Pedagogía de la verdad (II parte)
18/9/2017
En Cuba las circunstancias marcaron el desarrollo. Pretéritamente, el saber colonial fue monopolizado por jesuitas, franciscanos y dominicos durante los primeros siglos de dominación española. Trescientos años trascurrieron para que el gobierno colonial implantara un sistema educacional en la Isla.
Ello solventó un diseño carente de sistematicidad y profusamente desprovisto de bases científicas. Las limitantes teóricas derivaron en continuadas disecciones ideológicas y sociales. Sirvieron a su vez como nutrientes para la intención transculturizante del proyecto colonial.
Bajo dominio o supervisión española aparecieron morosamente las instituciones escolares. De forma apresurada colaboraron con la amorfia estructural de la economía y con el acomodo de los juicios de una parte considerable de los que se estrenaban como criollos.
En los predios del latín y en los dominios del positivismo se desarrollaron las primeras batallas resueltas a proyectar un pensamiento autóctono. Tener la enseñanza constituyó un imperativo fundador para conquistar la Nación. “Tengamos el magisterio y Cuba será nuestra” [1], había alertado uno de los imprescindibles padres de aquella generación.
José Martí irradió la segunda mitad del siglo XIX. Nació en el mismo año en que Varela moría exiliado, 18 años después de la defunción de José Agustín y nueve años antes del fallecimiento de Luz. Sistematizó las doctrinas de aquellas corrientes. La educación, aseveró, era “…el único modo de salvarse de la esclavitud…” [2].
Su enfoque será el de lograr una educación para la vida. Con total intención apuntalará las bases de una propuesta ontológica y epistémica, estrechamente comprometida con un saber totalizador, integral y defensor de la verdad.
En uno de sus discursos en 1879 [3] precisaba el ejercicio del criterio como destructor de los ídolos falsos y guardián de los dioses verdaderos. Vínculo transicional y puente tendido al futuro. Abrió paso a una producción teórica comprometida con lo que denominaríamos luego un pensamiento para la liberación. De manera fundamental contribuiría a replantear los caminos del conocimiento, la sagacidad ante las circunstancias y el carácter científico de la enseñanza.
“La educación debe reflejar y estimular los cambios que resultan de las
transformaciones revolucionarias”. Foto: Cubadebate
La república neocolonial, inaugurada en 1902, procuró secuestrar la transitividad crítica [4] de las generaciones que recibían el siglo. Fue un laboratorio para la fase experimental de la naciente globalización. Una parte considerable del proyecto escolar se concibió a lo made in USA.
Contrario al enfoque prevaleciente en la enseñanza de nuestra historia en la actualidad, el éxito de la hegemonía de los EE.UU. no fue solo una función del control político y la dominación militar, sino sobre todo una condición cultural [5]. Norteamericanizar, ahuecar las bases del pensamiento social, asomó como una expectativa confirmada.
El imaginario simbólico que arropó el independentismo impuso para dicha de la Nación una nueva etapa de resistencia. Las instituciones docentes tuvieron una alta cuota de responsabilidad en la forja de un componte cívico que fuera escudo y espada. En las peores circunstancias, la labor de los maestros —sobre todo los normalistas— aseguró la memoria social en los sectores populares.
El rescate de la historia y la veneración de las insignias de la Patria encontraron espacio en los modestos recintos. Por solo mencionar un ejemplo, a partir de 1909 los niños juramentaban defender la bandera en el inicio de cada curso escolar. El impacto en el tejido espiritual fue consustancial. Un decreto presidencial firmado en julio de 1910 por José Miguel Gómez reclamaba que el acto no se convirtiera en “fiesta sentimental” [6].
Serán los sentimientos la estrategia para la protección de nuestro capital simbólico. Al allanar el camino para el desarrollo de un nacionalismo cubano de contenido popular e ideas radicales, los maestros se vigorizaron ideológicamente. En el combate contra el anexionismo se prepararon los conectores que reiniciarían la nueva etapa de la Revolución.
Marcar posiciones ante el planificado utilitarismo de los contenidos no fue como pasear por alamedas. Confrontar al Estado para exigir el carácter laico o la regularización de la enseñanza privada, confirmó aquel desafío. Figuras de la vanguardia intelectual personificaron las polémicas. Entrada la década del 20, Enrique José Varona, Ramiro Guerra, Don Fernando Ortiz, Arturo Montori o el propio Julio Antonio Mella engrosarán la extensa lista.
He de significar, por el propósito de este ensayo, algunos temas singulares. En el seno de esas tendencias se situaron reclamos simultáneos de mucha actualidad. Una enseñanza de la historia “completa y profunda”, vencedora de las limitaciones de los usos políticos exclusivos y de la memorización como método de aprendizaje, figura entre ellos.
En una de sus conferencias Ramiro Guerra señalaba la importancia de enseñar la historia:
(…) de lo que somos y de cómo hemos llegado a serlo; la que expresa el hondo sentir nuestro, expansivo, generoso, humanitario, la que refleja las concepciones de nuestros pensadores, de inteligencia viva, lúcida, penetrante, omnicomprensiva, la que escriben día por día en nuestros campos, que fecunda el sudor de sus frentes, nuestros campesinos sobrios, pacientes y buenos [7].
