A título de buen criollo (eso al menos creo yo) se gusta el béisbol, o dicho de modo más cubano, la pelota. Me gusta el dominó, aunque a veces me ahorco el doble nueve; me gusta el ron, sin que desdeñe por ello un vaso de bon vino, a la manera de Berceo. ¿Qué más? Ya nadie lleva dril blanco ni zapatos de dos tonos, pero aunque los hubiera no los usaría. Pues en el vestir amo los colores discretos: gris oscuro, azul oscuro también. A lo que añadiré que me gusta muchísimo el consabido par con arroz blanco y el bistec con papas fritas.
Sin embargo, por ahora no hablaré más que de pelota. Empezaré diciendo que en mi niñez camagüeyana fui almendarista y siempre mantuve esa militancia, aun cuando supe, por boca de mi tío, ya en la capital del país, que el trapo azul era equivalente a aristocracia, y que la gente del pueblo simpatizaba en su mayor parte con el Habana.
Lo cierto es que tratárase de cualquiera de los dos “eternos rivales”, y del Fe, que con los alacranes y los leones formaban el campeonato “nacional” (mucho más tarde vendría el Cienfuegos), todos eran clubs compuestos de jugadores cubanos, salvo cortísimas excepciones: Marsans, Almeida, Hungo, Violá, Romañach, Palmero, Luke, Méndez, Joseíto Rodríguez, Cueto, Strike González, Acosta, Calvos… ¡Tantos y tantos! Yo los amaba, saltando por sobre las limitaciones partidarias, y en cada uno de ellos veía un motivo de orgullo nacional.
Con el tiempo, la influencia yanqui, como en todo, se nos metió en la pelota. Ustedes dirán que al fin y al cabo eso era de esperarse porque se trataba de un pasatiempo nacido en tierras de Walter Johnson. Tal vez no digan nada, o tal vez estarán de acuerdo conmigo en que el béisbol, deporte nacional de origen norteamericano, se norteamericanizó demasiado…
De todas suertes el hecho es que a medida que cada team fue convirtiéndose en un negocio mondo y lirondo, la cubanidad se esfumó a pasos medidos y pasos contados, hasta que los clubs no tuvieron de cubanos más que el nombre. Sí, ahí estaba el Almendares, o el Habana, o el Cienfuegos, pero desde el pitcher hasta el último fil nadie había que hubiera nacido a orillas del tierno río habanero, o en algún sitio de esta Isla más o menos cercano al Caribe. Leer la reseña de un juego de peloteros “cubanos”, entre clubs que estaban discutiendo un campeonato “nacional”, era como leerla de uno celebrado en cualquier stadium yanqui. (Smith lanza, y Taylor pega de rolling a Patterson, que tira rápidamente a Wilson, el cual realiza el último out de la tarde. Harding, Gilpatrick y McMillan quedaron en las almohadas sin poder anotar…)
¿Era así o no lector? Usted sabe muy bien que era así.
En esto pensábamos ayer leyendo la reseña del juego en que quedó inaugurado el campeonato nacional de béisbol. Al modo que acontece con las demás actividades de la vida cubana, también en la pelota hemos vuelto a ser nosotros mismos. Ahora los peloteros se llaman Bécquer, Abreu, Verdura, Rodríguez, Ramírez, Font, Pacheco, Echevarría, Valdés, ¡Pérez! Son criollos de pies a cabeza, gentes de nuestro idioma y nuestra sangre, que no han menester llevar nombres raros, terminados en doblevé o en equis para jugar tan buena pelota como si hubieran nacido en Polo Grounds… ¿Acaso Méndez necesitó llamarse Joe para blanquear a los elefantes de Connie Mack?
En fin, señoras y señores, que esto es hermoso. Hermoso y emocionante. Tan emocionante y hermoso como cuando tomamos a nuestro cuidado los centrales azucareros o nos hicimos cargo del ferrocarril central…