Parrandas, narrativas y demonios
La historia de la cultura cubana recoge momentos en los cuales ha habido una reconformación de lo identitario. Son esos aspectos de la nacionalidad en los cuales se inscribe un proceso complejo de origen y de desarrollo de lo que somos como país. Quizás esté poco estudiado el nexo que existe entre ese acrisolamiento criollo y el inicio de las parrandas como complejo festivo y patrimonial allá por 1820 en San Juan de los Remedios. Esa dinámica, dada a partir del papel de la religión en aquella sociedad como elemento aglutinador, se fue derivando hacia un paganismo popular en el sentido de la participación, de los imaginarios y de la creación de una psicología social de las ciudades en las cuales se formó como procedimiento del alma colectiva.
Las parrandas no solo son la competencia de barrios que poseen una música, una simbología o una determinada narrativa cultural, sino que cuando se mira el fenómeno en su conjunto se avizoran marcas identitarias de lo que queremos ser como pueblo. Es el anhelo aparejado con la utopía lo que sostiene la vida y le alarga incluso sus estadios agónicos. En sí, las parrandas no pueden inmovilizarse, ni colocarse en una vitrina y por eso sus oscuridades forman parte de su luz y frescor vitalicio.
Cuando en la Cuba de la primera mitad del siglo XIX ya se estaban formando elementos de identificación con lo que se conoce como nación y teníamos pensadores ilustrados que daban en su conocimiento con una racionalidad propia, marcada por el sol y los dolores de este trópico, las parrandas iniciaron su andar por las madrugadas remedianas. Y fue en esa villa, alejada de los centros urbanos más concurridos, en la cual siglos antes se había dado un proceso conflictivo en torno a la permanencia o no en el sitio, a la identidad o no con una patria chica.
“(…) las parrandas no pueden inmovilizarse, ni colocarse en una vitrina y por eso sus oscuridades forman parte de su luz y frescor vitalicio”.
Esa pelea cubana contra los demonios del siglo XVII no solo mostraba la complejidad de Remedios, sino la génesis de lo que sería luego un lugar de reconformaciones, de expansiones y de crisol cubano. Hay quien ve en las parrandas una continuidad de lo que aconteció en la villa con el padre González de la Cruz y los muchos exorcismos a los demonios. De hecho, las autoridades coloniales, en su reacción contra lo criollo, llegaron a calificar a los ruidos de los primarios parranderos como infernales. Fue bajo ese signo de lucha, de oposición, que los criollos remedianos se entregaron a la interacción con una esencia que los sobrepasa y que llega a ser el centro de toda una región.
Ahora bien, ¿qué otra cuestión habría que tener en cuenta en la conformación de las parrandas y en su evolución hasta nuestros días? Su carácter popular, que fue capaz de borrar la huella clasista de esos momentos y trasmitir una hermandad que era cultural y que iba más allá del poder adquisitivo, del estrato, del lugar en que se nace. Las parrandas dieron la oportunidad de nivelación a generaciones de desclasados y a la vez fueron el instrumento para que se propiciara un acercamiento de las clases más acomodadas a la esencia poblana de la nación.
Eso no solo se dio en Remedios, aunque hay que anotar que, desde 1820 hasta 1850 hubo un periodo de formación de las identidades barriales que es exclusivo de esa villa y que solo luego se extiende ya con ese rostro al resto de los sitios de la región. En ese proceso se dieron resistencias, choques, rebeldías, servilismos, mercenarismos incluso como parte de la adaptación de las parrandas a una sociedad en la cual primaba el mercado y la incipiente burguesía nacional.
Todo eso está en el sustrato de los barrios, incluso en la masa y la identidad de quienes militan en uno y otro lado. Las parrandas y su maravilla no solo fueron capaces de beber de todo eso, sino que transformaron lo que era oscuro y triste en una oportunidad para que se dieran los vehículos del desarrollo.
