Monstruos, personas mediocres y cabezas gigantes
No hay pensamientos peligrosos, pensar es en sí mismo peligroso.
Hanna Arendt
Thomas Lerooy es un artista belga que ha hecho de la desproporción el centro de su obra. La producción contemporánea se hunde en conceptos basados en la perspectiva performática de la posmodernidad, en la cual no cuentan los hechos, sino las interpretaciones. En tal sentido, el autor hace hincapié en que el cuerpo y la mente, el alma y el físico, no van nunca de la mano en un mundo de apariencias. Se trata de darle luz a un debate que se realiza en la cotidianidad y según el cual las esencias no sobreviven ni van más allá de los intereses, de las bajas pasiones y de todo aquello que envilece y oculta la belleza interior. En una de las piezas más lúcidas, titulada “Sin suficiente cerebro para sobrevivir”, Lerooy establece una atractiva pero grotesca desproporcionalidad entre una cabeza inmensa que cae hacia un lado y un cuerpo raquítico que queda sujeto como apéndice.
Obviamente, la contradicción entre el título de la obra y lo representado lleva a diversas interpretaciones, porque, de hecho, el artista no ha querido que prevalezca una sola tesis, ni siquiera que el espectador entienda cabalmente el misterio escondido detrás de la escultura. Todo debe quedar a manera de sorpresa en los entresijos de la crítica o de la simple contemplación de los elementos estéticos. Más allá de la belleza o la fealdad, la categoría que Lerooy lleva adelante con estas propuestas es la de la banalidad del mal o, como han dicho otros artistas, la levedad del ser.
La carencia de masa crítica espiritual suficiente define la era posmoderna, al punto de que teóricos como Slavoj Zizek la colocan como su bestia negra o como la culpable de cuanto enrevesamiento de la conciencia o hipertrofia ética se vive. Lerooy representa, de tal forma y a través de estas obras, a un ser que pende de sus propias desgracias, que no es capaz de autosostenerse, que padece de un hambre insaciable y mortal de verdades y de tesis, lo cual lo lleva a morir de inanición. Precisamente en ese terreno florece la banalidad del mal; una categoría definida por la filósofa Hanna Arendt a partir de su participación en el juicio a Eichmann, uno de los nazis más renombrados en el pasaje penoso del Holocausto judío.
Pudiera decirse que Lerooy está fotografiando con sus esculturas un estadio de la ética que se remonta a los más horrorosos fragmentos de la vida. El criminal de guerra del Tercer Reich, raptado por la Mossad israelí, termina encarando un juicio en Jerusalén. De esa forma concluyó la vida de uno de los nazis que huyeron en 1945 de Alemania a través de diversas vías hacia América Latina, donde vivieron con identidad falsa. Eichmann no era, para sorpresa de Hanna y de todos los demás, un ogro sin humanismo, sino más bien un mediocre sin alma, una pieza que se accionaba y cuyo mundo era el más estrecho cubículo de lo infame. Muchas veces en la vista legal, el asesino decía que era inocente, que solo cumplió órdenes y que jamás puso su pistola sobre la cabeza de nadie ni se embarró de sangre. La levedad de este ser humano y su banal aproximación a un fenómeno de muerte podrían hallarse en la misma línea que la figura de cabeza enorme y cuerpo raquítico de Lerooy. Genial en sus aproximaciones filosóficas, la aguda Hanna Arendt pronto se dio cuenta de que, en efecto, el nazi se creía honestamente inocente, y en esa construcción mental se encerraba frente al mundo. De manera que no había forma de juzgarlo en verdad, de apelar a su culpa espiritual, pues la banalidad de su mal estaba en su carácter intrascendente. En la mente de Eichmann no había ética posible, porque se abolió en él la capacidad de decidir, de pensar, de emitir una tesis.
Por ello las cabezas pesadas e inmensas penden sobre el concepto de banalidad del mal; son figuraciones en las cuales es evidente que los humanos se pierden, dejan de ser ellos mismos y asumen un contenido que los desvirtúa. Luego, no es posible un punto de retorno, ya no habrá manera de llenar lo que está vacío y mucho menos hacer que la conciencia retoñe como una planta. El ser simplemente se ha ido, se ocultó, dejando a la cabeza hueca, pesarosa, inerte. El cuerpo pende como un apéndice en medio del desastre, y nada, ni siquiera un juicio como el de Jerusalén, hace que la ética entre de nuevo a jugar su papel. Del peligro de esta banalidad del mal nos advierte Lerooy; esa que no se interesa por esencias, sino por interpretaciones, y de ahí a asuntos aún peores.
