Poesía, pasión y palabra de Carilda Oliver Labra
29/8/2018
Generalidades
Mujer de tres fuentes líricas y un chorro emotivo singular, la poesía de Carilda Oliver Labra desarrolla una de las características emotivas del pueblo cubano: la del amor mirado desde el punto de vista jovial, con cierta dosis de alegría y plenitud, contrapuesto a la otra tendencia erótica dada a la recreación del amor físico, pero con componentes dramáticos y hasta elegíacos. Si bien en su obra poética lo elegíaco ocupa un lugar destacado, hay que decir que es el amor feliz, el de la realización sin frustraciones, el que alcanza sus mejores logros líricos. La carnalidad, el amor material inmediato, posee un espacio privilegiado, en contraposición con el intimismo amoroso que también echa raíces en Cuba.
Dentro de la tradición universal de la poesía amorosa, o al menos en la de las lenguas “neolatinas”, diríase que Carilda Oliver Labra se desenvuelve en la herencia del Libro de buen amor, más que en la línea petrarquista idealizadora. Ella canta y celebra a un hombre concreto y físico, a su lado o anhelado, no a un “príncipe azul” o “amado inmóvil” tan inasible por ideal o soñado y por ello un poco inmaterial. En todo caso, “Laura” es ella, pero en posición de poeta (de Petrarca), sin el menor sentido de sumisión femenina al “poder poético masculino”, aunque tampoco sin la actitud sáfica o la manera “feminista” moderna. No le importa una agresividad erótica que describa tácitamente la experiencia sexual, sino su sugerencia (“La vida cabe en una gota”), su goce anterior y posterior del antiguamente llamado “deliquio”, como si el amor carnal fuese un desmayo o un vértigo. Ella podría suscribir aquellos versos de Luis Cernuda que, aún siendo obras de otro poeta, valdrían bien para caracterizar su experiencia lírica con el amor:
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso
en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío [1].
Puede decirse que en sus contenidos Carilda Oliver Labra no es solo una poetisa del amor (Eros sobre todo, pero asimismo Philía, familia, hogar, amigos… y Ágape, amabilidad…), sino también de la Polis, y, por tanto, de la ciudad y de la política. Por esto último hallamos en sus versos dosis de reflexión que a veces irrumpe en máximas o en apreciaciones sobre la historia incluso reciente. La ciudad (Matanzas) es el escenario de su biografía poética, y en ella no puede dejar de escuchar y expresar el clamor social, de modo que su poesía amorosa queda a su vez subrayada por una no evasión, por un marco civil, por una participación múltiple en la vida. Diríamos que esta poetisa esencialmente inclinada a los temas del amor, vibra por igual en su circunstancia.
De ello es responsable lo que llamamos tres fuentes de su poesía: la corriente neorromántica de la lengua española, el surrealismo y el coloquialismo cubano. Una mujer que parte del tema del amor en un medio donde para hacerlo hay dos caminos: el del discreto intimismo o el del fogoso determinismo monotemático de la poesía solo emotiva, alcanza a ser original, o al menos distinta en su desenfado y en su curiosa externización de la intimidad. En su obra poética, Carilda Oliver Labra es, en efecto, esencialmente emotiva, emocional, capaz de resaltar sus sensaciones y aprehensiones sentimentales, sus impresiones sensitivas. Solo que junto al referente dionisíaco ella sabe rescatarse y rescatar sus versos de la monotonía o del exceso de “popularidad”, por un claro sentido estético, por una conciencia poética definida. Esa conciencia no se define por un sistema, por una teoría de la poesía, que ella no desarrolla, pero se advierte que en su concepto del arte poético la palabra desempeña un papel estético fundamental que la salva, la saca, la separa del ambiente cursi de la neorromanticidad.
Fuentes
Su primer libro delata la lectura de los poetas españoles del siglo XIX, que son asimismo orígenes de los neorrománticos del XX, especialmente Gustavo Adolfo Bécquer, quien suele dejar huellas en todo adolescente que le consagre lecturas; también aires de Espronceda y de Campoamor y de los modernistas, como Salvador Rueda y el mexicano Amado Nervo. En verdad todos ellos son pilares de la corriente neorromántica, nacida en América en los años centrales de la década del 10, pero que alcanza su momento cimero con Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, publicado alrededor de la fecha de nacimiento de la poetisa matancera.
