Notas transdisciplinarias sobre el chiste oral

Enrique Soldevilla Enríquez
6/7/2020

Interacciones cotidianas muy comunes, quizás hasta triviales, son aquellas mediadas por el sentido del humor, reveladoras de la faceta lúdica de la comunicación interpersonal. Contarnos chistes es un ejemplo, pues ello contribuye a fomentar lazos sociales que repercuten en la convivencia de una manera muy particular: crean sinergia empática.

En sentido figurado, el chiste oral es el disfraz alegre de la empatía, y aunque el humor es consustancial al ser humano, a la vez que una práctica cultural diríase milenaria, resulta interesante observar cómo en la alborada del siglo XXI —caracterizado por un antes inimaginable desarrollo de los medios masivos de comunicación que ha posibilitado una cobertura planetaria en materia de información de todo género— los chistes orales defienden un espacio en ese pujante intercambio, con franca proyección de perpetuidad, insertados en un universo comunicacional dominado por las imágenes.  Colonizaron el ciberespacio y muchos pervivirán en discos compactos, posicionándose culturalmente en abarcadores medios de difusión como la televisión y la radio, o en colecciones privadas. ¿Qué vitalidad poderosa los sostiene?

Publicada en el año 1905, esta obra marcó pauta en la trayectoria intelectual de Freud. Fotos: Internet
 

Para Sigmund Freud, ese élan del chiste reside en su capacidad de producir placer mediante la “liberación” de algún deseo reprimido: los individuos se cuentan chistes porque obtienen placer psíquico. En el teatro griego clásico esa sensación placentera era la catarsis. Y la catarsis está condicionada por la empatía.

Su documentado análisis del chiste se dirige, sin embargo, a corroborar su teoría psicoanalítica, intrapsíquica, no a valorar el asunto en su arista sociológica, faltándole así precisar la articulación dialéctica mediada por la doble función de esos constructos humorísticos: la compensatoria (psicológica, interna) y la acusatoria (sociológica, externa). Así, los chistes crean interacciones singulares que tienen lugar en sociosferas de intimidad grupal, y pueden o no compartirse con un público más numeroso.

Por su secuencia convencional de introducción, nudo y desenlace los chistes son (micro) relatos anónimos, patrimonio de la cultura popular; creaciones de naturaleza sustancialmente sociológica emergidas de la experiencia del convivir cotidiano. Otros dos rasgos para su definición son la oralidad y la brevedad.

En tanto literatura oral, existen para ser escucha­dos. Su modo de fabular queda plasmado en cada instante de narración‑escucha, donde los involucrados, el chiste y su moti­vación argumental configuran una dinámica comunicativa reveladora de cierto grado de intimidad o de familiaridad. Mediante ellos construimos un entorno empático que, aunque fugaz, deja trazos de simpatía mutua entre los participantes. Así, le raptan al teatro el carácter espectacu­lar, porque se realizan ante un público durante una brevísima unidad de espacio‑tiempo. Hay en ellos, por consiguiente, una voluntad de narración interactiva, facilitada  por el hecho de que los participantes comparten las claves semió­ticas de las alusiones humorísticas a una realidad vivencialmente conocida e incorporada como experiencia. Provocan catarsis, cuya base psicológica es la empatía. Por tanto, los chistes crean lazos sociales de sintonía emocional.

El cuento escrito, en cambio, dadas sus combinaciones establecidas definitivamente por su autor en un texto impreso, aunque sea leído frente a un auditorio por su creador o por otro, carece de la flexibilidad del cuento chistoso oral y no admite variaciones en su estructura narrativa. Mientras, el chiste permite su (re)creación según varíe el narrador ocasional, quien le añadirá o le suprimirá un matiz o un énfasis al estilo, o le sustituirá un personaje o una palabra por un sinónimo, etc., sin menoscabo de su mensaje funda­mental. De ahí que sea frecuente escuchar dos y hasta tres ver­siones de un mismo chiste. 

No obstante ser la oralidad su sello distintivo, muchas  veces el narrador, el “cuentista” de ocasión, apela a formas de lenguaje extraverbal para insuflarle énfasis a lo contado y lograr mayor eficacia en la comicidad, o porque el argumento exige expresiones gestuales insoslayables. Por esta razón algunos chistes orales solo pueden ser transcritos  a riesgo de perder efectividad humorística o de dificultar su comprensión cabal.

 

El chiste oral, además de ese matiz histrióni­co, incorpora en ocasiones a sus estructuras otros géneros literarios como la poesía y la oratoria, e incluso, fragmentos  de canciones populares. Esa capacidad combinatoria de arte escénico amplía su radio de empatía, pues satisface la comprensión de las personas con mecanismos cognitivos predominantemente visuales, auditivos o kinestésicos. Pero, ¿cuál es su finalidad? Planteado en un sentido amplio, la praxis humorística es un patrón de interacción crítico hacia otros patrones de interacción social. Por un lado revela lo que pudiera llamarse el ánimo político grupal; por otro, la regulación grupal de la conducta del individuo, o viceversa.

