Hay libros que tocan la razón, el intelecto. Y libros que tocan el alma. Libros que, ellos mismos, son alma. Ese es el caso de A la sombra del mago, del joven narrador, poeta, artista plástico ―¡y mago!―, el avileño Yasmani Rodríguez Alfaro, obra merecedora en el 2019 del Premio Eliseo Diego, suerte de libro que no solo toca el alma ―la toca y la trastoca― sino que, per se, deviene libro-alma. Libro que evoca e invoca almas. Se tiene la impresión de que, desde esa suerte de evocación-invocación que acontece desde la lectura, todo en derredor se llena de ellas: de almas.

A la sombra del mago no es un libro. Es una nganga. Un rito. Una prenda”.

Nunca había yo escrito una reseña acerca de un libro infantil. De alguna manera A la sombra del mago lo es. Y… de alguna otra manera…, no lo es. Es un libro todaedad. Un libro ritual. La ilustración de cubierta ―¡esos colores, esos trazos, esos niños!― es también de la autoría de ese artista plástico, ese mago invocador de almas, que es Yasmani Rodríguez. Libro dedicado a su pequeña hija, por la magia de sus conejos blancos, libro que al llegar a su última página los hace llegar, hace que lo inunden todo, hace que salten y correteen miles de conejos blancos.

En el primero de estos cuentos un abuelo sale de su cuarto a buscar la lluvia, y lo hace porque, para ser mago, se nos dice, solo es preciso un corazón, un buen corazón. Para escribir un libro como este se necesita de lo mismo: un vasto y enorme corazón. Sensibilidad. Poesía. Magia. No solo se atreve el autor como hacedor de libros y hacedor de lluvia: es un hacedor-(re)componedor de almas. Un encantador de conejos blancos. Al inicio, a modo de exergo ―un exergo que no lo es porque va a replicarse en “Nubes, el segundo de los cuentos del volumen―, el niño, el personaje central de la obra ―un niño sin padre ni madre, un niño huérfano, pero con un abuelo que lo tiene y sostiene, un abuelo poderosísimo― va a repetir esa frase, esa suerte de salmo ―que a su vez, no se olvide, deviene ensalmo―: Camino por encima de nubes que, con mi forma, caminan por encima de mí. No se olvide la frase: será el toque de rabdomancia que nos abrirá el alma para recibir a las almas todas del final. Caminando almas hacemos que tales almas nos caminen, o versavice, como solía decir Cortázar. Eso hacemos con todo, con los amores, con los libros, con los hijos, con los amigos, caminándolos nos caminan, y otra vez: versavice. Benditos caminamientos esos.

El volumen de Yasmani Rodríguez es libro todaedad. Un libro ritual. Imagen: Tomada de la página en Facebook de Ediciones Ávila

En “Robleblanco”, el niño se duele de la pérdida del padre. Un padre que, al marcharse ―así nos lo deja saber ternuralmente el autor― tenía los ojos llenos de estrellas. Un padre transmutado en roble blanco. No es la muerte: es la transmutación. La transustanciación. De ambas nos hablan ritos ancestrales. No es muerte: es trasvase. No es fin: es vaso comunicante. El ateo espiritualizado que soy piensa en sus antiguas prácticas de yoga. En sus incursiones en el budismo. El alma universal del budismo. El atma del hinduismo. Atma se traduce como respiración. Hálito. Yog, en sánscrito, se transcribe como unión, unión con la divinidad, esa divinidad que es el universo. Pienso en ritos yorubas, esos en los que hasta las sombras abrazan.

