Ni el diablo ni el fascismo están hechos con la niebla de Milán
El gobierno de Ucrania lleva años desmontando la historia en torno a la Segunda Guerra Mundial, pero desde el inicio del conflicto militar con Rusia se acrecentaron los asaltos a las estatuas de los próceres soviéticos, la propaganda falaz que transforma a los nazis locales en patriotas, así como la promoción de una narrativa de odio que intenta darle una voltereta a lo que realmente sucedió. Más allá de que los acontecimientos actuales pueden tener múltiples aristas de análisis, la historiografía más o menos seria —incluso la occidental— había reconocido que la URSS tuvo un papel preponderante en la derrota de los nazis, pero de un tiempo a esta parte, a partir del poder de las redes sociales y la irrupción de la post verdad con los sitios de chequeo de datos (sesgados ideológicamente), se evidencia el interés por derivarlo todo hacia un relato interesado y parcial. Un reciente artículo en The New York Times titulado “¿Por qué la guerra de Rusia en Ucrania es fascista?” habla de extrapolar los conceptos más allá de los hechos y verlos a raíz de las interpretaciones, sin que se constate otra cosa que una versión occidental y antirrusa del asunto.
Más allá de que la gran prensa responde a unos dueños, lo cierto es que los hechos existen, son icebergs en medio del mar de las sentencias mediáticas, pedazos de realidad que hacen naufragar los intentos que navegan dentro de la corriente de la propaganda y que cancelan cualquier acercamiento honesto. Hoy Rusia es gobernada por un partido que promueve la unidad de los eslavos ortodoxos y que se basa en los elementos que son comunes a todos los habitantes de una región cultural. Si bien polémica, esa visión política no es descabellada ni descansa sobre bases poco sólidas. Putin ha declarado que el final de la URSS fue una catástrofe civilizatoria, la mayor que sufrieron los eslavos en siglos, lo cual sumió a millones en la miseria e hizo que los años más duros del socialismo real parecieran paraísos, al lado de los problemas estructurales del neoliberalismo a pulso insuflado desde Occidente. La recuperación de la honra y la prosperidad pasan por un asunto de hegemonía cultural y de regreso a las fundamentaciones de una nacionalidad y de una idiosincrasia. El peso que ello genera en la región puede evidenciarse en el ascenso por décadas de Moscú ante el mundo, si bien no se alcanza el status de superpotencia de antaño. Obvio que, en las narrativas propugnadas por Putin, la central reside en la victoria contra la Alemania nazi, quizás la mayor tarea realizada por los eslavos y con la cual el resto de la Humanidad está en deuda. Por lo que no reconocer los hechos en torno a la Segunda Guerra Mundial es un ataque directo a la identidad de uno de los países con mayor trascendencia en la historia más reciente.
“La historiografía más o menos seria —incluso la occidental— había reconocido que la URSS tuvo un papel preponderante en la derrota de los nazis”.
El artículo de The New York Times hace una acrobacia ideológica para colocar a Stalin al lado de Hitler y a la URSS junto a Alemania. Esta tesis hubiera escandalizado a los propios occidentales que en 1944 colocaban propaganda en el metro de Londres, en la cual decían que el Ejército Rojo era heroico y amistoso. Y es lógico que, mientras la URSS ponía el grueso de los muertos en combate, los ingleses y norteamericanos sintieran gratitud y admiración, pero a la luz de los años y vistos los intereses en juego, las tornas han cambiado. En filmes hollywoodenses se habla del papel de los Estados Unidos, más allá del peso real que las operaciones bélicas norteamericanas tuvieron. Lo particular se eleva a la categoría de universal y se impone como verdad absoluta. En dicha operación, quedan magnificados los lazos de intercambio bélico y comercial que los occidentales tuvieron con Moscú en plena guerra. Tal pareciera que sin los camiones yanquis y los tanques británicos no se hubiera podido ganar la batalla de Kursk por ejemplo. En el artículo de The New York Times, se desglosa que, al existir un gobierno como el de Stalin en la URSS, casi que podía hablarse de un hermanamiento entre fascistas y bolcheviques. El punto que, a juicio de dicho escrito, uniría ambos sistemas, fue el Pacto de no Agresión firmado antes de la guerra por Moscú y Berlín. Pero no podemos olvidar el apoyo desde mucho antes del gran capital a Hitler, con millones de dólares que le permitieron a Alemania salir de la inflación y rearmarse en tiempo récord. Tampoco que, en Munich, los gobiernos de Inglaterra y Francia le entregaron al nazismo las llaves de Europa, cuando cedieron los Sudetes checos al tirano. Esta historia mal contada de Occidente se apoya en dos elementos: el infantilismo de los públicos a la hora de juzgar, así como la sobresaturación de propaganda que impide un hallazgo certero.