El neorromanticismo le debe mucho al modernismo y se diría que es un movimiento de regreso, de retorno a “viejas” maneras emotivas de expresar sentimientos, en especial del amor. Tuvo su desarrollo inicial precisamente cuando el modernismo entró en etapa de crisis, cuando se comenzaba a imponer el llamado “postmodernismo”, pero no puede definirse como propio de un momento de desorientación estética de los poetas, sino como una vertiente sentimental desprendida del modernismo más dado a los temas emotivos, visibles en algunos poemas de Rubén Darío, Luis G. Urbina, la pléyade femenina del Cono Sur: Delmira Agustini, Juana de Ibarbourou y Alfonsina Storni, junto a los ya mencionados Rueda y Nervo.
La coetaneidad cubana de esta corriente no cuenta con un poeta como Pablo Neruda, sino que el neorromanticismo tuvo que conformarse en la Isla con voces locales interesantes como las de Guillermo de Montagú, Hilarión Cabrisas y Gustavo Sánchez Galarraga; gradualmente se sumaron otros versificadores y esta corriente echó raíces hasta resultar aceptada sobre todo por las capas medias de la población. Entre esas voces sumadas se encontró la de un poeta notable: Agustín Acosta, de reconocida trayectoria en la poesía civil, quien advirtió en el sentido íntimo hogareño posibilidades para desarrollar su inclinación lírica por el amor, las brumas existenciales y hasta por cierto tono metafísico, que va a ser del mayor interés para comprender la evolución de la corriente y la parte reflexiva de la poesía de Carilda, quien sostuvo con él una cálida amistad.
Asimismo, Arturo Doreste, Silverio Díaz de la Rionda, Andrés de Piedra–Bueno, et al, adoptaron un sentimentalismo neorromántico e hicieron aportes a esta corriente; en tanto, una línea mucho más esteticista, dada al mejor tono de lo emotivo y lo existencial, se vio representada por un poeta notabilísimo: Emilio Ballagas, sobre todo el de las elegías, cultor de un neorromanticismo elegíaco intelectivo, que en España tuvo al ya citado Luis Cernuda como su poeta más popular en Cuba, sino aquella que en los años 30 tiene a Cabrisas, a Galarraga ya Guillermo Villaronda en el centro, hasta el inmediato advenimiento de su poeta más representativo: José Ángel Buesa.
La obra lírica de Buesa, amigo personal de Carilda, es muy conocida en Cuba y en toda la América Latina; llegó a ser popularmente muy reconocido, aunque algunos críticos le asignaron a veces el mote de “populista”, de haber sabido encontrar un “fórmula” rítmica para hacer “agradables” a sus poemas, en esencia a los de tema de amor, que son la mayoría, y con ello lograr que sus libros fuesen muy vendidos, al grado de que solo Oasis alcanzó 14 ediciones consecutivas desde 1936 hasta 1962. Fue, sin duda, una especie de éxito de comunicación social, si es que la poesía puede tomarse como “comunicadora”, porque complacía a ciertas manifestaciones de la idiosincrasia cubana. Queramos o no aceptarlo, Buesa supo tocar una manera de expresión, en ocasiones sensiblera, impregnada en nuestro ser nacional. Sabemos reconocer que él lo hizo con dignidad, con amor a su oficio de poeta y con alguna conciencia de que no escribía obras de altos quilates estéticos o para minorías muy refinadas y cultas, aunque quizás tenía aptitudes para ello, por su fácil captación del ritmo versal y su capacidad para convertir en imagen literaria las aseveraciones más planas y casi coloquiales de lo cotidiano, así como por su virtuosismo con el endecasílabo y hasta por algún tono aristocrático que por momentos quiere sobresalir en varios poemas. El éxito siempre influye sobre otros; de modo que, a pesar de que Carilda no se dejase tentar por el triunfal camino del maestro, el evidente ascendiente de Buesa sobre la juvenil poetisa resultó algo natural, cercano además a la sensibilidad emotiva de la muchacha.
Hay que destacar en Buesa la innegable virtud de llegar a los lectores de las más variadas cualidades, sin que mediaran campañas publicitarias o promocionales en su favor. Se dice que se abrazó al “facilismo”, y habrá que admitir que su poesía no implica serias complejidades formales ni innovaciones de mérito para la historia de la literatura; sin embargo, fue un “fenómeno” de aceptación social, que no siempre linda con el kitsch o el populismo (según los explican Slavov y Gramsci, respectivamente), como bien lo testimonia su mejor libro: Lamentaciones de Proteo (1947). Más que un mito de poeta, él alcanzó ser un arquetipo o paradigma de algo que podríamos llamar “poesía de masas”, en recuerdo de la denominada “cultura de masas”, de la que su obra formara parte. Pero en Buesa se da el contraste de que su “masividad” apela a un lenguaje resuelto entre un yo (ego) y otro (alter ego o alteridad), a manera de diálogo, de “asunto nuestro” (¿cosa nostra?), nunca de tribuna, sino más bien de alcoba, mas no para el silencio del dormitorio sino para la lectura compartida y la recitación.