Las parrandas llegaron al siglo XX como parte de una modernidad en la cual se estaba expresando el cubano con sus contradicciones y eso se puede ver en los temas de las carrozas y los trabajos de plaza. Por ejemplo, recién inaugurada la independencia se hizo en San Salvador uno llamado “Cuba Libre”, que era una especie de reafirmación de la civilizad y los sueños martianos del momento. A la vez, funcionaba como una respuesta del pueblo a la ocupación norteamericana y la medianía de esa república que estaba naciendo con un apéndice y con la espada de Damocles de un país más fuerte a las puertas con la inminencia de otras intervenciones. Ese trabajo de plaza se conserva en forma de maquetas y aún las personas lo narran como parte de la gloria de las parrandas y de la oposición de la gente común a los sucesos que más le atañían desde la política concreta. Es allí donde funcionan aún los resortes de la vida de las parrandas, que no paran de enfrentarse a la realidad con otras propuestas e interpretaciones, otras visiones y abordajes.
Y es que, en este procedimiento de la vida de toda una comunidad, el remediano era como una esencia de lo que luego iba a generalizarse en la identidad central. Estaba aquello en una conformación y en un suceso de índole raigal que no solo se valorizaba a partir de la precariedad y de los choques, sino de las concurrencias, las coherencias, las concordancias no siempre populares. Para que las parrandas vivieran se dio una permanencia del clasismo y de los bailes, de las señoritas de sociedad, de los dineros de los comercios más relevantes, de las personas de mayor jerarquía; todo lo cual fue marcando para bien o para mal un rostro que llegado a la década del cuarenta del siglo XX se parecía al del país. Estaban las mismas contradicciones, las mismas fechorías y la misma sana conducta de una gran parte de los hacedores, de los artistas, quienes desde lo popular sentían por el fenómeno y eran capaces de quitarse algo vital para que se diese la fiesta con la calidad soñada.
Temas como el de la democracia, la paz, el fin de los choques internacionales, la recordación de Martí y de los próceres, el debate en torno a la identidad nacional; eran recurrentes. Así, en el centenario de la bandera cubana, ambos barrios de Remedios les dedicaron sus trabajos de plaza y ello habla mucho sobre el diálogo de las parrandas con lo propio y con lo universal, así como del quiebre que puede existir en esos aspectos más agudos, de mayor riqueza si se quiere. Ya antes, en plena caída del Machadato, tanto San Salvador como El Carmen habían situado dos toscas plantas de los campos circundantes como protesta ante la situación sociopolítica. Se trataba de una interrelación con lo que nos define que se salía de lo simple, que era capaz de interpelar, de chocar, de hacer de esto algo diferente. Tanto el suceso de la bandera cubana, como la lucha estética contra una dictadura nos deben servir de muestras de cómo las parrandas no solo expresan un código visual efímero, sino que intentan en su posición de cultura de masas, la transformación y la liberación de aquello que no constituye un paradigma emancipador.
Las parrandas se vivían con jocosidad, pero a la vez eran un elemento serio, en el cual se reafirmaba la normalidad de un grupo social ante sí mismo y ante el resto del sector socioclasista. Cada quien quiere sentirse parte y protagonista de una manera de hacer teatro popular que legitima a sus artífices.
No solo hay que hablar de los ejemplos en cuanto a elementos artísticos, sino ir a la iconografía básica de los barrios. El uso de animales de la fauna criolla, de los colores de la bandera cubana e incluso del triángulo de la misma (en el caso de la enseña del barrio El Carmen), nos hablan de una fiesta que se hacía con la mayor seriedad y que incluso imitaba maneras de entender la patria desde su microcosmos. La gente sufre y ama por su barrio, es capaz de dar riquezas personales, de entregar el techo de su casa, los muebles, incluso de pedir dinero prestado, para que en la noche de las parrandas salga la carroza de sus sueños. Se sabe de matrimonios perdidos y conformados en torno a los festejos, se conoce de vecinos que rompen su amistad por esos días y llegan a una hostil posición sin que ello nos resulte extraño o irracional.
