Acabábamos de realizar el estreno del ballet A Santiago, en el aún inconcluso Anfiteatro Mariana Grajales de Santiago de Cuba con motivo del Simposio contra el genocidio yanqui en Viet Nam, organizado por la Heroína del Moncada, Melba Hernández, cuando Alicia y Fernando Alonso me pidieron que viajara a Holguín para impartir una conferencia en su Escuela Vocacional de Arte, dirigida por la inolvidable Angélica Serrut. Fueron mis primeras visitas a esas dos bellas ciudades del Oriente cubano y una gran emoción me embargaba durante toda la noche que duró el viaje.
Era casi al amanecer cuando llegué a la mencionada Escuela, donde me recibió un atento joven que cumplía allí su servicio social como profesor. Era el villaclareño Mario Daly, nuestro gran músico, tan tempranamente fallecido. Él me sugirió que no fuera a un hotel, como estaba previsto, sino que descansara en la casa que albergaba al resto de los instructores, casi todos procedentes de otras provincias. Allí nació una entrañable amistad con un grupo de jóvenes talentosos, destinados a ocupar un lugar prominente en la cultura cubana. Eran ellos los pintores Cosme Proenza, holguinero, Rafael Paneca, camagüeyano y Raimundo Orozco, habanero.
“(…) entre los saludos más afectuosos tuve el de un joven que también era profesor de la Escuela, pero en la especialidad de música. Me dijo llamarse Jesús Gómez Cairo (…)”.
En horas de la tarde de ese 29 de mayo de 1972 impartí una conferencia en la Biblioteca Alex Urquiola y entre los saludos más afectuosos tuve el de un joven que también era profesor de la Escuela, pero en la especialidad de música. Me dijo llamarse Jesús Gómez Cairo, que había nacido en el poblado matancero de Jagüey Grande, estaba graduado en la ENA en la especialidad de piano y ejercía también como profesor de asignaturas teóricas sobre la música.
Esa misma tarde nació una de las más lindas amistades que he cosechado en toda mi vida, vínculo que fortaleció una admiración y un respeto mutuo, en lo personal y en lo profesional.
Hombre de inteligencia lúcida y aguda, de extraordinaria sensibilidad, siempre me hizo llegar sus sinceros elogios sobre mi labor investigativa en el campo de la danza cubana y compartió conmigo su valioso desempeño como musicólogo, investigador, docente y animador de grandes proyectos, como el Museo Nacional de la Música, que dirigió desde 1997 hasta su muerte.
Atesoro sus libros valiosos con hermosas dedicatorias y cada mensaje suyo con motivo de las celebraciones de hitos en la carrera de Alicia y en la trayectoria del Ballet Nacional de Cuba, a los que estuve vinculado. Colaboró grandemente en los planes y gestiones que finalmente hicieron nacer el Museo Nacional de la Danza en el palacete de Línea y G, entonces bajo su custodia y que jocosamente debía ser Mi Reino.
“Hombre de inteligencia lúcida y aguda, de extraordinaria sensibilidad (…)”.
El pasado 9 de abril, con motivo del homenaje que me brindaron por el 28 Encuentro Internacional de Academias para la Enseñanza del Ballet, el Centro Nacional de las Escuelas de Arte y la Escuela Nacional de Ballet Fernando Alonso, recibí una llamada suya y un texto en las redes sociales en el que me decía: “Me alegra mucho ese homenaje, porque tu nombre, tu impronta y tu ser están indisolublemente entretejidos con el de Alicia y el BNC. Me honra tu amistad. Abrazos”.
Fue un gesto que nunca agradeceré lo suficiente. Le había prometido donarle al Museo de la Música una gran colección de discos de larga duración, los llamados long play, al igual que unos importantes documentos sobre la vida del pianista Alfredo Levy, firmados por Alicia Alonso y Emilio Roig de Leuchsenring, pero los graves problemas del transporte y su quebradiza salud lo impidieron. Su muerte súbita me hace parafrasear los famosos versos del poeta: Hoy las campanas de la cultura cubana doblan tristemente por él y el extraordinario legado que nos deja.