La posmodernidad posee la eficacia para distorsionar la ética, imprimirle una hipertrofia, de manera que se pierden los hechos. En el laboratorio mediático de la manipulación, comienzan a circular las interpretaciones y todo se torna una película basada en los sucesos, pero donde ese añadido, esa variación ideológica devienen esenciales. Eso pasa en Hollywood con el tema de la Segunda Guerra Mundial, al punto que una encuesta de hace pocos años en las escuelas norteamericanas arrojó que el grueso de los alumnos pensaba que Estados Unidos venció en solitario a Alemania. Razones de peso, como los millones de muertos en el frente oriental, dejan de ser tenidas en cuenta. Batallas como Pearl Harbour tienen, gracias al cine, un impacto casi tan grande como la realidad cruda vivida en Stalingrado, donde se decidió el curso de la guerra. En 1945 nadie hubiera dudado de la fuerza y el heroísmo de la URSS, pero a la luz de los años se fabrican matrices, se imponen mentiras, se obvia lo que pasó verdaderamente.
Según The New York Times, Stalin manipuló el concepto de fascismo, incluyendo luego, durante la Guerra Fría, a los gobiernos occidentales en la lista negra. El rotativo defiende una noción histórica distorsionada, según la cual las atrocidades son un fantasma sin forma, invisible, que recorre los entresijos de la cotidianidad y que se presenta en los más diversos escenarios. De tal forma, el fascismo no tendría un rostro real, sino que se envuelve en una bruma imposible de apresar. Y como mismo el diablo no es la niebla de Milán, sino un ser concreto, los fascistas y los nazis tienen un programa y una forma de proyectarse que resultan inconfundibles. El enmascaramiento, lo performático, son herramientas útiles en política cuando se trata de esconder, de arrojar oscuridad sobre aquello que debería estar claro y ser asumido por todos como un peligro.
Esa performance de la política que no llega a ser fiel a la historia ha surgido con fuerza de los laboratorios ideológicos del sistema para actualizarse en medio del conflicto entre Rusia y Ucrania. Ahora, se le quiere escamotear a los eslavos su mérito de haber derrotado al fascismo, pero además se tilda a Moscú de ser el nuevo III Reich. La voltereta se da a partir de las redes y de la implosión de emociones que sustituyen los estudios, los hechos y la realidad tangible. En un contexto en el cual se reivindica incluso a Alemania y su otrora militarismo, las víctimas se colocan en el puesto de victimarios. A partir de una lectura de los sucesos actuales se transforma el pasado. Los anteojos con que miramos este fenómeno no nos permiten desentrañar qué hay detrás, pues se trata de geopolítica de alto nivel, esa que se hace de un siglo para otro y que maneja los entresijos de una verdad oculta, pero determinante. Si para The New York Times Putin es un nuevo Hitler, Busch y Biden resultan inocentes, a pesar de haber protagonizado sendas invasiones contra Irak y Yugoslavia. El uranio empobrecido que aun subyace en las tierras serbias pareciera no contar en la historia, el cáncer generacional que sufren los habitantes de tales regiones se ignora olímpicamente. Solo lo ruso es deplorable, solo se cancela a Moscú y su cultura e idioma. La xenofobia, una marca del propio fascismo, es elevada a la categoría de “justicia social” por quienes manejan lo que es políticamente correcto. La cacería de brujas ha tenido lugar a niveles de un cinismo sin paridad.
“Es lógico que, mientras la URSS ponía el grueso de los muertos en combate, los ingleses y norteamericanos sintieran gratitud y admiración, pero a la luz de los años y vistos los intereses en juego, las tornas han cambiado”.
La imagen de la abuela ucraniana que fue a recibir a las tropas de Zelensky con una bandera soviética es un símbolo de la memoria histórica en contra del olvido interesado. La respuesta de los militares fue pisotear la enseña y ofrecerle una bolsa con alimentos a la anciana. “Ustedes desprecian el símbolo por el cual murió mi padre”, dijo ella indignada. En el espacio cósmico, un conjunto de rusos iza la misma bandera roja. No se trata solo de un signo comunista, sino del recuerdo de la victoria contra el nazi fascismo, un sistema que se llevó por delante el decoro de la humanidad, tras destruir súbitamente millones de vidas. Occidente quiere trastocar el significado de la última guerra mundial, quizás para que pueda repetirse. La buena memoria nos impide ser tontos manipulables. Los hechos no convienen, sino las emociones. La realidad se juega en los medios de prensa como un partido de fútbol y se habla de bombas atómicas y de armas biológicas como si fuesen goles o disparos al arco. Y quien así no quiera asumirlo es tildado con miles de epítetos, desde fascista hasta violento. La cancelación campea a sus anchas en un mundo donde existe la muerte virtual y el linchamiento, la censura total y la vigilancia detallada e implacable.