Es escasísima la referencia seria y desinteresada a su labor poética; al final del siglo XX, casi sola, su amiga, admiradora y en cierta medida continuadora no epigonal, Carilda Oliver Labra, le hizo justicia de recuerdo público, al prologar una antología poética titulada Buesa (Ediciones Matanzas, Centro de Promoción Literaria “José Jacinto Milanés”, en la propia ciudad yumurina, 1997) [2]. Ha habido un parcialismo por rechazo crítico, mientras amplios sectores de la población cubana mantienen el recuerdo casi mítico del creador y su poesía, con la que muchas veces se enamoraban los adolescentes de otras épocas. Bien dice Carilda en su Prólogo, que él llegó a ser “el poeta más conocido de Cuba”.
En torno a Buesa se aglutinó todo un grupo de poetas sentimentales que lograron su momento mejor en la década del 50, alrededor de la revista Isla, de la Organización Nacional de Bibliotecas Ambulantes y Públicas (ONBAP); allí se alcanza a crear una colección de libros muy interesante, con obras publicadas de Arístides Sosa de Quesada, Gilberto Domenech, Pura del Prado… y asimismo poemarios del chileno Alberto Baeza Flores, quien entonces compartía la estética neorromántica, así como de Jesús Orta Ruiz y, claro está, de la propia Carilda Oliver Labra. Buesa llegó a fundar una Casa del Poeta para encuentros y recitales [3].
Este movimiento evolutivo parcial dentro de la tradición poética cubana merece el detenido estudio, la investigación de detalles, por ahora sin realizar hasta sus últimas consecuencias. Es un imprescindible reto para el futuro. En él puede decirse que se forma Carilda como poeta, y cuando Al sur de mi garganta gana su sonado premio nacional, fueron los neorrománticos y el asociado Acosta quienes mejor saludaron el acontecimiento que de alguna manera también los laureaba a ellos.
El neorromanticismo no constituyó la única fuente de donde bebió Carilda para su poesía, a partir de ese libro galardonado y durante toda su creación poética. Hay que decir que ella aprendió muchos elementos expresivos de las vanguardias, en especial de sus manifestaciones surrealistas en América, lo que igualmente debe tener una obligada referencia en las Residencias nerudianas de los años 30. Neruda continúa siendo un poeta referativo en todo el continente y, por supuesto, en la Isla.
Si por “vanguardismo” se entiende en Cuba a las tres vertientes llamadas de “poesía negra o afrocubana”, “poesía social” y “poesía pura”, habría que decir que hay poca relación entre las mismas y el devenir poético carildeano. No escribió poemas de perfiles étnicos, ni se inclinó demasiado hacia la poesía social (aunque ya observaremos la resonancia política de su tiempo en su cuerpo lírico), al menos hacia la partidista o de tribuna, ni intentó un intimismo a lo Brull, sobre todo porque en el momento en que Carilda publica Al sur de mi garganta, uno de los maestros de tal corriente, Eugenio Florit, era ya en esencia un poeta de tono conversacional [4].
Es cierto que a la sazón se desarrolla un intimismo muy singular, pues sus elementos emotivos y sensoriales poco tienen que ver con las líneas “vanguardistas” o con el neorromanticismo, como es el caso central de Dulce María Loynaz, Andrés Núñez Olano, Rafael Esténger, Serafina Núñez o Josefina de Cepeda. Aunque entre estos diferentes poetas podrían estudiarse matices neorrománticos, no habrían de calificarse propiamente dentro de tal corriente, si bien casi todos ellos traen cierto impulso del postmodernismo, del influjo dariano y de las grandes damas líricas del Sur del continente (excepto Gabriela Mistral, con quien el parangón con Carilda podría ser de otro orden: la coincidencia de mujer sensible y no pasiva ante el amor); el magisterio de Juan Ramón Jiménez en unos casos y la voz peculiar de la Loynaz en el suyo, separan a este conjunto de poetas de los intereses expresivos y de las inclinaciones centrales de la matancera.