En “Árbol”, se asiste a la siembra de un niño por un abuelo. El niño se sabe árbol. Este es un libro en el que la Naturaleza y los humanos se mixturan, se enhebran, se funden y se confunden con la naturalidad que emana desde la poesía, y la poesía que emana desde la naturalidad, poesía y magia ―vaya aliteración: son una las dos―. El Arte, todo el Arte, nace de la magia. De lo que Frazer, en La llama dorada, llamó magia simpatética. En este libro magia y panteísmo se hermanan. El panteísmo resulta de vincular lo sacro a la naturaleza. Llega desde Heráclito, Giordano Bruno y Baruch Spinoza. El hálito que emana desde este libro me llevó ―mutatis mutandis― a otro hálito, sacro ―descomunalmente sacro― que hace muchos años descubrí me asaltó al leer El juego de los abalorios, esa novela cúspide-ábside de Hermann Hesse, hálito que el joven que era entonces, a falta de mejor denominación, hubo de llamar “panteísmo antropológico”. El resuello que bulle y emana de A la sombra del mago, es también panteísta y es también antropológico. Y lo es porque está repleto de niños y de abuelos, y de padres, y de madres, y de árboles, y de tierra, y de nubes, y de robles, y de peces, y de lluvia, y de brisa. Polvo de estrellas, eso decía Carl Sagan, somos todos. Parafraseando a las Santas Escrituras podría decirse: de polvo de estrellas llegamos, al polvo de estrellas regresaremos. Y eso parece decirnos el autor de A la sombra del mago.

El autor, al evocar-invocar un credo, los supone y evoca a todos. Digámoslo: este es un libro lleno de credos. Un libro donde los árboles y los animales cuchichean y un niño habla con los peces. Un libro que nos dice que las almas blancas se transmutan en el aire, en el fuego, en la tierra, en el agua, pueden fundirse-unirse-asirse a la Naturaleza.

A la sombra del mago no es un libro. Es una nganga. Un rito. Una prenda. Un ceremonial apotropaico. El corazón es un almacén en el que se guardan cosas que se acumulan con el tiempo. Eso leemos en “OVNI, uno de los cuentos de ese libro. Bendito almacén ese. Precisamente con el corazón, ese almacén, un abuelo pone en fuga a las brujas. Eso sucede en “Chuchumecus, obsoletus, escobuss”. En “Agua nos alecciona el autor acerca de la posibilidad-potencialidad de alcanzar a nacer cada día, hecho, nos dice, que puede ocurrir al despertar, o al simplemente decidir que el pecho no alberga solo un músculo impelente ―así le llamó nuestro purísimo e inolvidable Rubén Martínez Villena― sino un corazón blanco, puro, limpio, honorable. Es algo, nos dice el autor, que se decide no desde el pensar: se decide desde el sentir, desde ese sentir que expulsa todo mal. Sentir ese que inmuniza.

En el Kitab al Mayitum, el Libro de los Muertos egipcio, para acceder al mundo de los muertos Anubis pesa el corazón del difunto: es la prueba de la pureza. Con el corazón claro todo es posible, nos dice el autor en un texto que se alza como suerte de veneración a los antepasados. Libro Egúngún: espíritu colectivo de los antepasados. En eso recuerda al sintoísmo, que vincula el animismo naturista ―la adoración a los kami, espíritus de la Naturaleza― a los antepasados. El autor, al evocar-invocar un credo, los supone y evoca a todos. Digámoslo: este es un libro lleno de credos. Un libro donde los árboles y los animales cuchichean y un niño habla con los peces. Un libro que nos dice que las almas blancas se transmutan en el aire, en el fuego, en la tierra, en el agua, pueden fundirse-unirse-asirse a la Naturaleza. Por eso siempre están cerca, como está cerca el alma de la persona amada, transmutada, por ejemplo, en una piedrita que se ha colocado a un lado de nuestra cama, en la mesa de noche, aunque la persona que un día la regaló ―aún amada― ya no nos ame.

