¿Para qué sirve un crítico de arte?

Maikel José Rodríguez Calviño
13/12/2017

A finales del siglo XIX y durante las primeras décadas del siguiente, el arte europeo sufrió una extraña mutación. De repente, los artistas empezaron a representar la realidad como la sentían y percibían, alejándose del carácter mimético propio del academicismo. Cézanne apostó por la perspectiva múltiple y buscó las formas puras en los objetos cotidianos; Matisse esgrimió la absoluta libertad cromática y retrató mujeres de nariz verde; Picasso y Braque destrozaron los objetos para luego pintarlos en su totalidad y desde todos los puntos de vista; los expresionistas develaron los monstruos internos que palpitan en el hombre “civilizado”; los futuristas se concentraron en la luminosidad, la industrialización y el movimiento; los surrealistas dieron rienda suelta al inconsciente, al mundo de los sueños, y Marcel Duchamp elevó un porta botellas a categoría objeto-obra de arte con solo introducirlo en el espacio galerístico.
 

 La Dama del Armiño, museo de Cracovia, Polonia
 

Varios de los criterios de artisticidad que se habían consolidado durante el Renacimiento cayeron estrepitosamente. Ya las obras no tenían que ser producto de un genio tocado por la gracia divina ni representar el mundo circundante según los acérrimos principios del naturalismo y la perspectiva euclidiana. Los públicos no entendían qué estaba sucediendo ni por qué los artistas se alejaban con tanta saña de la realidad, enarbolando como credo y estandarte otras manifestaciones de la belleza. ¿Proporción, equilibrio, ritmo? ¿Formas nobles e imitativas? ¿Copiar la realidad, cuando ya la fotografía podía asumir esa tarea? ¡De eso nada! El arte occidental entraba en una de sus más fructíferas crisis, y había que provecharla.

En esa vorágine de istmos, estilos y tendencias, que florecieron todos a la misma vez, destaca el crítico de arte: polémica criatura que aún pone nervioso a más de uno. La especie ya existía, claro está. Surgió, como casi todo, en la Antigüedad, hizo mellas en el Cinquecento italiano, adoptó el título durante el siglo XVIII y llegó, con pompa y circunstancia, hasta la Modernidad, período que decidió hacer enteramente suyo. El crítico salta, entonces, a la palestra, reclama su espacio y se erige como el intérprete ideal entre esas obras raras, bizarras, antiacadémicas e incomprensibles, y los espectadores que cada vez entendían menos. Informar, traducir, comentar: ya Diderot (al calor del Iluminismo francés, y Salones parisinos de por medio) había fundamentado su trabajo crítico en estos infinitivos. Luego, Baudelaire et al. abrazaron la causa y se dedicaron con fuerza y coraje a descifrar y traducirnos los “descalabros” del arte vanguardista. Esa fue, en un principio, la función primaria del crítico, la cual, en esencia, no ha sufrido cambios notables hasta la actualidad.

Un crítico discrimina (en el mejor sentido del término); un crítico determina qué vale y qué no en función de determinados criterios; un crítico pondera y legitima. Eso, entre otras cosas, pues la crítica puede cumplir muchísimas funciones. Templanza, historicidad, coherencia, objetividad y claridad debieran ser las virtudes cardinales del crítico común. A veces se nos confunde (y no me queda más remedio que incluirme) con el historiador del arte, con el periodista cultural, con el ensayista o incluso con el curador, pero nuestras especificidades aparecen bien descritas en los tratados sobre crítica, historia del arte e historia de la crítica de arte. Eso, al menos, en teoría; la práctica es ya otra cosa, pues la interdisciplinariedad propia de la producción simbólica contemporánea hace que los críticos debamos aprender fundamentos de botánica, cibernética, ingeniería civil y genética médica, entre otras ramas del conocimiento humano cuyos lenguajes y herramientas van incorporándose al discurso artístico, diluyendo fronteras y contaminándose mutuamente. Por otro lado, es común que los críticos escriban ensayos y ejerzan el periodismo o la curaduría. La interdisciplinariedad, otra vez. Ya sabemos que las profesiones “puras” van camino a la extinción. 

¿Qué sucede hoy en nuestro país con la crítica especializada en artes visuales? Tema bizantino y peliagudo como pocos… Muchos se han pronunciado en este sentido, dejando más de una pregunta en el tintero. No hace mucho, el periódico Noticias de Artecubano dedicó dos números al asunto. ¿Para qué ejercer la crítica, si al hacerlo casi siempre terminas buscándote problemas? Todos pedimos espacios críticos, los artistas quieren que la crítica se pronuncie, necesitamos formar audiencias críticas, necesitamos más presencia en los medios de comunicación… Entonces, con algo de valor, decides imitar a tus dioses (Diderot, Venturi, Baudelaire o Wilde), publicas un artículo sincero, transparente, bien fundamentado, y terminas despertando ronchas o desencadenando una avalancha de cartas dirigidas a los jefes de galerías, a los Directores Provinciales de Cultura, al Ministro en persona. Es ahí cuando el crítico se replantea cuál es su verdadera función, por qué las personas se molestan tanto si él tan solo está haciendo su trabajo, y a dónde nos lleva esa crítica complaciente, estéril, vacua, de la cual todos somos víctimas.

Si nos remitimos a la Antigüedad clásica, Momo, el dios de la burla, el sarcasmo, la ironía y las críticas, fue expulsado del Olimpo por reírse de las sandalias rechinantes de Afrodita y burlarse de Hefestos, quien había creado a los seres humanos sin ventanas en el pecho para comprobar si sus emociones y pensamientos eran verdaderos. Erasmo de Rotterdam fue más “pillo” y dejó la crítica en manos de La Locura. No se le presta demasiada atención a lo que dicen los locos, aunque sean capaces de articular las más grandes verdades… Con esos antecedentes no me extraña que cada vez los críticos seamos menos.

Y todo, en realidad, se limita a dar una opinión. Bien fundamentada, razonable y demostrable, pero opinión al fin, tal y como sentenció el gran Baudelaire (véase la imagen; con ese rostro no podía esperarse menos) en el Salón de 1946 al decir que: “Para ser justa, es decir, para tener su razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política; esto es: debe adoptar un punto de vista exclusivo, pero un punto de vista exclusivo que abra al máximo los horizontes”. En otras palabras, la crítica debe ser personal pero repercutir en lo colectivo, única pero no excluyente, veraz pero no absoluta. ¡Todo un reto, damas y caballeros! 

¿Es rentable la crítica o no resuelve ningún problema económico? ¿Los artistas la tienen en cuenta o solo buscan al crítico para que escriba “palabras bonitas” sobre sus obras? ¿Los críticos debemos replantearnos nuestro oficio? ¿A quién tenemos que dirigirnos: a los espectadores, a los creadores, a los galeristas, a los curadores, a los dealers, a los coleccionistas o a los otros críticos? ¿Podemos hacer crítica sin conciencia de la historicidad o profundos conocimientos sobre el tema del que se habla? ¿Intuición y rigor pueden ir de la mano? ¿Cumplen sus objetivos los espacios creados para la crítica? Preguntas ya formuladas, repito, pero que vale la pena retomar. Yo me limito a dejarlas en el aire, a ver qué sucede.