En verdad, Carilda asume de las vanguardias lo que se advierte en libros como Corcel de fuego (1948), de Félix Pita Rodríguez: el sentido de la metáfora y del empleo de la sorpresa lexical, de las relaciones insólitas entre personas, objetos y situaciones; ella es mucho menos radical que el Álvarez Baragaño de Cambiar la vida (1952) y de El amor original (1955), o que Roberto Branly en El cisne (1957), o incluso del origenista Lorenzo García Vega con su Suite para la espera (1948) [5]. Puede decirse que es la apropiación de las relaciones insólitas entre las palabras y cierto desenfado en su uso lo que mejor ella capta de las vanguardias, sin avanzar jamás hacia experimentalismos con las formas estróficas, con el verso libre o con la ruptura sintáctica y gramatical. Carilda respeta las formas clásicas de la lengua española, el ritmo versal tradicional (sobre todo el empleo de octosílabos y endecasílabos), las estructuras básicas, y solo en el lenguaje (orden lexical y tropológico) se permite libertades, desenfados, aire juvenil e imágenes sorprendentes, todo ello bastante gustado por el efectismo neorromántico. En la disputa entre “formas cerradas vs formas abiertas”, ella se inclina más a las primeras, a la métrica, a la rima, pero deja abierta la puerta al versolibrismo que le permite el uso de un tono conversacional que está en el ambiente poético de su tiempo inicial y de todo el desarrollo de su carrera creativa.
Como es sabido, ese tono es uno de los elementos centrales de la corriente coloquialista que durante dos décadas (1960–1970) fue dominante en el panorama poético cubano. Carilda traía en sus versos elementos de conversacionalismo y otras características típicas de aquella corriente [6], pero no puede decirse que obraran sobre sus textos influjos de la poesía más dialogal de la lengua inglesa (T. S. Eliot, Ezra Pound, William Carlos Williams, Leonard Cohen, Allen Ginsberg…), ni es muy fuerte la presencia de patriarcas poéticos conversacionales de América Latina (Porfirio Barba Jacob, Baldomero Fernández Moreno, Luis Carlos López, León de Greiff, Jaime Sabines, César Vallejo…), aunque huellas de lecturas de Vallejo sí pueden encontrarse en sus páginas, sobre todo en el impulso emocional y en cierto énfasis con el lenguaje aprendido en Trilce.
En cuanto a autores cubanos de inclinación conversacional, poco o nada se advierte de los llamados de “ironía sentimental” (Rubén Martínez Villena, José Z. Tallet, María Villar Buceta…), y mucho menos de los integrantes de Orígenes más próximos a esa línea discursiva (Eliseo Diego, Fina García Marruz…), salvo que pudiera verse alguna relación con el desenfado y el deseo de cantar la vida corriente que se advirtió en Virgilio Piñera; pero en verdad sería osado establecer un nexo entre las obras carildianas y piñerianas, por lo que parece más prudente dejarlo todo en la esfera de la familiaridad por el “espíritu de época” imperante. Habría que decir, no obstante, que la ironía es un componente de la poesía de Carilda, aunque no asociable a las antedichas líneas y autores, si no peculiar, propia de la expresión de su desenfado, lo que se observa en poemas como “Muchacho”, “La cita rota”, “Hablo con todos” y muchos otros.
Y ese “espíritu de época” aproxima más a la obra de la matancera con la de los poetas de la llamada Generación del 50; hay que decir incluso que a Carilda se le ha considerado como integrante de esta, quizá por el juego del cambio del año de nacimiento (1924 en lugar del verdadero 1922), o porque su poesía tiene algunas zonas que se corresponden con momentos de las obras de Rolando Escardó, Fayad Jamís, Rafael Alcides Pérez, et al. No cabe duda de que en ella se advierten muchas de las características conformadoras de la poética colectiva coloquialista y en tal corriente puede y debe ser estudiada como una peculiar simbiosis, la más pronunciada, entre neorromanticismo y poesía conversacional.
La Poesía
Ni ha buscado un lenguaje hermético ni su metamorfismo (mejor llamarle su sistema tropologizador) se ha entregado al barroco, como no sea el que le viene de los aportes de las vanguardias, que ella ha sabido aprovechar. Su llaneza no es ruptura poética, sino búsqueda de la poesía de lo exterior visible, que Ernesto Cardenal quiso bautizar (sacerdote al fin) con el término de “extersionismo”. Es la de Carilda Oliver Labra una exteriorización que parte más de lo íntimo sobrecogido y emotivo, que de lo propiamente externo causal u objetal. Su concepto de la poesía se arma de varias poéticas, aprovechadas desde corrientes líricas como el aludido neorromanticismo, del que ella se apropia de mayor cantidad de elementos, para reunirlos con aportes de otra corriente con poética colectiva: la coloquialista, cuyo componente central distintivo es el empleo de un tono conversacional que desea aproximarse mucho a lo cotidiano, a la alteridad, a lo prosista más que a lo prosaico, a la “poesía de ocasión” o de la circunstancia… En Oliver Labra esta conjunción se resuelve sobre todo por los temas del amor, ya sea este filial o erótico, como ya se dijo. Ese es su mejor campo de batalla. Ella misma ha insistido para que se observe en su obra al menos otras dos líneas de interés: la poético–social y la reflexiva; sin embargo, en ningún otro tema se manifiesta Carilda con mayor plenitud que en el amor, donde se colma la mixtura de estilo, que es su estilo, más que poesía “de la circunstancia” o “de ocasión”, a la que llega por la herencia conversacional, su tono mejor se desarrolla en el sentido trascendente del amor que toma del neorromanticismo. Como poesía de síntesis o de amalgama de corrientes poéticas, la de Carilda Oliver Labra testimonia que lo que importa es hallarla y expresarla, a partir del sector para el cual se tiene mejores aptitudes, dotes o talento. Fiel a sí misma, a su ciudad y a su elegido camino poético, Carilda Oliver Labra es, literariamente hablando, el mejor ejemplo cubano de simbiosis entre recursos expresivos vanguardistas, del neorromanticismo y de la poesía coloquial.