¿No es injusto que la gente que queremos se vaya de nuestro lado y nos deje triste?, pregunta el niño al abuelo. Sus almas, es la respuesta del abuelo, impulsan el viento y hacen crecer los árboles. Y tenemos que estar orgullosos de lo que hacen. Al alzarse como manual de rituales, al portarlos, este libro los aporta. Muchos de los lectores de este libro, en sus despertares, evocarán el ritual legado por el autor: respirarán profundo para advertir ―desde ese neuma sagrado― toda la fuerza de las madres vibrando dentro del cuerpo. Recuerden la palabra hindú atma: respirar. Quien esto escribe lo hizo: respiró. Quien esto escribe siguió el ritual en aras de hacer regresar a seres amados que ya no están, a los amores perdidos. Atma: palingenesia. Shanti: paz de espíritu.

Bullen las sentencias sabias y cortas en este libro, sentencias epigramáticas, duras como haikús. Recordemos que precisamente el haikú nace de la contemplación de la Naturaleza. Sentencias que hacen recordar a la Santa Biblia, el Corán, la Torá, el Tao Te King, el Kitah al Mayitum, el Tripitaka hindú, el Enuma elish babilonio, los Upanishad, el Bhagavad Gita, el Zohar, el Zend-Avesta. El poder escoge por las virtudes, se nos dice. El poder que emana del bien y que lo mana. En el budismo, en otros muchos credos, el poder llega desde la virtud. Toda magia nace desde adentro hacia afuera, leemos en “Verde”, otro de los cuentos. No busquemos fuera lo que debemos de tener dentro: nuestro afuera es el reflejo de nuestro adentro. Lo tiene y lo contiene.

Ya dije que este era un libro lleno de Naturaleza. Pero no es cualquier Naturaleza. ¡Es Cuba! Bullen curujeyes, yagrumas, orquídeas silvestres, siguarayas, árboles todos ellos repletos de sinsontes, de pájaros carpinteros, de arrieros. Es la campiña cubana. La sagrada manigua de nuestros cimarrones apalencados y de nuestros mambises alados. Sagrados sean ambos. Sagrado sea nuestro muy sagrado campo.

Llega un cuento otra vez salmo y ensalmo: Saludo al girasol. Vivo a las sombras de un mago, se nos dice allí, y todo es posible cuando se vive así. Vivir a la vera, a la sombra del corazón: ¡el corazón es nuestro mago! Todos tenemos ese mago. Y todo es posible, bien lo ha dicho el autor, cuando se tiene un mago así. Precisamente con corazón de mago se ha escrito este libro. Corazón de mago nos bulle en el pecho al leerlo. Un corazón de mago lleva al niño de este libro al encuentro con Vincent Van Gogh, el pintor de los girasoles. El suicida Van Gogh y un niño cubano. Transmigración. Samsara, nos llega desde el budismo. Dos seres santificados: un suicida desorejado holandés y un niño huérfano cubano. Y entre ambos, soportando el peso-paso de ambos, el piso que a ambos sostiene: ese sembrado en Arlés en el que el holandés pronunciara hace ya más de un siglo aquellas últimas palabras ―¡ya no puedo más!, antes de dispararse con aquella vieja pistola en el pecho― y el feérico suelo de la patria. En los famosos girasoles, ese óleo del holandés, si se busca con lupa, nos asegura el autor, podrá verse la huella del huerfanito cubano. Hace ya más de dos años, quien esto escribe se detuvo casi una hora frente a ese lienzo de Vincent Van Gogh en el Museo Metropolitano de Nueva York. No había entonces leído A la sombra del mago. De haberlo hecho, de seguro habría yo pensado en esa huella. De seguro la habría buscado. Artes de pintor, de niño, de poeta y de mago. Cuatro artes mixturados en el odre de uno. Por eso este libro es una nganga.