Es oportuno apuntar que el chiste oral no es equivalente del "choteo", confusión que conduce generalmente al concepto estereotipado del chiste como recurso de  irreverencia, de desacato y de "relajo" social, más propio del choteo en tanto acto de comunicación que incomunica a las partes involucradas.

Ese malentendido limita la comprensión de la función y de la significación reales del chiste oral en el campo de las relaciones socia­les de convivencia, porque mientras el chiste es una forma de reclamo social, a la vez  que un suceso literario, el choteo —risa sin dientes— deviene actitud patológica en la vida de relación social al intentar devaluar la opinión ajena. El chiste revela inclusión, integración al medio y posibilidad de autosuperación, en tanto el choteo, como recurso primitivo para el mantenimiento de un determinado statu quo dentro del grupo social, es excluyente, intolerante, sectario; demuestra inadaptación al cambio, al desarrollo, a la incorporación de valores nuevos y positivos, al mejoramiento de la convivencia civilizada. Los diferencia, en suma, la forma y el objetivo.

Las conductas políticas entre partidarios rivales durante las campañas electorales son contextos favorables para apreciar la magnitud descalificadora y excluyente del choteo como actitud misoneísta e intolerante. Así, el choteo se descubre como un atavismo del ánimo primitivo, mientras que el chiste, interactuando desde y para la civilización, le gana la batalla intelectual. 

 

Los calificativos de degradantes e irreverentes que algunos atribuyen a los chistes orales no tienen en cuenta que en el ánimo de esas breves narraciones el sujeto que lo cuenta y el valor-objeto de la chanza conforman una identidad (ideológica, religiosa, política o cultural‑nacional), como es el caso de los chistes sobre judíos contados por ellos mismos; cuando se reconoce a ese blanco de  chanza como un valor de legítima autoridad, condición que no lo exime de constituir, en determinada circunstancia, un pretexto de  humor. Esto conduce, como tópico paralelo, a la cuestión de la percepción generacional de los valores establecidos y del surgimiento de los nuevos; presupone la variación, en el tiempo, de esa “constitución identitaria” entre el  sujeto y el valor-objeto del chiste. Revela, en suma, el cambio y la transformación social.

¿Cuál es su significado sociológico? Los chistes orales son opinión pública. Emergen como estrategias comunicativas informales usadas por cual­quier sector interesado en canalizar y proyectar determinado punto de vista (el ánimo político del grupo) sobre los más diversos asuntos públicos o privados; como una suerte de conciencia crítica anónima, en forma de chanza, dirigida hacia aquellas conductas o hacia aquellos acontecimientos que de alguna manera le afectan en sus relacio­nes de convivencia social. Son el espectáculo singular de la sociedad bromeándose a sí misma median­te una aparente anarquía de la autocrítica.

Desde ese punto de vista, esas breves narraciones humorísticas populares tienen  un valor informativo e instrumental para el análisis social primario, pues constituyen signos reveladores de problemas socioculturales pendientes de solución; signos de la incidencia de ciertas escalas de valores morales, ideológicos o políti­cos en las relaciones intra e interclasistas, así como señales de  los coyunturales estados de ánimo y de opinión dentro de una sociedad con­creta. Y en una conceptuación más abarcadora, serían expresión de  los distintos niveles de desarrollo cultural en general, y de la  cultura política popular, en particular.

Posibilitan también una retroalimentación comunicativa de la sociedad hacia el gobierno, cuya importancia permite, por ejemplo, evaluar el consenso sobre determinadas decisiones políticas o económicas que repercuten en  la vida nacional. Igualmente facilitan medir la actitud y la reacción del poder frente a lo comunicado por el contenido de los chistes. Por todas esas razones puede asegurarse que este tipo de construcciones narrativas anónimas y breves son un buzón de quejas y sugerencias de la  sociedad civil, algo así como "vibraciones" de su opinión.

Si aceptamos que los chistes son interacciones lúdicas que en su proceso crítico-correctivo construyen empatía, ¿qué indicaría un decrecimiento de la producción o de la circulación de chistes en un país donde culturalmente su disfrute sea notorio? ¿Significará que los valores que constituyen objeto de chanza han dejado de asumirse como tales o han sido sustituidos por otros? Nótese que los chistes, por su enigmática naturaleza psicosocial, apuntan siempre hacia una categoría de autoridad o de valor social legítimo.

Así vemos que el chiste funciona no solo por exceso, sino también por omisión, ofreciendo en ambos casos información acerca de la fluctuación del estado de ánimo dentro de la comunidad frente a un valor establecido. Por eso quienes asumen el chiste oral (de contenido sociopolítico) como una “maldición” debieran preocuparse más por la carencia que por la existencia de ese tipo de chanzas, ya que un vacío “chistelógico” podría significar apatía de la sociedad civil frente al quehacer y al discurso político del poder, desplazando su interés hacia otras nuevas categorías de valor sustituto legitimado. Porque la sociedad, a contrapelo de lo que algunos creen, se ríe de aquello que le importa y que en algún sentido le afecta, revelando esa función lúdica del lenguaje una identificación con el valor-objeto de humor. En consecuencia, parece existir una relación entre algún que otro valor social y su ocasional reflejo humorístico, lo cual abre un cauce temático para futuras indagaciones.