Al sur de mi garganta (1949) consolida o más bien significa el prestigio nacional de la entonces muy juvenil poetisa. Como suele ocurrir con este tipo de poesía emotiva, ese libro de la juventud sigue siendo de los mejores de su autora, porque el grado de espontaneidad y desenfado que alcanzó se avenía muy bien con sus asuntos amatorios desprejuiciados. Pero no muy “desprejuiciado”. Carilda de cualquier manera representaba a la señorita de clase media que se sentía “pobre”, según repite una y otra vez en diversos poemas; ella fundamenta su discurso lírico en el sentido autobiográfico, casi de diario o crónica del día, muy bien definido en los tres Sonetos por una despedida, o en aquel verso en que encuentra insoportable a “la gente que me llama doctora o señorita” [7].
Se vislumbra en toda la poesía de Oliver Labra, pero en especial en Al sur de mi garganta, un notable interés de autodefinición: soy, estoy, anhelo, deseo… No es una definición exactamente metafísica, sino una marca de presencia de alguien que precisa ser notada, no vulgarmente, a la manera de una estrella de espectáculo (no tan vulgar, por cierto, cuando la estrella es un artista legítimo), sino como mujer “interesante”, capaz del goce erótico no como mera respuesta displicente a la solicitud activa del varón.
Ya se ha dicho que Carilda rompe los moldes de la actitud activo–pasiva de la relación amorosa y se sitúa en el centro de la actividad, de la expresión gozosa de los encantos del cuerpo humano. Su poesía es corpórea y de protagonismo corporal femenino. No se impulsa por ninguna dosis de misticismo, en la que el alma se alce por sobre el cuerpo “ruin”, que no es para ella nada ruin. Objeto y sujeto de goce, el cuerpo adquiere con Carilda una dignidad que no siempre se halla en la poesía neorromántica cubana escrita por hombre, y tal vez habría que esperar a los logros santiagueros de Pura del Prado para encontrarle proximidad, en voz de otra mujer, a esa emoción fundamental corpórea de su poesía.
Y ya que la mencionamos de nuevo, diríase que Carilda no marchó por la década del 50 en soledad expresiva, precisamente por la presencia de Pura del Prado; a veces se parecen, como en cierto canto a líderes populares que ambas concibieron o por el desenfado expresivo erótico que no renuncia a la conquista metafórica. Con esta poetisa, Carilda forma un dúo de valor en el tractus literario, en el desarrollo de la poesía cubana, porque las dos se alimentaron del neorromanticismo y, en efecto, fueron apoyadas y favorecidas por las ediciones de revistas y libros que se tejen en torno de la figura de Buesa; la oriental publica en los Cuadernos Isla [8] El río con sed (1956), en tanto que la matancera entrega por la misma colección Memorias de la fiebre (1958), ambos libros con características poéticas muy similares, aunque a la vez capaces de marcar el derrotero de dos mujeres muy valiosas en el desarrollo poético cubano [9].
Si volvemos al afán de autodefinición de Carilda, nos damos cuenta de que se trata de una autorreafirmación en medio de una sociedad que la quiere solo como “doctora o señorita”, sabiéndose ella con otras dotes, con otros méritos creativos que no tienen por qué confinarla al bufete o a la opción de exclusiva ama de casa. Por eso ya en Memorias de la fiebre hallamos una exacerbación de lo que podríamos llamar “independencia erótica”, sostenida por cierto grado del denominado “feminismo”, llevado a moda poética desde años antes, y que consiste en cantar a alambres de púas (como hizo Neruda) o a refajos (como hace Carilda). La herencia de Baudelaire es múltiple y allí también debe advertirse el eco de sus Flores del mal.
