Muestra Joven: Cinco cortos notables y un documental extraordinario
9/4/2019
Más histriónica que autoral parece, a primera vista, la presente edición de la Muestra Joven, pues la mayoría de los cortos de ficción se sostienen en la notable ductilidad para crear personajes verosímiles de tres grandes intérpretes, poco vistos, desgraciadamente, en el cine llamado “oficial”: Lola Amores, Milton García y Eduardo Martínez. Con una sólida carrera teatral, e incluso cinematográfica, casi siempre en los ámbitos del cine independiente, los tres intérpretes se han transformado en íconos de este tipo de producciones. Los alienta, supongo, una cierta capacidad de riesgo, y la confianza en las propuestas más osadas de los jóvenes realizadores. Porque también debe reconocerse que este trío de poderosos actores protagonizan los mejores cortos, o más bien, los cortos que a este redactor le parecieron los más destacables.
Eduardo Martínez brilla otra vez, desde el silencio significativo y el gesto leve, en Atardecer en el trópico, drama familiar escrito y dirigido, en estilo contemplativo y melancólico, por Marta María Borrás, con adusta fotografía de Javier Labrador, capaz de develar el laxo conformismo de un contexto, y ciertos problemáticos trances que puede atravesar la comprensión paterno-filial, en medio de la necesidad espiritual, a veces imperiosa, de algo trascendental. El protagonista aparece ubicado en el centro de lugares abiertos, desolados, pétreos, espacios completamente ajenos a las angustias que provoca la vejez, el goteo de la rutina o la presunta desintegración de la familia. Se impone tomar nota del tono mayormente pesimista o taciturno que adopta Atardecer en el trópico, junto con la mayor parte de los cortometrajes de ficción de esta Muestra, incluso cuando bordean la comedia, como ocurre en El Secadero, coescrito y dirigido por José Luis Aparicio.
Con momentos de recargado humor negro y delicada parodia, debida sobre todo a la excelencia interpretativa de —otra vez— Eduardo Martínez, aquí brillantemente secundado por Jorge Molina y Raúl Capote, El Secadero satiriza ciertos espacios televisivos de corte propagandístico estilo Tras la huella o Día y noche, puesto que nuestros personajes son gente como uno, con defectos ligeramente realzados para verificar la sátira; son policías medio obcecados por el sexo, el ascenso, la ventaja material o el tráfico de intereses con tal de cumplir su misión: atrapar a un asesino en serie que decapita policías.
A través de un estilo barroco que abunda en citas cinéfilas y audiovisuales de todo tipo, mediante una narración medio enrevesada, y a ratos enloquecida, que juega irreverentemente con ciertas reglas estrictas de los géneros cinematográficos, El Secadero se asienta sobre una gran premisa, pero los constantes saltos narrativos y de estilo representacional generan alguna situación humorística de primera clase, diluida en un contexto demasiado cargado de personajes y peripecias como para lograr la identificación del espectador. Hacia el final, en una escena memorable por su nostálgica añoranza, el corto alcanza uno de sus mejores momentos, tal vez homenaje al cinema noir y aquellos detectives apasionados por mujeres fatales.
El incombustible Mario Guerra, probablemente el único actor cubano capaz de conferirle verosimilitud a cualquier diálogo o situación dramática, por disparatados que parezcan (recuerden Sergio y Serguei) se une a un compañero de escena muy competente en estos términos de actuación y organicidad. Milton García es uno de los mejores actores de su generación, y junto con Mario interpreta una pareja de rateros con muy diversas perspectivas sobre el “oficio”, en Flying Pigeon (de Daniel Santoyo), y el eterno motivo del mentor y el pupilo se traslada, desde el argumento, hasta la propia desbordada personalidad escénica de ambos actores, porque el brillo del corto proviene, precisamente, del cuidadoso macramé de intenciones y capacidades que los dos intérpretes evidencian.
Rutila entre las mejores actrices de este país Lola Amores, en los cortometrajes Fin y Los amantes, ambos dirigidos por jóvenes cineastas ganadores de Muestras anteriores, como Yimit Ramírez con Gloria eterna, triunfadora del año pasado, y Alán González, con La profesora de inglés. En dos o tres escenas de Fin, le toca a Lola Amores una actuación especial: interpretar un personaje simbólico, distanciado de todo naturalismo, en los bordes de una narración marcada por el desafuero histriónico y por una visualidad simplemente sobrecogedora. Parábola sobre las segundas oportunidades, o tal vez metáfora sobre lo que significa la muerte en tanto apocalipsis circular de una vida en eterna caída libre, Fin significa también una suerte de cántico al talento y la fotogenia de Milton García, quien parece dominar todos los registros y estilos, el naturalista y el distanciado, Brecht, Stanislavski, Grotowski…
Es cierto que la parábola sobre este hombre que vuelve a la vida llega al espectador en una narración conscientemente oscurecida por la desobediencia a la causalidad y marcada por un simbolismo agresivo, y se sabe que la belleza es misterio que solo a veces se puede explicar convincentemente, o encerrar en tres actos aristotélicos marcados por la progresión narrativa, pero, de todos modos, incluso en los terrenos del cine experimental más indomable, el realizador y los guionistas suelen buscar un principio de claridad temática y estilística para intentar avanzar en las penumbras de temas tan densos y trascendentales como la expiración y el renacimiento. Forma y contenido se embrollan, tropiezan y se desdicen a lo largo de Fin, cuyos diversos segmentos padecen de un demasiado evidente imperativo de trascendencia, a diferencia de la coherencia metafórica y narrativa del anterior corto de su realizador, Gloria eterna.
