión, fidelidad y eficacia. Un lector que posea cierta competencia podrá darse cuenta, allí, de las asimetrías e irregularidades de los nexos entre la literatura y el cine, habitualmente alumbrados por la idea —tan discordante como sediciosa— de la preeminencia de la imagen por encima de la palabra.

Al final de Una vuelta de tuerca he colocado un anexo que muestra, por suerte, un grado provechoso de liberalidad formal, y que admite un grupo de apostillas sobre los vínculos —discrepantes e inestables, por fortuna— entre las ideas sobre lo artístico (las señales de la artisticidad) y ciertos estilos de la narración en el cine joven cubano.

*Texto de presentación del libro: Una vuelta de tuerca. Cine de autor y películas de culto. Ediciones ICAIC, 2015.