Pero en Memorias de la fiebre hay algo más: es el más erótico y desenfadado de cuantos poemarios haya escrito, incluso todavía, mujer alguna en Cuba. Allí está el famoso “Me desordeno, amor, me desordeno”, tan recordado, aunque no sea precisamente de lo mejor que Carilda le regala a la poesía de Cuba. Allí está “La cita rota”, poema en que la aludida “señorita” describe a manera de diario un día corriente de preparación de una cita amorosa y en el que en medio de un aparente lenguaje frívolo e indefenso, aun subfechándolo en 1946, dice en 1958 que su vestido “era hermoso como una revolución”.
Claro que Memoria de la fiebre es un libro de libros, una compilación, una antología personal, pero lo cierto es que funciona como volumen muy bien estructurado en el que la pasión y la sensibilidad a veces se disfrazan con lenguaje de niña, y de niña–terrible que preferiría parecer “no una muchacha sino un sueño”, pero que de pronto nos sorprende celebrando ser “aquel pecado de volverte un hombre/en el vicio feliz de hacerme daño”. Un equívoco sádico está detrás del neorromanticismo, con respuesta masoquista en algunos poetas, pero que no es la dirección carildeana [10]. En ese volumen se advierte por fin un asunto formal inexcusable: Carilda no es solo un “poeta galante”, o su complemento directo: una “poetisa galante”, sino una maestra de las formas poéticas, en especial de la métrica, y aún más especialmente del soneto, que domina con entero conocimiento y soltura incluso conversacional, solo precedida en la poesía cubana por tales atributos en los sonetos desenfadados de Rubén Martínez Villena. Ahora, además, en este libro muestra su madurez autobiográfica, que viene de la línea de aquel buen poema de autorretrato de Luisa Pérez de Zambrana [11], por fin con un parigual en nuestra lírica en el tan diferente “Carilda”, que debe considerarse como uno de sus mejores textos:
Tengo el cabello rubio; de noche se me riza.
Beso la sed del agua, pinto el temblor del loto.
Guardo una cinta inútil y un abanico roto.
Encuentro ángeles sucios saliendo en la ceniza.
Obsérvese en este fragmento cómo la inteligencia de esta poetisa usa los elementos llamados “cursis” para neutralizarlos con un adjetivo y enseguida rodearlos por un ascenso poético en esos ángeles que salen de la ceniza. Carilda juega con lo cotidiano, conversacionalmente, y ese sentido de la inmediatez resulta el de una muchacha cuya primera impresión es la de la frivolidad de una colegiala que, de pronto, al mirársele a los ojos, denota un grado de hondura de alma tal, que bien pudiera hacer sentir confusión en el amante, en el lector. Eso sobre todo lo logra en sus poemas elegíaco–domésticos en los que, valiéndose de recursos hogareños de la esfera femenina (o tradicionalmente dejados a la mujer), convoca a la sorpresa por una imagen súbita, como aquella al final de “Mi madre”: “Me ha zurcido la herida que llaman corazón”. Yo creo que esto es lo mejor, o al menos el mejor aporte de Carilda a la poesía cubana y latinoamericana: la reivindicación del espacio hogareño femenino, del entorno que por costumbre se le ha asignado a la mujer, para hacer de él poesía. Es un asunto que luego será explotado por la llamada postmodernidad.
En “Llegada de la poesía” Carilda ensaya un poema, ya por sí mismo un magnífico texto, en el que la reflexión, la metapoética, pide espacio de interés en su obra, capacitada para ello. Esa línea madura en los años finales de la década del 50 y alcanza su momento de más notoriedad en 1983, cuando publica Las sílabas y el tiempo. En ese libro, más que en el anterior, su decimario Tú eres mañana (1979), se encuentra mejor que en ningún otro “la otra Carilda poetisa”, dada a temas más allá de lo erótico, pero siempre sumidos en la atmósfera del amor, porque ya decía que ella es una poetisa del amor, incluso cuando trabaja temas llamados de “poesía social” o de clara intención política. La segunda parte de “Madre mía que estás en una carta” sostiene el estilo hogareño de su entorno poético, pero da un paso fuera del hogar, para lograr connotaciones políticas de excelente factura, siempre desde la emoción, de poesía sin duda emotiva, en la que el amor reviste otras significaciones a veces filiales y otras sociales.
Cuando publica en 1984 Desaparece el polvo, advertimos que Carilda no muda su expresión, pero la refina, ahora restándole aquel ya subrayado aire de enfant–terrible, o niña–consentida cubana de los primeros libros, porque la presencia de la mujer madura se impone en los temas sufrientes, en la definición personal ante la disolución o separación del hogar, en el momento político que marca la Revolución entre residentes y exiliados, entre los que se quedan y los que se van. Carilda resuelve esta situación histórica desde el hogar. ¿Cómo si no lo hiciese una poetisa que canta al amor erótico y filial y en la que incluso los temas sociales se revisten de un alto grado de emotividad, de la experiencia personal?, si bien el mejor testimonio de lo que digo proviene del libro anterior, ahora se da con mayor crudeza en el texto desgarrado que es “Una mujer escribe este poema” [12].
