Basta pronunciar su nombre para invocar la belleza. Arquitecto del dibujo, orfebre del perfil, hechicero de las veladuras. Nadie como él para retratar la fusión de los cuerpos en el acto amatorio. Nadie ha logrado, como él, transformar el deseo en piel verdeazul, rutilante, pétrea y marítima al mismo tiempo, que fluyó sin fronteras, libre al fin por obra y gracia de pinceles y pigmentos.
Mucho se ha escrito sobre la obra de Servando Cabrera Moreno, fuente inagotable de placer estético que convida a revisitarla una y otra vez, inclinarse sobre la superficie cristalina y beber con la mirada hasta aplacar esa sed imposible de conjurar, pues sus aguas tienen la rara virtud de provocar más deseo del que satisfacen. Él sabía que lo sublime, cruel e inasible por definición, es imposible de encarcelar. Va siempre a su antojo, sin amo ni ley. Pero algo deja a su paso; algo flamígero y acuoso, aéreo y terrestre, que un dibujante contumaz, un verdadero demiurgo de los óleos capta y plasma sobre las superficies en blanco. Entonces nace la obra, y con ella, la leyenda.
Regresar a Servando, el amigo que no conocí; al pintor que llamamos por el nombre para sentirlo más cercano, más presente, para que nos conceda la gracia de asperjarnos un ápice de su genialidad; y rendirle tributo, degustar una vez más su maestría sin límites. Mírame así. Habaneras y guajiros de Servando Cabrera Moreno, la exposición que por estos días acoge Galería Habana, nos permite todo esto y mucho más. Organizada entre dicha institución y el Museo Biblioteca Servando Cabrera Moreno a raíz del aniversario 55 de la galería y de la presentación en Cuba del libro homónimo [1], la muestra recoge un amplio número de dibujos ejecutados en los años 70 y 80 por esta imprescindible figura del arte insular.
Mujeres de cejas resueltas a punta de lápiz, pechos esteatopígicos y cabellos al viento, que nada envidian a La Virgen del cuello largo pintada por El Parmigianino; jóvenes tocados con anchos sombreros de yarey, cuyos rostros exhiben densos bigotes, símbolos arquetípicos de hombría en el sentido más hegemónico del término; machetes, girasoles, olor a sudor, rayos de luz, barbas ásperas, recuerdos de Gibara… El fugaz esplendor de la lozanía; el frescor de la carne en sazón. Servando ha inmortalizado con estos dibujos un instante de la eclosión de los cuerpos, un segundo de la belleza en su cenit. Podemos imaginar el efecto que nos provocaría los besos provenientes de esas bocas tan bien dibujadas, podemos intuir el escultórico músculo que palpita bajo la camisa de faena. Casi nos estremecemos ante el supuesto roce de esos dedos gruesos como troncos de cedro, casi escuchamos el susurro que producen los cabellos de las muchachas al voltear los rostros hacia el horizonte en isócrona voluntad. Juntos, hombre y mujer, vistos como fuerza bruta, como ímpetu de la naturaleza en pos de construir un futuro a fuerza de trabajo y osadía, de esperanzas y amor.
Sin embargo, hay trazas viriles en esos rostros femeninos a veces demasiado rectos, demasiado geométricos, y en esos cuellos gruesos, preparados para sostener inflorescencias; hay mucho de femenil en esos ojos masculinos que seducen y enternecen, que allá lejos, en el fondo de la pupila, destellan un quejido de doncella impúber. Buonarroti pintó sibilas de espaldas musculadas y brazos titánicos; Da Vinci, arcángeles femeninos que, enfundados en resplandecientes armaduras, miran fijo al espectador. Servando también supo trastocar sentidos, quebrar fronteras, subvertir términos. Su mano, hábil e inquieta como pocas, supo feminizar lo masculino, y viceversa, articulando una densa red de colores y sentidos que aún hoy nos sigue cautivando. No por gusto cuenta entre los mejores pintores cubanos. Quizás sea el mejor; y al emitir ese criterio asumo el riesgo de ser absoluto. Pero, con Servando, el arte es absoluto, contundente, holístico. Su maestría sin límites supo transpirarse en esas figuras, en esos modelos, y abarcar la realidad pictórica con un par de trazos que lo dicen todo, que no dejan resquicio, desde su complicada sencillez, a la improvisación o la vulgaridad, a la burla o al escarnio, al trazo que satura o a la pincelada fútil.
Hace un par de años, mientras trabajaba en el Taller Experimental de la Gráfica, tuve la posibilidad de atender a un turista que venía en busca de grabados. A pesar de sus seis décadas de vida, era un hombre muy apuesto. Nos dimos a conversar, y me contó que era cubano de nacimiento, aunque llevaba 40 años lejos de la isla. También me dijo que, siendo muy joven, había trabajado como modelo para Servando Cabrera. En ese instante, su antiguo esplendor, su garbo ya marchito, regresó de golpe_x001D_