Los hombres como tú van al cielo. Están, como solía decir el Ambia “enconsortados con la vida”; que es una forma de estar siempre acechando el espacio que creemos nos corresponde; el que hemos logrado a golpe de esfuerzo, inteligencia y un poco de suerte. Que según un gran filósofo de esta tierra es la mejor manera de hacer valer el talento.

Esa relación —que es todo un privilegio— es la que te permite andar por la vida cargando defectos, detractores y amigos con los que se tienen contradicciones, a los que se le llama la atención y/o se protegen a toda costa, incluso a riesgo de sacrificar (quemar es el término adecuado) algunas naves; y esa apuesta parte de la confianza o de la fe que se tiene en aquellos que de alguna manera se nos parecen o son nuestros justos opuestos.

“Yo era el recién llegado, tú el que ya había recorrido un camino. Pasión versus reflexión reposada”. Imagen: Tomada de Cubadebate

Hace treinta cinco años, más menos, fueron contradicciones y desacuerdos las que me pusieron en el camino y la vida de Pedro de la Hoz. Discutimos, al menos eso fue lo que llegue a pensar en un principio, sobre un tema de estética musical que involucraba la influencia de la música de Stravinski en la música bailable cubana. Yo era el recién llegado, tú el que ya había recorrido un camino. Pasión versus reflexión reposada.

Aquella no fue la única vez que estuvimos en desacuerdo, solo que tras aquel primer encuentro asumiste el papel de hermano mayor; y no voy a negar que por momentos me molestaban tus regaños, algunos con cierta carga de ironía; pero así son los hermanos mayores.

Solo que un buen día las cosas cambiaron. Fue por obra y gracia de la revista Salsa Cubana. Entonces creo que estaba algo más maduro, reflexivo. Entonces nuestros encuentros en aquellas tertulias —matizadas con el viejo vaso plástico y dos jarras hechas en la Isla de la Juventud en las que compartimos largos tragos de ron y una decena de cigarros, que fumábamos alevosamente— se volvieron más fraternales, las contradicciones se convirtieron en desacuerdos o en criterios complementarios.

Con el tiempo supe que a mis espaldas me defendías, a capa y espada, de aquellos que no creían en mí o no me querían. Así actúan los hermanos mayores. También estaban las advertencias para evitar que diera malos pasos.

“Con el tiempo supe que a mis espaldas me defendías, a capa y espada”.

Salsa Cubana pasó a la historia, lo mismo que nuestros encuentros casi semanales; pero siempre que coincidíamos no dejabas de hacerme notar qué paso era correcto; qué debía hacer. No era para que te imitara, al contrario, era para que reforzara mi personalidad, acertara el tiro. Y si desobedecía —algo muy propio del hermano menor— el regaño siempre era lo más privado que se pudiera esperar.

Un buen día descubrí que “eras mi sobrino”. Fue por obra y gracia de mi filiación fraternal. Todo indicaba que los papeles estaban por invertirse. El viejo “Ñico la Hoz” fue el causante de esta inversión descabellada de los términos de nuestra relación. Solo que desde ese instante cuidaste con más devoción mis pasos.

Parte de esas lecciones que recibí de ti —como diría el viejo Papín “apréndanselo que la lección es gratis hoy”— me ayudaron a lidiar con problemas propios de este mundo en que nos desenvolvemos. Escribir es un acto de valentía en total soledad.

No sé si alguna vez te llegué a decir que me enorgullecía el saber que mi nombre se barajó más de una vez para ciertos trabajos profesionales junto al tuyo (honor inesperado) y que en un acto propio de caballeros me dabas la alternativa y después me hacías saber que me “estaban llamando o buscando para tal trabajo… que debía lucirme”. Ignoraba que a mis espaldas me enmendabas la plana y dabas tu aprobación.

“Escribir es un acto de valentía en total soledad”.

Un buen día comenzamos a trazar el sueño de retomar una revista de música. Ciertamente fue tu idea y consultaste con Radamés Giró si yo estaba a la altura de ese sueño. Como todo buen manager me diste las señas para que “lanzara ese juego complejo”.

Casi lo logramos. Al menos fue el momento de redención familiar que nos tocaba. Volvieron los desacuerdos, las contradicciones y el compartir un cigarro y un trago de ron como pipa de la paz. En ese entonces tu tiempo era limitado, pero para eso estaba el teléfono, los correos y los mensajes para estar en contacto y complementar el trabajo.

No olvido que el día que me regalaste el placer de presentar mis libros muchos asistentes quedaron sorprendidos por la simple razón de que entre col y col hubo lechugas —ora halagos, ora palabras sabias llamando la atención sobre aquello que me quedó por hacer. Cierto músico asistente a la presentación me dijo que “Pedro te debe querer mucho cuando te ha tratado con cariño… Entonces debe estar bueno el libro”.

Volviendo al sueño de la revista. Intentamos todo lo humanamente posible para que triunfara, para que fuera realidad, superar el acumular trabajos y convocar a quienes pudieran escribir. Debíamos vernos una vez a la semana para revisar textos y trazar estrategias, pero esas reuniones se volvieron llamadas matutinas regulares; el mensaje de siempre: yo te llamo.

“Así fue transcurriendo el tiempo y un buen día llegó la noticia, el hermano mayor estaba enfermo”.

Así fue transcurriendo el tiempo y un buen día llegó la noticia, el hermano mayor estaba enfermo. No miento si digo que pensé en aquella canción de Amaury Pérez eso de “ese hombre está herido y la muerte lo sabe”.

Entonces volvimos a la rutina de conversar. Solo que con el tiempo en nuestra contra. Entonces me agradeciste el haber tenido desacuerdos y contradicciones y volviste a decirme que me llamabas cuando nos despedimos con un fuerte apretón de manos, algo raro en nuestras citas.

Tengo algunas cosas que ver contigo, entre ellas unos apuntes que estoy escribiendo. Se que no vamos a coincidir al cien por ciento, que tendremos contradicciones y hasta algún desacuerdo. Hermano, que espero tu llamada.