En nadie como Mongo estuvo mejor representado el típico aficionado cubano que en materia de beisbol cree sabérselas todas.
Aficionados que, lejos de gozar un buen desafío, suelen angustiarse con lo que le hicieron o dejaron de hacer los incomprendidos managers, junto a los umpires, las personas más sufridas en el deporte que alguien llamó pasatiempo nacional.
“De haber nacido Mongo 20 años después, estoy convencido de que hubiera jugado en Series Nacionales”.
Aficionados —¿por qué no, fanáticos?— para los que siempre habrá un hit decisivo que pudo haber sido out de haber estado bien situado el jugador a la defensiva, y el batazo descomunal que no fue mérito de quien lo bateó, sino error del pitcher “qué tiró recta cuando debió enterrar la curva”.
Idiosincrasia propia de un pueblo que lleva la pelota en el alma desde los lejanos días en que, paraguas al brazo y con sombreros de pajilla, nuestros abuelos acudían al primitivo Almendares Park.
Sana pasión de padres e hijos. Orgullo nacional profundamente herido en 1941, cuando Daniel Canónico superó en duelos consecutivos a Julio Moreno y a Conrado Marrero para que Venezuela arrebatara a Cuba el título amateur, del cual nos sentíamos dueños a perpetuidad.
De haber nacido Mongo 20 años después, estoy convencido de que hubiera jugado en Series Nacionales.
Adolescente aún, era quien más lejos llevaba la bola en aquellos pitenes de adultos, que dinero por medio, se enfrentaban en la Bien Aparecida, y con el mascotín levantaba en primera cuanto le tiraran.
Pero eran otros tiempos. El temprano trabajo mató al pelotero, pero no al aficionado que murió con Mongo.
Cuando, ya mayor, perdió la pierna derecha a causa de la diabetes, cambió su asiento en el Latino por una silla frente al televisor. Luego vino lo de las cataratas, su dificultad para ver, y la imposibilidad de que lo operasen, ¡maldita sea!, por causa también del azúcar.
Fue entonces que se refugió en la radio. No se perdía espacio deportivo alguno y, bien informado como estaba, nunca le faltó ocasión para mostrar su descontento con esta o aquella decisión de un manager cualquiera: “¡Qué clase de ‘manichito’, viejo! Mira que mandar a comprar con el pitcher bolón”.
Hoy Mongo no está entre nosotros. Pero yo lo sigo viendo ahí, como en los últimos tiempos, en su silla, con el radio de pilas bien pegado a la oreja, metido de lleno en el play off, y no ausente del mundo, como pudiera pensarse.
Tampoco está ausente ahora, cuando disfruto el partido que en pantuflas veo frente a la tele, hasta que una jugada de corrido y bateo no contemplada en “mi librito”, hace aflorar el manager de glorieta que todos los cubanos, comentaristas o no, llevamos dentro.
De un salto me pongo en pie. Abro aparatosamente los brazos, elevo la vista al infinito, y rezongo para mis adentros: “¡Coño, Mongo!, no es que me ciegue la pasión de hermano, pero ¡tú sí le sabías un mundo a la bola!”.
Fuente: Swines a la nostalgia, Cienfuegos, Ediciones Mecenas, 2005, pp. 141-143