Padroncito, desde una historieta profundita…
23/3/2021
Supe de Juan Padrón en fecha tan temprana como 1964, cuando se hizo cargo de la última plana —si la memoria no me traiciona— del semanario Mella, publicación de cuya serie de historietas de aventuras y humor yo era un lector incorregible. Estas tiras de dibujos vinieron a sustituir a mis añorados “muñequitos”, donde literalmente el niño que fui había aprendido a leer. En esa página aparecía una sección variada que bautizaron como “El hueco”, con una coletilla que me pareció divertida, pues se anunciaba como “una historieta profundita”. Juan había reemplazado, en dicha sección, a quien después sería su amigo de toda la vida, Silvio Rodríguez, quien por esa fecha fue movilizado para el servicio militar. Yo era asiduo de la revista desde antes, por lo que recuerdo como si fuera hoy el tránsito entre esos dos jóvenes entonces desconocidos, que desde esa época me acompañarían como ilustres imaginarios de mi generación, y de la cultura cubana de siempre.
Le seguí la pista a Padrón durante décadas, y con él a sus piojos, verdugos, vampiros, samuráis (la historieta “Kashibashi”), hasta la epifanía que fue Elpidio Valdés y toda su tropa de pillos manigüeros. Después la vida me dio la oportunidad, a fines de los 80, de compartir con él reuniones informales en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, o en aquellos secretariados que, en su fructífera dinámica participativa, podían ser todo lo informales que uno quisiera. Juan asistía a esos encuentros con regularidad, permanecía callado la mayor parte del tiempo, pero sus pocas intervenciones siempre se agradecían por su lucidez y natural sentido del humor. Recuerdo una vez que no nos poníamos de acuerdo, algo muy común en esas reuniones y que hoy paradójicamente extraño, a propósito de crear un logo para un evento equis. Padroncito murmuró desde la esquina donde se solapaba: “Del logo un pelo”. La risa colectiva zanjó el debate. Estoy seguro de que los asistentes a aquellos encuentros, entre ellos Abel Prieto, Lizette Vila y su primo Jorge Pucheux, memorizan alguna otra de sus joviales ocurrencias, las cuales hacían más llevadera cualquier reunión.
Me pareció leer en algún sitio que a la pregunta de la película cubana de su preferencia, Silvio Rodríguez respondió: ¡Vampiros en La Habana!. Esto sería consecuente con aquella “educación sentimental” que ambos compartieron. En mi caso está entre las favoritas —más allá de etiquetas y fronteras—, y no me canso de verla. Incluso me he sorprendido un fin de año al abstraerme del jolgorio familiar para disfrutarla por enésima vez. En 1986, recién estrenada, me enrolé en la aventura de navegar durante dos meses en barcos de nuestra flota pesquera; navegué en el Océano Pacífico desde el Mariel hasta Vigo, con escala en las aguas vecinas a Sudáfrica, para faenas de pesca, y Canarias, para mantenimiento. Los diálogos y personajes del filme eran expresión común entre los pescadores. Desde llamar “vampisol” al refresco a granel de la merienda; exclamar “te van a matar, tigre” o “sácalo Pepún, sácalo”, en pleno zafarrancho del dominó; los consabidos “¿tienes un cigarrito por ahí, Rey del Mundo?”, “el de la trompetica”, o “¡tarrúo!”. Sin duda, esa recreación popular de incorporar esas imágenes al día a día —recordando la máxima machadiana— es el mejor reconocimiento que puede recibir un artista. Por el azar concurrente, el primer oficial del Océano Pacífico Iraldo González Hernández (conservo su nombre en el diploma donde consta mi cruce por la línea del Ecuador, algo que Padroncito hubiera disfrutado) recordaba con orgullo —hay un documental donde lo testimonia— haber sido el telegrafista del Playa Girón cuando Silvio estuvo a bordo y lo inmortalizara con su música.