Con marcado carácter crítico y sin metodologicismos estériles, el rol de las instituciones de enseñanza para con la división sociológica de toda la sociedad fue como nunca antes percibido. El arrojo por la transformación de la Universidad aspiró a confirmarlo.
Los cambios en la esfera internacional condicionaron la reformulación de algunas visiones. Sin embargo, la discusión que rodeó de manera permanente el fenómeno educativo, no perdió nunca el ángulo de encontrar el rumbo para una mejor contribución a un proyecto independiente de país.
El estudio liberta la tierra/ El estudio hace al pueblo capaz/ Para ser el primero en la guerra/Para ser el primero en la paz [8]. Así rimaron algunos de los versos del himno escolar cubano. Para entonces la capacidad del pueblo solo podría radicar en el combate cultural y político contra el propósito neocolonial.
Cien años después sería extremadamente ingenuo interpretar aquel pensamiento limitándonos solo a sus aspectos pedagógicos. Los relieves culturales, los detonantes ideológicos conformaron indisolublemente su lazo con el tiempo y sellaron sus particulares herejías.
Vencerse más bien a sí mismo que al mundo, había señalado Descartes. En ello radicó el esfuerzo del magisterio que se comprometía con el futuro de la Patria. Ante la voluntad por destronar la mentalidad burguesa con los nuevos postulados científicos se hizo visible el hecho cardinal de anteponer la revolución social a la educativa.
Aprender a leer significó siempre aprender a juzgar. Por eso, más del 45 % de los cubanos eran analfabetos cuando el movimiento socialista de liberación nacional triunfó en 1959. Encabezada por Fidel, la joven revolución concibió como condición indispensable combatir el subdesarrollo del país y modificar los desgastados cimientos de la sociedad. Se establecieron así los soportes para una auténtica epopeya cultural.
No es posible abarcar integralmente el salto considerable que nos permitimos junto a los efervescentes acontecimientos. El propósito rebasó los ya prodigados enfoques cuantitativos.
Por vez primera existió la firme intención de entender las soluciones a las problemáticas del hombre y la mujer como consustanciales al avance de la Revolución. Transfigurar sus circunstancias sociales proyectándolas desde la clase ocupó el esfuerzo y los nuevos intentos pedagógicos.
En el año 1971, la Declaración del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura [9] aclaraba que:
La educación debe reflejar y estimular los cambios que resultan de las transformaciones revolucionarias, tanto materiales como de conciencia; (…) debe resumir, orientar y profundizar la creación de un hombre nuevo, de un pueblo nuevo, que a la par que se desembaraza del lastre del pasado, sea capaz de crear conscientemente condiciones superiores de existencia individuales y sociales.
Para instrumentar la progresiva transformación y creación de un hombre representativo del futuro, se requerirán medidas de integración de todos los niveles, lo que supone el estudio y aplicación de planes y programas que respondan a esa finalidad y no sean modificados con excesiva frecuencia (…) La función del maestro en nuestra sociedad socialista tiene una extraordinaria significación (…) su responsabilidad fundamental es la formación ideológica de las nuevas generaciones. Debe, por tanto, poseer cualidades relevantes y ello obliga a establecer rigurosas normas para la selección del personal que accede al ejercicio de la docencia…”.
En el propio evento, trascendental y único de su tipo en la historia de la Revolución, se precisaron otros aspectos que debían perfilarse en el modelo educativo: la necesidad de emprender con sistematicidad los debates y enfrentamientos críticos a todos los mecanismos de expresión de la ideología burguesa; el desarrollo de las actividades artísticas y literarias en los centros escolares; los vínculos estrechos con la producción, legitimando el nexo entre el estudio y el trabajo; el rol de la familia y su participación directa en las actividades realizadas por los planteles. Todos fueron aspectos altamente discutidos por los delegados al evento y ratificados en la declaración final.
Panel Persistencia del Bloqueo de Estados Unidos contra Cuba. Actualidad y Consecuencias,
durante el encuentro internacional por la unidad de los educadores Pedagogía 2017,
en el Palacio de las Convenciones. Foto: Marcelino Vázquez Hernández / ACN
La concepción que germinaba debía hacerlo con elasticidad y espacio abundante para todos. Con sensibilidad para conquistar y no dejar a nadie abandonado a su destino. Con solidez científica para generar ventajas en la lucha seudocultural. O no podría cumplir con sus propósitos.
Durante medio siglo el enfrentamiento entre dos culturas contradictorias ha tenido lugar en las aulas cubanas. Cuando se ha omitido, fragmentado o devaluado el argumento, hemos estado más cerca de ceder ante el desafío.
La otra cultura, nueva por definición y por su propuesta revolucionaria, ha requerido hasta hoy sobreponerse a incontables altercados. Desprender el quiste del tradicionalismo de nuestras acciones no ha sido, podríamos afirmar, una tarea exitosa. Todo ello viene a ratificar una abundancia de consecuencias graves, y también de experiencias valiosas desatendidas que se conjugan como exigencias vitales en la actualidad.