El universo inauténtico del mercado es una de las dimensiones donde se pierde el humanismo y se hunde la razón. Allí, en los entresijos de la ambición y del ego, nada subsiste, sino que pasa como con los personajes de una farsa, quienes intentan vivir seriamente en medio de la más terrible de las vulgaridades. Y no es que se trate de glorificar la pobreza, sino de saber que el ser humano no va a ser más pleno llenándose de cosas, cuando lo que necesita es evitar la banalidad del mal. Esa carencia de peso se agudiza en la medida en que no hay hechos sobre los cuales decidir, filosofías fuertes para el debate, verdades que se erijan como templos. Lo performático de la posmodernidad reside en apartarnos de esas búsquedas y dejarnos inertes en un recodo de la reflexión.
A fin de cuentas, la posmodernidad es hija del irracionalismo del siglo XX, que se avizorara en Nietzsche. No es que el alemán fuera culpable ni impulsor de los campos de exterminio nazis, sino que el espíritu de deconstrucción, de muerte de las esencias, podía olerse en la obra de aquel hombre, como ocurre con las tormentas a lo lejos. Hay que tener en cuenta la forma irónica y tangencial en la cual el propio Nietzsche escribía, dejándonos claro que ese irracionalismo del futuro no era una cuestión de gustos personales, sino un fenómeno inevitable y que, de hecho, ya acompañaba a la humanidad desde los inicios a pesar de la idea de progreso. Una de las cabezas de Lerooy podría ser la de cualquiera de nosotros, pues la banalidad del mal es un camino que nos elige y del cual se tiene uno que defender activamente. Se trata de un mal que pervive en el tiempo y que contagia como si fuese un virus. Quizás Eichmann comenzó su trabajo como un obrero más, con alguna que otra responsabilidad, y poco a poco fue hacia la condición mediocre y asesina que definió su ser ontológico al punto de no poder jamás reencontrarse. Nietzsche no glorificaba la venida de ese anticristo que es hoy determinada idea de la maldad intrínseca y terrible de ciertos pasajes, sino que alertó y dio la clarinada en su propio lenguaje; fue capaz de decir en medio del desierto aquello que nos salva y nos aviva, que nos devuelve a la conciencia auténtica.
En cuanto a Hanna Arendt y el juicio a Eichmann, existe un famoso libro escrito por la autora a partir de sus apuntes como reportera presente en el suceso. Allí se puede hallar a un hombre subsumido en la nada cotidiana y terrible, que fuma cigarrillos y mira al tribunal como si fuese un ser con la conciencia tranquila. No es que hubiese un demonio detrás de los espejuelos del criminal; nadie iba a exorcizar a un ángel malévolo y hallar de esa forma el porqué de tanto sufrimiento para el pueblo hebreo. Lo que los jueces querían que fuese un juicio histórico se iba transformando en una farsa, no porque el criminal fuese inocente, sino porque no había en él una conciencia para ajusticiarla. No se busca una esencia donde solo hay vacío, no se dialoga con una pared ni se grita en un desierto. Así es como Hanna vio aquella justa legal que se estaba televisando ante el mundo. Ya ella había publicado su volumen Los orígenes del totalitarismo, donde invertía la carga de la historia en cuanto a los grandes relatos de la humanidad que construían sistemas políticos basados en una teleología. Supuestamente, cuando el poder mataba, lo hacía para un “bien que estaba por venir”, con lo cual el mal era solo accidental, esporádico, un mero tropiezo. Sin embargo, Hanna le dio a ese sofisma de la historia un giro copernicano, y estableció que el mal en sí mismo era el centro y no lo añadido, lo adyacente.
De tal manera, en Los orígenes del totalitarismo está la explicación ampliada del otro libro, el que salió luego del juicio y que se titula Eichmann en Jerusalén. La banalidad del mal existe porque el mal es el núcleo, lo que mueve el proceso de existencia del fascismo, lo que manipula las mentes y las hace meras testas sin contenido que cumplen órdenes en función de un supuesto porvenir glorioso. Porque para los nazis la muerte de los judíos era una “limpieza”, o sea, una labor que se realizó para que el mundo estuviese más dispuesto y sin trabas al desarrollo de la supuesta raza superior y más humana, más talentosa y pura. Sin el mal el fascismo no podía vivir; se trataba de un instrumento de dominación, pero también de una esencia ontológica del sistema, un discurso y una filosofía política. Hanna Arendt, de hecho, desenmascaró el fenómeno de la maldad al verlo no como algo ligado al deseo de una sola persona que daña a otra, sino como una culpa colectiva de la cual son responsables quienes, sin ejercer violencia ni muerte, observan con pasividad. Así, el propio pueblo hebreo que no había denunciado ni resistido su exterminio a manos del nazismo era también responsable de aquella desgracia. Polémicas declaraciones en un medio tan judío como el que rodeaba a la intelectual. Sin embargo, ella lo que no quería era que su reportaje y posterior libro sobre el juicio quedaran en el lago de la banalidad del mal, de la levedad, sin llegar al núcleo del asunto, al meollo de la cuestión política.