“Anuncié que este era un libro invocación de almas. Se llega a la última de las páginas y los lectores serán testigos de ello. Mirarán alrededor y alcanzarán a verlas. Presenciarán cómo, en derredor, de arriba a abajo y de izquierda a derecha, todo se llena de almas…”

He ahí la aparición de ese señor alto y flaco en “Transformación, ese señor con una orquídea en la solapa, ese señor en el que muta y transmuta el gallo Hipólito. Desde su angustia sin nombre tuvo Kafka su Gregorio; desde la poesía multánime de este libro ―poesía de muchos nombres y muchas ánimas― nos regala el autor sus transmutaciones. En “Vuelonocturno ―segunda velada alusión a ese fantasma de corazón blanco que es y será siempre Antoine Saint-Exupéry―, se nos dice: hay que estar preparado para tiempos donde la gente almacena mucho negro en los corazones. Quizá este ―como antes muchos otros― resulte uno de esos tiempos. Asola la execración. Como lenitivo y escudo aporta el autor otro rito: si el mal habita en algún sitio, si ha ocupado algún objeto, pues se hace pipi encima de tales sitios u objetos ―alguien que posea el corazón puro― y la maldad deriva en bondad. Lo baldío florece. Y enuncia el autor la causa: los objetos toman el color de nuestros corazones. Terapia miccional, se diría. Esa es la maravillosa y pura doctrina de este libro: conmina a que derrotemos el mal. Eso acaece, por ejemplo, en “Invasión, otro de los cuentos de este libro, cuando todas las brujas se truecan en curujeyes en los que anidarán, alborozados y piantes, los gorriones. Transmutemos el crujido de la maldad en la música de la bondad: hagamos del corazón una lámpara. Hagamos que el corazón sea lumbre y alumbre. El corazón: una antorcha. Un candelabro. Una palmatoria. Un haz de luz. Eso es este libro: lumbre que alumbra.

Un yoguin mira dentro de otro ser y, en el plexo solar, visualiza color. Yo, antiguo yoguin, miro en este libro, y ahí está el color. Videant per speculum, decían los antiguos. De un yoguin a un yoruba: se visualiza lo mismo. Y es que todos los credos ―y todos los practicantes― ven lo mismo. En “Arcoíris”, nos instruye el autor: aquel que desea controlarnos aprovecha nuestros miedos. Verdad esa como un templo. Eterna como una pirámide. Es taimado el mal: aprovecha cuanto tememos. El miedo ata y delata. Paraliza. Hace dudar. Aherroja. Se destierra el miedo y se es libre, como libres nos deseaba Martí al desearnos cultos.

Casi es ya el final. Es ya el último de los cuentos. “Ascensión es el nombre. Es el fin del rito. La consumación de la ceremonia, cuento este que sorprende, no como mazazo sino, ¡otra vez!, como salmo y ensalmo al develarse ―y quedar iluminados y santificados por la luz de muchas velas― todos los prodigios. En este final ―¡que es a su vez principio!― sabemos, al fin, que el personaje central de este libro, este libro nganga, este libro sortilegio, este libro abracadabra, el huerfanito que habla con peces y árboles, el niño mago, el niño que habla con Van Gogh, Francisquito, es un alma más, un niño muerto. O eternamente vivo porque se renueva, así nos alecciona el autor, ocupa el sitio que le toca. Recordarán que al inicio conminé a recordar aquella frase: camina el niño por encima de las nubes y las nubes le caminan por encima. Caminamientos que llevan al niño, a todos los niños, a transmutarse en conejos blancos. Anuncié que este era un libro invocación de almas. Se llega a la última de las páginas y los lectores serán testigos de ello. Mirarán alrededor y alcanzarán a verlas. Presenciarán cómo, en derredor, de arriba a abajo y de izquierda a derecha, todo se llena de almas, miles de almas de niños saltarán, corretearán, jugarán, caminarán por encima de las nubes mientras las nubes, esas motas blancas, les caminan por encima. Eso evoca y provoca este libro: llena nuestro entorno de niños, parvulitos que se trastocan, nubes mediante, en purísimos conejos blancos.

¡Mírenlos!, ¡mírenlos como saltan!

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