Un buen amigo de mis tiempos de la secundaria, Jorge Reyes Béquer, fue muy cercano a Padroncito. Como él, era hombre de cine, y compartieron en múltiples ocasiones, incluyendo proyectos de trabajo. De modo que cuando yo coincidía con uno de los dos por separado fluía de manera natural la mención al ausente. En una ocasión me alojé en el apartamento que entonces tenía Jorge en Madrid, cuyo edificio estaba situado frente a Torres Blancas. En el mismo piso radicaba la empresa donde él laboraba, ISKRA, una productora que se dedicaba al dibujo animado y a la restauración de películas, con la que el creador de la saga de los vampiros tuvo vínculos profesionales. Como me recuerda Jorge, de ¡Más vampiros en La Habana! se hicieron allí varias tomas especiales. Al doblar quedaba un bar —algo redundante en Madrid—, cuyo dueño le tenía mucho aprecio a Padroncito, lugar donde ambos amigos solían recalar y compartir largas tertulias Al identificarme como alguien que conocía a Padrón, su rostro se iluminó con una sonrisa cómplice. La primera ronda fue por la casa… y las sucesivas.
Ante mi solicitud, Jorge me escribe que al ordenar sus recuerdos del querido amigo no hay anécdota que no le haga reír. Y me regala esta, entre muchas compartidas: “El sentido de humor de Padroncito era excepcional. En 1981 asistimos a un simposio de cine de animación en Moscú, y la delegación de la República Democrática Alemana (RDA) nos invitó a Berlín para conocer sus estudios. Los que íbamos por la parte cubana éramos Félix Rodríguez y Hugo Alea, de los estudios del Instituto Cubano de Radio y Televisión; Padrón por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (Icaic), y yo en representación del CINED. Al día siguiente de llegar a Berlín fuimos invitados a la casa de la que por entonces era la presidenta de la asociación de cineastas de la RDA. Recuerdo que la señora vivía en un apartamento muy acogedor y nos tenía preparado un ágape con té y confituras. La señora era dueña de un perro salchicha llamado Kid, que en cuanto empezamos la conversación se empeñó en hacerle el amor a la pierna de Padrón, quien trataba de sacárselo de encima, en aras de mantener la mayor compostura posible. Nosotros a duras penas podíamos contener la risa. Al salir de allí todo fueron chanzas a costa del incidente. Al mes y algo de regresar a Cuba, y coincidiendo con el Día de los Enamorados, Padrón recibió una elegante tarjeta de enamorados procedente de Berlín, llena de corazoncitos con la foto de Kid, jurándole amor eterno”.
Hace unos meses, con motivo del fallecimiento de Quino, otro admirado dibujante y colega entrañable de Juan, escribí una crónica para esta revista cuya dedicatoria no podía ser otra que: “A Padroncito, tan genial como persona y como artista”. En ese trabajo citaba en extenso el testimonio[1] de cómo se conocieron personalmente y la camaradería que fraguaron —“un romance más que una amistad”, al decir del cubano. El encuentro ocurrió, como suele suceder, mucho después de que se comunicaran por su cuenta sus respectivos personajes, y es cuando el argentino llega a La Habana invitado como jurado de carteles del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de 1984, y a Juan le corresponde ir a recibirlo a nombre del Icaic. Según el observador privilegiado que fue Jorge Timossi —por más señas el Felipito de Mafalda—, el diálogo de presentación fue más que sintético, en armonía con la irremediable timidez de ambos, a su entender enfermedad propia de los dibujantes de historietas:
- Eh, eh, eh. ¿Usted es Quino?
- Y, y, y, bueno, sí.
- Ah, ah…
- Sí, claro. Ah, ¿y usted es Padrón?
Ahí empezaron los años divertidos de amistad y colaboración. A tenor de la lectura de mi texto, el fraterno Jorge Reyes me envío una foto de Padrón y Quino bastante antigua y cuyo autor desconoce. Juan se la había dejado en alguna ocasión y la tuvo guardada hasta que la escaneó y me la hizo llegar. En ella los dos genios latinoamericanos de la historieta se funden en un abrazo, como solo pueden hacerlo los niños grandes que siempre fueron.
Guardo celosamente una imagen de cuando en septiembre de 2017 presentamos La gaceta de Cuba con un dossier de homenaje a quien sin duda constituye uno de los mitos de la cultura cubana. Andaba yo por esos días con una escayola, y antes de interesarse, como corresponde, por el número que le dedicábamos, lo primero que hizo fue preguntarme por mi salud y las peripecias del accidente que había sufrido, muestra de su proverbial sentido de lo humano. Por eso lo recuerdo tan genial como persona y como artista.
A raíz del fallecimiento del icónico realizador de ¡Vampiros en La Habana!, a manera de tributo a su memoria, mi hija en Boston y yo en el Vedado, en singular coincidencia, volvimos a ver la película como si fuera la primera vez.