Por su parte, en Los amantes, Alan González cumple al extremo la regla que dicta a los cortometrajes el comienzo en in medias res (la narración se inicia en medio de la historia, en vez de comenzar por el principio) cuando Lola Amores interpreta a una mujer que borra la sangre, evidencia de un crimen, pero jamás aparecerán las retrospectivas que cuenten qué ocurrió ni mucho menos cómo y dónde se verificó el asesinato. Toda la historia se visualiza mediante asombrosos planos secuencias (la dirección de fotografía corresponde a Denise Guerra) mientras la dirección de arte de Celia Ledón subraya cierta concupiscencia en la sordidez, anunciada por trabajos previos de Alan González como la multipremiada La profesora de inglés, y la muy notable El hormiguero. En Los amantes se evidencia el poder de un cineasta que sabe manejar a los actores, en especial a las actrices, de modo que cruzamos los dedos para que se verifique La mujer salvaje, el primer largometraje de Alan González, que llevará en el papel protagónico a la versátil e imponente Lola Amores.
Y hablando de actrices sinceras y convincentes, en la Muestra está también Idalmis García (la directora de la escuela en Conducta). Idalmis es la actriz principal, de constante e inspiradora presencia en cámara a todo lo largo de Ángela, un corto realizado, producido, fotografiado, editado, sonorizado y coescrito por Juan Pablo Daranas, puesto que la propia actriz contribuyó también a la construcción de la historia. Ángela discursa sobre la soledad, las esperanzas y los sueños inconclusos de una emigrante cubana en Nueva York. Pocas veces se vio tan triste al atardecer el puente de Brooklyn como en este corto, saludablemente aferrado a las técnicas de la improvisación y el cine directo, gracias a la proximidad de los recursos documentales y de la metaficción, como se percibe en las repetidas escenas de rumba en el Central Park, y en la omnipresencia de una actriz franca y expresiva, capaz de verificar con toda naturalidad, entre palomas al vuelo, uno de los finales más hermosos y abiertos de los que el espectador puede ver en esta Muestra, en la sección dedicada a la ficción.
En términos de documental, muy poco pude ver en esta ocasión. Sin embargo, impresionado gratamente quedé con ese sentido inmanente de la belleza, del misterio ilimitado que asiste a los genios, destilado en la hora y diez minutos que dura Brouwer: El origen de la sombra, insólito documental codirigido por Katherine T. Gavilán y Lisandra López Fabé, con producción de la primera, y un complejo guión, concebido por la segunda. Ante todo, debemos aclarar, tal y como opera el documental, que esta obra se distancia de la entrevista consabida, la narración causal, y la glosa más o menos biográfica, aunque sí se conciba desde la noble idea de rendir tributo y redactar, quizás, la imprescindible apología del extraordinario músico, compositor, pedagogo y director de orquesta. Sin embargo, los hacedores del documental, en complicidad con el protagonista, huyeron del panegírico y la cronología desde el mismo inicio, cuando escuchamos a Leo Brouwer declarar su rechazo a las redundancias del documental exegético.
De este modo, el colectivo de jóvenes creadores atestigua la fluencia, en absoluta libertad, de la conciencia del artista, que habla directamente a la cámara, o escuchamos en su voz en off, o simplemente permanece en la tranquilidad y el silencio, dos condiciones que él considera imprescindibles para estimular el pensamiento. La deslumbrante fotografía de Alejandro Alonso (de impronta reconocible gracias a sus anteriores documentales La despedida y El proyecto, entre otros) se recrea en planos detalles de filiación simbólica, iluminación expresionista, primerísimos planos, o encuadres anti convencionales, que le proveen a la obra fortísima componente experimental, a veces contemplativa, dentro de una inclinación al callado fulgor y a la quietud fecunda reforzada por las estrategias del sonido y la edición, a cargo respectivamente de Velia Díaz de Villalvilla y Emmanuel Peña.
La musical flexibilidad de la muy abierta y acumulativa estructura resultó la única estrategia posible cuando el propósito se acercaba a la complicada, casi imposible definición del misterio de la creatividad, mediante un cúmulo de imágenes y palabras, y músicas, que juegan al enigma y la metáfora, mientras se insertan también referencias, por supuesto, que dan fe del inaudito virtuosismo del protagonista. Y así, la memoria del espectador sensible seguramente se verá impactada por varios grandes momentos de Brouwer: El origen de la sombra: habrá quien se quede con los instantes de furia y exabrupto, soberbia y desaire; otros recordarán la perfección de una esfera azul, que flota sobre un fondo de ásperas y grises rocas; tal vez quede en la mente el vértigo generado por un itinerario que se inicia en la calle bulliciosa, el patio umbrío, o el hogar tranquilo, y luego salta hasta las alturas prodigiosas de la creatividad. Porque, al igual que la mayor parte de la música de Leo Brouwer, o la prosa poética de Lezama Lima, el documental busca la arriesgada epifanía de manifestar lo oculto, y poner en imágenes y sonidos aquello que asciende para que la luz (y sobre todo las sombras) lo configure.