Si para algo se usa la posmodernidad es con el objetivo de reescribir la verdad una y otra vez, sin importar que se desgaste. La nueva política no es ética, sino que padece de hipertrofia. Son moldeables los dogmas ideológicos, se adaptan a marcos convenientes. El fanatismo hará el resto del trabajo, violentando a quienes disienten, apartando y convirtiéndolos en no personas. Así se procede hoy con la Segunda Guerra Mundial y los desfiles de la victoria que tradicionalmente hace Rusia en conmemoración a la derrota del fascismo. No es casual que Occidente quiera silenciar el grito de quienes ayer sufrieron el holocausto, el hambre y la crueldad. En el artículo de The New York Times, además de desbalancear, se intenta imponer una matriz histórica sin fundamento, a partir de una lectura sesgada de la URSS y su legado. Es imposible no reparar en que todo el lodo viene con una marca ideológica y que es una expresión de la lucha de clases universal. Precisamente la despolitización de los debates en torno a la realidad ha sido una tarea de los posmodernos, interesados más en una especie de banalidad del mal.
“Ahora, se le quiere escamotear a los eslavos su mérito de haber derrotado al fascismo, pero además se tilda a Moscú de ser el nuevo III Reich”.
Hanna Arendt fue la principal reportera y cronista del juicio a Eichmann en Jerusalén. En ese proceso, la filósofa percibe que había una trivialización en la muerte, una bestia aburrida y cotidiana, casi estúpida, detrás del asesino. Casi era una tarea de tontos ajusticiar a quien se llevó por delante la vida de tantos judíos. Por un lado, nada traería de vuelta a las víctimas y, por otro, Eichmann era un sujeto despreciable, banal, posmoderno, que daba más importancia a sus cigarrillos que al juicio mismo. Tal pareciera que nada se estaba resolviendo, sino que al contrario se reafirmaba y se normalizaba. Algo de eso ocurre con la posmodernidad en la interpretación del pasado. Occidente banaliza tanto aquellos hechos, los esconde y los deforma, que la gente deja de pensar en eso o cree que las víctimas son victimarios.
“Occidente quiere trastocar el significado de la última guerra mundial, quizás para que pueda repetirse”.
En política nada está del todo establecido, la hegemonía se juega a cada paso. Eso se acrecienta en el escenario de la posmodernidad y del neoliberalismo que propenden a la fragmentación del sujeto de la historia en las subjetividades y las emociones. Por ende, los hechos en torno a la Segunda Guerra Mundial y el papel de la URSS son la punta de lanza de cierta propaganda occidental que se congracia con la banalidad del mal y le abre paso al verdadero fascismo de la actualidad. El eterno retorno puede hacerse patente a partir de que los presupuestos fueron previamente borrados. Si no existe un ayer, entonces tampoco un hoy y sobre la base de ese lodo pantanoso se esgrime la propaganda. Los interesados en esto apuntan hacia un futuro en el cual predomine la hegemonía cultural del odio y de los grupos de poder.
Hace tiempo se sabe que la ideología es fruto de condiciones socioeconómicas de un momento de la historia, pero también que la propia ideología influye en ese ser material, en ese hombre concreto. Esa interrelación, esa interdependencia, determinan hacia dónde van las tornas en los análisis acerca de los sistemas modernos. Obvio que usar la etiqueta de fascista contra el país que derrotó el fascismo es un despropósito, a menos que se difunda el mensaje por todos los canales y se logre una saturación. En tal caso, los consumidores no tienen otra salida que asumir la visión de los hechos y no pueden acceder a los hechos en sí. Por ello se dice que la etiqueta “teoría de la conspiración” fue creada por los mismos laboratorios que conspiran, para que no queden expuestos los mecanismos internos del reloj de los grandes desastres.
“Usar la etiqueta de fascista contra el país que derrotó el fascismo es un despropósito”.
En el caso de los símbolos de la victoria contra el fascismo, se corre el peligro de que estos se difuminen en el viento de la historia hasta no significar nada o asumir una esencia contraria a sus orígenes semióticos. La criminalización de la bandera roja y de quienes la enarbolan es solo un paso entre tantos. También hay demoliciones de las estatuas de Lenin y de monumentos al soldado soviético desconocido. Ello en el clima de las marchas de neonazis del Batallón Azov y de otras agrupaciones, así como con la erección de homenajes a personajes que colaboraron con Hitler. Ucrania y Rusia poseen un pasado en común, una especie de inicio o núcleo, que ahora mismo se intenta borrar, para establecer contraposiciones insalvables. Todo ello responde a la fragmentación, a la banalidad del mal y al uso oportunista de las conciencias.
Como en el juicio a Eichmann, los hechos tangibles pierden peso, se transforman en levedad dentro del viento histórico. He ahí el peligro que sopesa y que amenaza con caer sobre una humanidad adormecida y apática.
Excelente análisis que constituye un ejemplo de cómo desmenuzar los argumentos que se constituyen en posverdad para distorsionar la historia real y atizar las accciones extremistas y antihistóricas, sobre la base de la ignorancia y los prejuicios.