Y no hay que darle más vueltas: la poesía altamente emotiva de Carilda Oliver Labra se define por el amor. Él contagia toda otra temática, toda otra mirada poética de la vida. Mas es en el erotismo donde ella alcanza sus momentos climáticos. Carilda sabe como nadie expresar el clímax del amor, y creo que es la única poetisa o poeta de Cuba que puede incurrir en un verso como el que sigue, sin que nadie pueda señalarlo como una grosería: “hazme otra vez una llave turca”, que yo tengo por el verso de mayor desenfado de toda la poesía erótica latinoamericana, en ese “Discurso de Eva” antológico dentro de la mejor poesía sensual que se haya escrito en Cuba.
Por ser poeta legítima, poetisa de cuerpo entero, de corazón militante en el fuego de la poesía, ella transforma lo que en otras manos imitativas puede ser cursi o fugaz o frívolo o demasiado ardiente o excesivo y hasta vulgar, en legítima poesía que se manifiesta mediante lo cotidiano, aprovechando recursos de varias escuelas o corrientes poéticas y filtrándolos todos en su interés elemental expresivo emocional amoroso.
Su amor, como bien fundado en las raíces del corazón, ha de terminar con la muerte. Es el Dios eterno de Eros y Thanatos, que desde la antigüedad clásica griega ya perseguía a poetas y poetisas. El poeta del amor se torna poeta elegíaco. Se repite en nuestra poesía, de otro modo muy diferente, la experiencia desgarrada del amor filial de Luisa Pérez de Zambrana, que en Carilda Oliver Labra vuelve a ser elegíaco, pero desde la pasión erótica. Esto es Los huesos alumbrados (1988) y sobre todo Se me ha perdido un hombre (1991), en cuyos versos elegiacos el amor y la muerte tejen el matrimonio perfecto, que ya vimos en el amor filial con Manrique cantando al padre muerto o con Gabriela Mistral tensa en su emoción de mujer fuerte, y ahora en Carilda desgarrada por la pérdida elemental, la pérdida de la pareja que no era solo recodo espiritual sino lecho ardiente.
La mujer que en Al sur de mi garganta buscaba constantemente autodefinirse, ahora encuentra un vacío del ser: la necesidad de su pareja, el alter ego amoroso, la otredad que vive en ella misma, el otro que es ser en su ser. Cuando a Carilda se le ha perdido un hombre, se le ha extraviado parte de sí misma, el hombre interior, su complemento.
Ahí deja de hablar la muchacha rubia de peinados elevados, que se enfrentaba a la fatalidad de un aguacero. La cita es con la Muerte. Aquel tono elegíaco que desde el principio le motiva bellos poemas, se fue tornando esencial en sus últimos poemarios. Esencial, pero no trágico. Quizás ella está autobiografiándose también en el otro, en el amado inmóvil, en la muerte de su otredad amorosa. Tal vez está expresando la preocupación metafísica hacia la muerte que acompaña a los poetas desde que existe el testimonio de la poesía escrita, pero esta vez sin demasiado énfasis en el yo, porque el dolor la paraliza. No hay un sentimiento de tragicidad o un fatalismo de cerrado pesimismo, porque en ese canto de la muerte del otro Carilda celebra a la vida, a la vivida y a la por vivir sin él. Por eso su preocupación avanza hacia la muerte del otro y no hacia la futura suya inevitable; la muerte del otro es también parte de su muerte, según las reglas con el amor. En definitiva, ya se sabe, en la pugna entre Eros y Thanatos, el amor vence a la muerte.
En tanto, en la vida, la poesía de Carilda Oliver Labra es tan vital, que admite el diálogo, el escándalo de lo cotidiano, el aburrido trabajo de “Un día en el bufete”, y la praxis vital que incluye (en el clamor de su poesía) las acciones menos trascendentes, que son las que conforman la mayor parte (abrumadora) de nuestras vidas: si para un poeta lo trascendente es el acto creativo de la escritura o la imaginación preescritural, para la creadora matancera la poesía se llena de actos cotidianos, repetitivos, olvidables, que es como decimos: vivir es también suma de intrascendencias.
