La fuente del arte es la experiencia, el punto final es la verdad, y lo que se refleja tiene que ser una vida con una inclinación a ofrecer sus revelaciones más lúcidas solo bajo cierta luz. Semejante aserto de Louise Glück permite el paso por esta novela testimonio, novela de iniciación, que Gertrudis Ortiz Carrero (Tula) ha escrito bajo el título de La estación encantada [1] sobre el hermoso y difícil oficio de enseñar y convertirse en maestra.
Cuenta Tula sobre su inclinación desde pequeña hacia este arte, hecho que culminaría en su formación como maestra makarenko en Minas de Frío y Topes de Collantes, y su graduación y ejercicio en La Habana. Es ella parte de esa generación histórica que se entregó para salvar la enseñanza en nuestro país en la década del sesenta.
“Su historia al respecto, desde corta edad hasta el momento en que se titula como maestra, se cuenta en estas páginas a través de una prosa ágil y clara, de encanto evocativo e incitador de la curiosidad”.
Advierte así lo crucial de su madre en el comienzo de este camino en el que la niña estuvo siempre “cerca de sus ojos” (p.12). Porque en su caso “batea, lunes, madera, patio, lápiz, papel y mami fueron mis juguetes preferidos” (p.13). Da cuenta de su vocación primera cuando confiesa: “Desde entonces, antes del crecimiento físico, cuando aún no lo sabía, estaba creciendo en lo invisible el credo de mi vida: ser maestra” (p. 14).
Su historia al respecto, desde corta edad hasta el momento en que se titula como maestra, se cuenta en estas páginas a través de una prosa ágil y clara, de encanto evocativo e incitador de la curiosidad. Abarca la magia de los recuerdos descubriendo cómo fructificó el árbol de la escuela, el árbol de la enseñanza.
El capítulo termina con una insinuación vuelta ansiedad hacia lo que vamos a conocer después. Al leerla se siente a la adolescente frágil y rebelde que se asoma al mundo. Entonces desfilan ante nosotros seres de carne y hueso donde su evocación es puro homenaje: Ana Julia Morales de Setién, Pilar Banguela, Guillermo Venancio Abdul, Pedro Alomá y Roberto Núñez, maestros formadores.
“Se dice en el libro que el maestro debe ser un artista”.
También, la manera en que un niño descubre el racismo (pp. 32 – 33), sin hacer falsa alharaca de denuncia y activismo, el paladeo de los vocablos en los que está el mundo, donde el triunfo de la Revolución cubana es el telón de fondo de aquellos acontecimientos nuevos, de aquel descubrimiento.
La autora hace un recuento de aciertos, aptitudes, fracasos que a esa edad temprana se viven como culpa inolvidable, de lo valioso y equivocado de aquellos días: la celebración de la fiesta de 15 de las muchachas con los que se portaban bien, no con sus amigos.
En Topes de Collantes las prohibiciones y la estricta disciplina
instauraron la desconfianza, porque se ganaban méritos
si se decía lo que otros hacían mal. Lo peor de las enseñanzas
de A. S. Makarenko se apropió hasta del aire en la montaña.
[…]
Hoy, con una historia llena de páginas gloriosas y de ejemplos
muy dignos, las asociaciones creadas en su juvenil inexperiencia
se recargaron de tareas colectivas y dejamos la niñez, la adolescencia,
con azotes que nos dolieron muchísimo. (p. 63- 64)
Es contradictorio, justifico los errores que se cometieron
por lo menos en el terreno que me era cercano, desde mi perspectiva
de alumna, por la inexperiencia o porque quienes los
cometieron, quiero pensar que creían que así se hacía también
revolución.
No es menos cierto que había una preocupación por que
fuéramos más instruidos y más cultos, pero con métodos como
aquellos se deformaron muchas personalidades; crecieron en
medio del miedo, la rebeldía o la simulación. (p. 74)
Lo quemante y lastrador del exceso de disciplina, la sobreestimación del papel del colectivo, y conceptos de makarenko extrapolados y aplicados de manera mecánica en nuestra enseñanza de aquella época. (p. 86). El poco reconocimiento social de manera general de los errores que se cometieron en la educación (pp. 127 y 128), como la exigencia del casi inexcusable cien por ciento de promoción.
“Al leerla se siente a la adolescente frágil y rebelde que se asoma al mundo”.
Estas páginas, con exergos a los capítulos que constituyen estímulos poéticos a la lectura o razonadas evidencias que dan orlas a su marco, indican con vehemencia y eficacia literaria algo que la autora llega a decir, que “la persona con más importancia, con más autoridad es el maestro” (pp. 117 – 118), y establece una metáfora entre la hoja en blanco del escritor y el primer día de clases, donde el profesor ignora todo de su aula, de sus alumnos.
Se dice en el libro que el maestro debe ser un artista. ¿Qué si no, sino dominio del escenario es lo que tiene este que mostrar cuando se levanta y se mueve de un lado a otro en el aula, con la verdad y la belleza unidas, como pedía Martí?
Entonces habla de un esqueleto con el que saldrán los alumnos de sus clases a poblarlo de carne, savia y sangre, con las sucesivas lecturas y el posterior aprendizaje del mundo. Todo eso me hizo recordar las palabras de mi profesor universitario Salvador Redonet cuando decía: “aquí ustedes reciben rudimentos, técnicas de aproximación, orientación de lecturas, después tienen toda la vida para materializarlos.” Se nos quedan instantes, lances, decisiones, porque quizá eso bueno tiene la novela, la literatura: ver a la persona, al personaje, al ser querido en su oleaje, como el mar manifestando, ornando, conformando.
Nota:
[1] Gertrudis Ortiz Carrero (Tula). La estación encantada. Editorial Letras Cubanas, Formato E pub, La Habana, 2022. Pocas veces acepto reseñar libros que me indiquen o me entreguen, pero esta vez asentí pues algo supo ver la autora de la novela en mí, digno de su obra, o al revés, algo de la novela que había de ser sublime para mí, y eso es importante: no desilusionar la estela que se forma de nosotros el lector.