Las cabezas de Lerooy no son más que representaciones, no van a desnudar toda la verdad en torno al fenómeno posmoderno del vacío, de hecho, el propio autor dice que los espectadores le colocan capas semánticas a las obras, a veces muy distantes de cualquier intención original. Sin embargo, son una muestra de que la banalidad del mal no procede precisamente de un contenido individual único, sino que flota sobre la época y constituye un entramado capaz no solo de entrar en el universo de las representaciones artísticas, sino de materializarse en la obra de un tipo como Eichmann. Entre el creador y el monstruo hay solo la actitud ante la banalidad. O se está o no se está, ya que los puntos intermedios son también valoraciones que tienden hacia el vacío y la crueldad, la muerte, la complicidad y el silencio, tal y como pasaba con una parte del pueblo hebreo durante el Holocausto.
“Entre el creador y el monstruo hay solo la actitud ante la banalidad”
La muerte del sujeto crítico decretada por la posmodernidad es como el sueño de la razón que genera monstruos, y en esa duermevela solo queda el despertar. La conciencia debe venir al mundo como el Lázaro que resucita en la Biblia, de un solo golpe, como verdad dura que es, e iniciar el debate que corresponde a esta era. Matar al sujeto condujo a matar personas, negar la conciencia del mundo coloca al mundo en un abismo. No es que todo dependa de los humanos, sino que el pensamiento centrado puede comprender la acción transformadora, y la irracionalidad solo justifica el genocidio o lo invisibiliza, lo apaña, lo genera. Mientras no haya una conciencia, se está a punto de la inconciencia, de volver al fascismo.
Hanna Arendt, por su parte, fue la discípula por excelencia de Martin Heidegger. Ello no solo implica que tuviesen una relación amorosa, sino una interrelación filosófica. El dasein del pensador alemán era una crítica a la razón, y a la vez, una validación. El hombre es un ser pensante, precisamente por su estado de arrojo. Sin embargo, el ser se encuentra a partir de la existencia auténtica, de no estar en estado de errancia. Es bueno que haya una búsqueda, pero no como la del supermercado, no un estadio similar al del picaflor, sino un estado de escucha activa, de manera que se produzca el hallazgo. El dasein no es cualquier hombre, sino el que vive en la modernidad y debe enfrentarse a la posmodernidad. Ese al cual se le dice que no hay un sujeto centrado, sino una realidad múltiple donde la moral se ha esfumado y no existe más Dios que la propia palabra Dios. La dureza de la vida para ese hombre se construye a partir de un presente en el cual se está entre lo inauténtico (la banalidad del mal, la levedad) y la búsqueda activa. La tensión entre ambos polos genera no solo posible violencia, sino que lacera y duele. Por ello, el juicio a Eichmann era algo que solo podía ser explicado por Hanna Arendt. Más allá del odio a un asesino, más que la culpa como un tema universal, la escritora halló la inautenticidad en estado puro, al punto de que ajusticiar al criminal no limpiaba la mácula de la historia. La lacra no se va con la horca o el fusilamiento, sino que persiste, porque precisamente se ha tornado esencia de la posmodernidad rampante.
Entonces la postura ante la banalidad del mal no es solo judicial, sino ontológica, ética. Se trata de un asunto de voluntad de elección. Pero para saber el lado correcto, tendrá que comprenderse el asunto desde la autenticidad del ser, desde la búsqueda y el hallazgo que nos saca de nuestro arrojo al mundo, en el cual somos en un inicio como almas lanzadas al purgatorio. Vivir sin suficiente cerebro, como nos dice Lerooy, es lo que nos provoca esa distrofia del cuerpo y del alma. La desproporción resulta visible en cuanto nos damos cuenta de sus terribles consecuencias. Hallar un sujeto no es casarse con una sola visión ni vivir en una capilla, sino agarrar una vela en medio de la oscuridad de la noche. Esa verdad, que puede ser la razón, e incluso una verdad revelada divinamente, tendrían que ser tablas de salvación en medio del caos inducido de esta época.
Hanna, la alumna de Heidegger, quiso desnudar la banalidad, darle nombre, denunciarla. Sin embargo, el reinado de lo inauténtico es hoy un hecho. Las cabezas de quienes moran en los espacios huecos de la posmodernidad tienden a crecer, como testas llenas de ideas superfluas, hacia la hipertrofia. En este lado, el del no pensar, pareciera que la gente es feliz, sin embargo, si se pone atención, se verá que la cara de la cabeza gigantesca concebida por Lerooy está como anonadada, tonta, un hilillo de baba le corre por los labios y cae en señal de chochez. Quien no comprenda el tipo de muerte terrible que se deriva de allí, quizás se dé de bruces bien pronto con su propio deceso. A fin de cuentas el fascismo, tal y como lo retrata Hanna Arendt, era capaz de convertir en monstruos a personas mediocres y sin maldad intrínseca.