Por ello, el canto de Carilda es positivo, no necrológico, no obstruido por la obsesión mortal. Habrá que decir que su aptitud es un tanto más “vanguardista” que neorromántica, pero asimismo en esto se destaca el sentido de la poesía de la experiencia, de lo cotidiano que acude a lo conversacional, y cuyo elemento poético (de poética) ante la vida es positivo y vital, salido de lo cotidiano y enfrentándose con lo trascendente, con un antitrascendentalismo que resulta ser la praxis emotiva de la vida, cuya finalidad es amar, amarlo todo, incluso a lo que no se debe amar.
Esta antología es muy representativa de los momentos estelares de su obra, e igualmente de todas las líneas temáticas, estructuras formales y tonos en los cuales se ha expresado. Para darle un sentido de trayecto inconcluso, se agregan numerosos poemas inéditos, entre los que sobresalen los sonetos, que Carilda ha sabido cultivar como nadie en su sentido clásico y a la par transgresor por el lenguaje, por su coloquio vivo en estructura añeja. Está muy bien Error de magia, pero no estaría mal que una compilación de poemas de Carilda Oliver Labra se titulase Amor a la vida, porque esa frase resume la intención de su concepto de la poesía.
Notas:
[1] “Si el hombre pudiera decir”, en La realidad y el deseo. Editora del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1965.
[2] Véase asimismo Pasarás por mi vida, selección de poemas de José Ángel Buesa (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1997), preparada y prologada por Juan Nicolás Padrón Barquín, coincidente en el tiempo con la de Ediciones Matanzas, con prólogo de Carilda.
[3] Aparte de ese grupo neorromántico capitaneado por Buesa, otro conjunto promocional se reunió en torno del magazine Renuevo, donde se cultivó una poesía evidentemente neorromántica, un poco apartada del signo de Buesa y con la que no puede establecerse gran relación con la obra de Carilda. Allí se destacaron Ana Rosa Núñez, Ángel N. Pou, José Guerra Flores e Isidoro Núñez, entre otros varios. También recuérdese que la influencia de Buesa y de esta corriente se extendió a las primeras producciones de los que habrían de ser poetas coloquialistas, como Fayad Jamís, Luis Marré, Domingo Alfonso, et al.
[4] Cf. Palabras del trasfondo (Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1987), donde estudio los antecedentes de la poesía coloquialista cubana y en especial el papel de anticipo de los poemas de Florit: «Asonante final» y «Conversación a mi padre», de 1948.
[5] ¿Podrá un día, desprejuiciadamente, señalarse que ese fue el primer libro significativo y de ruptura de una nueva promoción de poetas nacidos entre 1925 y 1930, y vincularlo más a los logros de la llamada Generación del 50, y en ella a los mencionados Baragaño y Branly? Véanse las alusiones al respecto de la nueva promoción (que él considera “de Orígenes”) en Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, al final de la “Decimoquinta lección”.
[6] Cf. el estudio particular dedicado a Carilda Oliver Labra, y la caracterización de tal corriente en mi libro Palabras del trasfondo (ed. cit.)
[7] Hay que recordar que a la sazón ya Carilda se había doctorado en Derecho.
[8] Ya habíamos advertido que los Cuadernos Isla toman su nombre de la revista homónima Isla, 1955–1959, editada por la ONBAP (Organización Nacional de Bibliotecas Ambulantes y Públicas), cuyo grupo rector fue eminentemente neorromántico, con Buesa como figura principal.
[9] Como se ha dicho, jamás se ha realizado un estudio de fondo en torno al neorromanticismo cubano, sobre el que pesan tantos prejuicios valorativos. Por ello, hay que subrayar que tanto Carilda Oliver Labra como la injustamente poco estudiada Pura del Prado son las dos figuras femeninas de mayor realce de esta corriente lírica.
[10] Recuérdese también que es época de auge del “bolero” en toda América Latina, de letras tan monotemáticas como el neorromanticismo poético, y con algunos textos cuyos temas abordan amores fatales, obsesiones, diferencias de edades entre los amantes, oposiciones, abandonos… igualmente explotados por la coetánea novela radial (una de sus lumbreras, Félix B. Caignet, fue, asimismo, un versificador neorromántico).
[11] “A mi amigo A. L.”, cuya primera versión es de 1857. Dedicado a Antonio López, cuando quería retratar a la poetisa “en un pedestal coronada de laurel”: … “No me pintes más blanca ni más bella;/ píntame como soy, trigueña, joven,/ modesta y sin beldad; vísteme solo/ de muselina blanca…”, bello poema que al fin resultó un magnífico retrato de cubana…
[12] Por tratarse de un estudio que se coloca como prefacio de una amplia selección de poemas de la autora, ahorro aquí las citas directas, que el lector debe buscar, si lo desea, en los textos señalados y antologados.
Tomado de Error de magia. Carilda Oliver Labra. Editorial Letras Cubanas, 2000.