Hay que ir hacia ese interaccionismo simbólico que demarca el accionar de un festejo en la identidad de la cultura cubana y de esa forma comprender en el presente la complejidad de las parrandas. Se trata de un trabajo de arqueología del saber social, en el cual no solo cuentan las buenas intenciones, sino la reconstrucción del sentido de lo cubano y el hacer una vía expedita en la cual los actores sociales se reconecten con aquellos hechos de antaño. O sea, las fiestas no versan sobre cuestiones baladíes ni se envuelven en un halo de autocomplacencia, sino que hay allí una visión crítica de la realidad y ello permite que se creen mecanismos de remembranza, de respiro desde el punto de vista de lo económico y de hacer menos asfixiantes la carencia de las cosas que provienen de lo material. Las parrandas son como una venganza del pueblo más llano cuando ve que no puede acceder a una felicidad concreta, entonces en la utopía lleva adelante los anhelos, los sueños y de esa manera se prepara para el cambio.
Hay que anotar que las parrandas, además, aglutinan los errores, las interpretaciones fuera de lugar y las distorsiones; y es que en ese ejercicio de democracia no discriminan y a veces incluyen aquello que las daña. Precisamente, como parte de la evolución dialéctica, se da un procedimiento de decantación de prueba y error que las lleva en ocasiones al fracaso momentáneo. Así, cuando se estaba produciendo todo el auge de los vuelos espaciales y los intercambios entre las comunidades científicas que estudian el cosmos, San Salvador hizo una carroza que abordaba el tema, pero con tanto desacierto que no se volvió a retomar en largo tiempo ni la temática ni el estilo y eso determina también una discursividad y una relación con el entorno concreto de las fiestas o sea con las condiciones de su realización.
Las parrandas se extienden por el mundo, abandonan los contornos de la plaza de Remedios, ese ambiente colonial que es a la vez bello, pero carente de otro matiz posmoderno.
Así, los horizontes se amplían a partir de las redes sociales, de la realización del evento en otras partes del mundo, en las cuales existen comunidades de emigrados. Las fiestas de esa forma se retroalimentan de una crisis universal que tiene que ver con los paradigmas que construyen las nociones de verdad, realidad, interacción simbólica, construcción social. En ese éxodo, que lastra lo que constituye el núcleo original, se dan retornos, retrocesos, procesos complejos de nutrición del fenómeno, rebeldías, recomposición de fuerzas, derrotas, victorias con sabor a escaramuzas.
“Hay que ir hacia ese interaccionismo simbólico que demarca el accionar de un festejo en la identidad de la cultura cubana”.
Para mayor crisis, hay que decir que las contradicciones enriquecen a la tradición con las rupturas de las formas que la contienen. O sea, en esa pérdida, en ese vencimiento, las parrandas son capaces de volver sobre sí mismas y hacerse más fuertes y resilientes. Las poderosas corrientes que la mueven usan los nudos para erigirse y construir nuevas maneras de entender el proceso de participación ya no desde la presencialidad, sino en el virtualismo de una democracia rara, real, efímera.
Así, concluido el periodo de la pandemia de la COVID que fue como un parteaguas universal, las parrandas resurgen en medio de su fuerza contenida y pareciera que se conectan con aquellos orígenes no ya de la primera mitad del siglo XIX, sino de aquel episodio de los demonios, en el cual la permanencia era un acto de heroicidad. Un personaje popular, el famoso Majín del barrio El Carmen, salía en la mañana del 24 de diciembre disfrazado del virus encima de uno de los bicitaxis de la ciudad. La desacralización y la risa eran los recursos que le permitían al pueblo responder a la pérdida de tantos seres queridos y de ese vacío emocional que parecía era interminable. Pero una vez más las parrandas estaban ahí como ese teatro que sirve para la representación y el exorcismo, para ahuyentar a los demonios y darles un rostro menos horrible, quizás para vencerlos en medio de la contienda cultural.
