Negación de una muerte anunciada

Leonardo Estrada
14/12/2016

El reloj de pared marca las 4 de la madrugada y una pesadilla terrible acaba de despertarme. “Fidel ha muerto”, aún puedo escuchar el grito de horror en mis oídos. Inmóvil, recuerdo a flashes La historia me absolverá, la Carta de México, la expedición del yate Granma, el Asalto al Cuartel Moncada, la Campaña de Alfabetización, protagonizados por el Invicto Comandante; pero el grito de horror no desaparece. Y luego el temor se escurre en mis ojos en forma de lágrimas.

Es sábado en la mañana, y en las calles se respira un aire pérfido y desolado. No hay ropas tendidas en los balcones de los edificios. El bailarín que vive encima de mi piso hoy no ensaya sus coreografías. El músico de rock que vive a la izquierda no compone acordes en su piano. Tampoco los niños juegan. Ni siquiera el Sol ha querido salir.

Hay silencio, eso sí. Hay un silencio que sabe a muerte y se lo traga todo. Un silencio que devora el vecindario,  la ciudad, y más allá de la ciudad, con su lengua de tristeza. Un silencio en las caras de la gente, en las guaguas que transitan la avenida sin llenarlo todo de humo, en los perros ahora mudos del vecindario; en los periódicos que anuncian la terrible noticia que ha dejado enmudecido a un planeta entero.

Es sábado en la tarde y mi abuelo hoy no ha encendido el televisor para ver a su equipo de pelota jugar. Yo intento almorzar algo, pero mi estómago se niega. Mi madre nos dice que lo mejor es recordar a Fidel con alegría, y que ella sabe que la pelota y la comida son nuestra alegría. Yo no respondo. Mi abuelo la mira y lloroso musita: “entonces yo no voy a ver más la pelota”.

Es sábado en la noche. Camino meditabundo hacia la Plaza de la Revolución. La bandera de la Plaza casi no ondea. A mi lado, niños vestidos de uniforme escolar, hombres de ciencia y letras, ancianos, se acumulan. Todos nos miramos, pero nadie habla. Luego pasamos por el altar de Fidel y alguien grita, y todos gritamos; pero luego el silencio aparece nuevamente, tragándose hasta las piedras.

Aquel día yo no entendía nada. Tampoco los nueve días posteriores llenos de dolor. Había leído todas aquellas historias de dioses en los libros de la mitología griega y romana, y pensaba que los inmortales no podían morir físicamente. Fidel era eso, un inmortal, un inmortal que solo había cerrado sus ojos desgastados por las arenas del tiempo. Fidel sembró con su sangre la esperanza en la tierra y se la regaló a los pobres, a los de mirada sin fe. Fidel era un inmortal que no podía morir. Fue ese mi último pensamiento antes de poner en el balcón de mi apartamento un cartel que dice: “Fidel soy yo, Fidel eres tú”.

Han pasado muchas madrugadas desde que me desperté y escuché aquel grito, y el silencio apareció en la ciudad y más allá de la ciudad. Me pregunto si la alegría volverá a dibujarse nuevamente en el rostro de mi abuelo, en el rostro de miles de familias cubanas y del mundo, en los colores del universo. Lo mejor será volver a dormir, quién sabe si cuando despierte descubro que todo ha sido un sueño.