Hay seres que parecen inmortales. Inmoribles. Uno de ellos, sin duda alguna, es Ambrosio Fornet. Pocho, siempre tan querido, siempre dulce, siempre sabio y complaciente, es una criatura imposible de olvidar. La frase, atribuida a Senel, “no hay cuentos malos desde que existe Ambrosio Fornet”, más allá de la gracia que genera, demuestra varias cosas: la facilidad con la cual nos acercábamos a Pocho quienes pretendíamos comenzar a escribir, y la certeza de que ese hombre erudito nos iba a atender, nos escucharía, leería nuestros textos y nos ofrecería los mejores consejos del mundo. Así era de inmensa su generosidad, y así nos acompaña su sapiencia, su sonrisa, su modo discreto de vivir. El dolor de su partida es francamente enorme.
Aunque pretenda ocultar mis vínculos personales con él, con Silvia, con sus hijos, sobre todo con Jorge (una especie de hijo intelectual de Roberto, a quien confió la dirección de la revista Casa) y con Zaida, sería deshonesta si no dijera que, como casi todo en la vida, les debo a mis padres el inmenso privilegio de haber conocido y amado a Pocho. Silvia y él, presencias constantes en nuestra cotidianidad, fueron y son miembros de la familia imbatible que comparten quienes fundaron la Casa de las Américas y la han llevado adelante como se conduce una fragata. En las tempestades, en la calma, en las batallas y en la paz, Pocho y Silvia, desde cubierta, a cielo abierto, con el sol de frente, han estado siempre, y estarán.
“Buen viaje a la eternidad, queridísimo nuestro”.
Te despido, Pocho nuestro, agradeciéndote la bondad de tu alma generosa, íntegra, sin más consuelo que el de imaginarte ahora mismo reunido con Adelaida y con Roberto, como solían hacer ustedes: intentando arreglar el universo, mientras reían y lanzaban salvas de porvenir. Buen viaje a la eternidad, queridísimo nuestro.