El retorno resiliente tras la pandemia no solo abre un nuevo ciclo que ahora mismo está vigente en la historia de las parrandas, sino que cierra una manera de entender la tradición vinculada al mecenazgo del Estado. Desde las transformaciones sociales profundas que han venido después, la fiesta vuelve a un sistema de donaciones privadas que la sitúa una vez más en la dinámica de los orígenes. Se mantiene la política cultural de las instituciones, pero lo que se está viendo es cómo la relación conflictiva entre las parrandas y su tiempo sirve como un acicate para el crecimiento.
Así, si bien la dinámica dialéctica es la misma, no existe un cierre definitivo en la evolución y en esa obviedad se inscribe la tradición de las parrandas.
La pandemia no es el único ingrediente que moviliza a las fiestas, sino la crisis global que relocaliza las tradiciones y que sitúa los capitales volátiles allí donde hay oportunidades de crecimiento económico. Eso abre para las parrandas una perspectiva a partir del turismo, que aún es solo una aspiración debido al estado precario de la industria y a la no imbricación orgánica con el fenómeno cultural. Experimentos como el de la cerveza Parranda no se han puesto en función de una real indagación y de un beneficio directo hacia la cuestión de la propia fiesta, lo cual enajena los mecanismos de desarrollo logístico y los coloca por fuera del debate.
La tradición puede tener una nueva temporada de renovación y de expansión, pero solo si logra aunar las partes que hoy la componen y que son de naturaleza disímil y hasta contrapuesta. Por un lado, lo particular y los capitales personales, por otro el Estado; por un lado, la construcción de un espacio para el crecimiento de grupos específicos y por otro el reto de seguir haciendo un fenómeno inclusivo, propio de mayorías. Pareciera que el debate de las parrandas es el mismo de la sociedad cubana, solo que los matices y las soluciones pudieran concretarse en el campo de lo cultural, sin que los choques lleguen a ser traumas que dañen la esencia.
Creo que las parrandas van a lograr, a partir de su propia sustancia, ese punto de encuentro entre las fuerzas opuestas y que allí se harán proclives a un auge que las recoloque. O sea, no hay que dudar de la manera en que históricamente han resuelto tales diferencias, más bien tenemos que participar en esa reconexión constante con el pasado que nos permite conocer el próximo camino. Es en esa sustancia, que se puede catalogar de metafísica e intangible, en la cual las parrandas perviven y en la cual logran que los ingredientes al final coexistan. Se trata de su origen, de ese núcleo que permitió la igualación de sujetos de diversas clases y pensamientos. En ese sentido las fiestas pueden servir de vehículo de diálogo y entendimiento desde la diferencia, de conflictividad creativa y de comprensión desde la diversidad.
Ya se ha llegado a una sedimentación de saberes que no solo están en los oficios, sino en la gobernanza misma de las parrandas. Eso nos permite como partes de la tradición hallar soluciones más que quiebres y así alcanzar una superación de la crisis. En un entorno de guerra cultural, de erosión del proceso globalizador y de aplanamiento de la diferencia, las parrandas pueden ser el potencial perfecto para de un punto de vista endógeno llegar hasta niveles de autonomía en la política cultural. Cuestión esta última que ahora mismo es una de las grandes carencias de la institucionalidad cubana enferma de los elementos foráneos, de la superficialidad del mercado o del infantilismo en cuanto al abordaje de los conflictos.
El fenómeno nos habla desde la franqueza y la inmensa sinceridad del pueblo. Por eso, por ese magma que se entronca con la valentía ante los demonios y la búsqueda sabia de una identidad, podemos aferrarnos a un proceso que aún tiene mucho que mostrar y que hacer.