La jornada del 2 de agosto del 2021 es imborrable en la historia del movimiento deportivo universal. La cuarta corona obtenida en la lucha bajo los cinco aros, algo irrealizable hasta hoy entre los hombres, instaló definitivamente, por los siglos de los siglos, a un extraclase de los 130 kilogramos en el cénit del olimpismo.
No importan cuántas nuevas proezas se escriban en las venideras centurias. De cualquier forma, a la hora de idolatrar lo más excelso del desempeño atlético, de cualquier época, un nombre emergerá con una fuerza superior, si es que ello fuera posible, a la imponente anatomía de quien le da cuerpo: Mijaín López Núñez.
La leyenda que se robusteció en la noche de esa fecha en la distante Tokyo —su autor era acreedor de esa condición desde mucho antes— comenzó a tejerse décadas atrás. Un coloso, literalmente hablando, no se forma de la noche a la mañana. Este que trascendió desde Herradura, pequeño poblado del occidente cubano, fue labrando su narrativa atlética insuperable desde que dio los primeros pasos sobre los colchones de su terruño natal.
Por el camino, que invariablemente presenta desafíos supremos a quienes aspiran a conquistar la gloria (por eso apenas unos pocos, los elegidos, son los que ascienden a lo más alto del firmamento), el pequeño se transformó en gigante, bajo la tutela de muchos de los imprescindibles de la especialidad en la Mayor de las Antillas. Desde sus entrenadores en la base, pasando por los siempre presentes, más allá de su ausencia física, Pedro Val y Gustavo Rollé, hasta los hoy conductores Raúl Trujillo y Filiberto Azcuy, otro gladiador que por derecho propio está en el templo de los inmortales.
A sus condiciones físicas de ensueño Mijaín añadió la disciplina para escuchar a sus entrenadores y la voluntad, a prueba de fuego, para trabajar sobre la lona. Desde muy joven se sintió en la cúspide, a la cual accedió, inobjetablemente, en los más exigentes escenarios de variadas geografías. De Herning a Río de Janeiro; de Bakú a Londres; de Beijing, Toronto, Lima o Moscú a la capital nipona, donde, por cierto, como también hizo antes en diferentes certámenes, no permitió que sus adversarios le marcaran siquiera un punto. Ello no hizo mella en su convicción de que ese estatus lo obligaba a entregarse, aún más, a las fatigantes sesiones de adiestramiento. En el plano mental, donde tantos otros deportistas de élite se quebraron, López es también una figura excelsa.
De su palmarés, además de las cuatro coronas olímpicas, mucho hay que añadir, con la certeza de que no se puede sintetizar una obra fascinante en pocas líneas. Apenas como botón de muestra estos datos: cinco diademas en campeonatos mundiales, igual cifra en Juegos Panamericanos y un sinnúmero en cuanto torneo intervino.
Ahora bien, existen, entre las tantas aportaciones de este carismático deportista, varias que desbordan el ámbito competitivo y que debemos exaltar. Desde su humildad, desterrando el envanecimiento que desafortunadamente se apodera, no pocas veces, de quienes ocupan titulares en las más diversas esferas de la vida, hasta el vigor que emana de su comportamiento.
“La actuación del antillano, dentro y fuera de la duela, es un monumento a la resistencia y desarrollo de los seres humanos”.
Este cubano fornido, que tiene el don de continuar presentándose ante nuestras retinas con la lozanía del muchacho que cautivó a todos en los panamericanos de Santo Domingo 2003, cuando venció sin sobresaltos al estadounidense Rulon Gardner (el mismo que impidió en la final de Sídney 2000 que Alexander Karelin, otro titán hacia la eternidad, e ídolo para el nuestro, ganara su cuarta dorada en las máximas citas estivales) es un ejemplo de extraordinario valor no solo para el presente sino, especialmente, hacia el futuro.
En un mundo con tantos superhéroes falsos y globalización de lo fatuo; con tanta difusión de lo mezquino y adoración de lo insulso; con tanto culto al embrutecimiento; con tanta pirotecnia y trucos para desvirtuar la realidad; con tantas poses de representantes de poca monta que inundan inimaginables espacios; con tanto vicio y fomento del odio, la actuación del antillano, dentro y fuera de la duela, es un monumento a la resistencia y desarrollo de los seres humanos.
Ahora que se habla con renovada energía, invocando al poeta, de lo impostergable de que empujemos al país, poniéndole nuestros latidos a cada impulso creador, la gallardía de Mijaín se eleva a la estratosfera.
Sus medallas olímpicas, y la mayor parte de las que alcanzó en juegos múltiples, tienen el valor inconmensurable añadido de que en esas justas fue el abanderado de nuestras embajadas atléticas. Un país en sus manos; una historia de hidalguía sesquicentenaria en su corazón; un caudal de retos en el horizonte anidados en lo más profundo de su ser.
Qué orgullo tener como estandarte en esas fiestas de la paz y la fraternidad globales que representan las olimpiadas a esta persona de ébano. Mijaín, al igual que su pueblo —he ahí la fortaleza de un símbolo, en tanto enhebra la convicción indestructible en esa masa con rostro de San Antonio a Maisí y quien ondea el pabellón patrio en esos convites— no se amedrenta ante escollo alguno. Sabe que lo espinoso del camino a transitar, los entuertos por venir, los obstáculos por aparecer, languidecerán ante el empeño y arrojo de los que no creemos en imposibles de ninguna clase.
Ese es el aliento que nos insufla el hijo de Leonor y Bartolo; el esposo de Maylín; el padre de dos retoños que se sienten los pequeñines más felices de la tierra; el discípulo de ese otro gigante y paradigma de la hidalguía, resistencia, solidaridad y victoria que es Fidel.
En cuanto a lo deportivo, la heroicidad que acaba de rubricar, y acrecentar, en predios del sol naciente, está cincelada con letras doradas. Su hazaña fue esculpida en el más preciado e inoxidable de los aceros. Su ejemplo es imperecedero. Con el paso de los años será reverenciado todavía con mayor pasión.
Si en lo adelante, aventurándonos a otear un tiempo que parece destinado cuando menos al próximo milenio, alguien llegara a atesorar cinco diamantes olímpicos (ojo, hay indicios del propio Mijaín de que el guion de su gran epopeya no ha concluido, y que a lo mejor puede extenderse la llama hasta la edición del 2024, quizás como guiño a la sentencia de que París bien vale una misa) lo primero que ese hipotético privilegiado realizaría es inclinarse ante la memoria del que hoy homenajeamos.
“A sus condiciones físicas de ensueño Mijaín añadió la disciplina para escuchar a sus entrenadores y la voluntad, a prueba de fuego, para trabajar sobre la lona”.
Pudiera parecer que lo más sensato es señalar que Don Mijaín López Núñez es de otra galaxia. El brillo de su proceder, sin embargo, al tiempo que ratifica que lo conseguido escapa de nuestra órbita, nos deja una certeza aún más vigorosa y proteica. Mijaín, de carne y hueso, se pasea por nuestras calles. Él encarna, desde la altura del Turquino, la irrenunciable vocación de los cubanos por seguir creciendo y venciendo. Ante ese hecho tangible y hermoso, no cejar en el empeño de hacer realidad cada sueño, es decir, ganar desde lo cotidiano cualquier medalla en disputa, la mejor presea que podemos colgar sobre su pecho, sencillamente, es darle las gracias a Mijaín por existir e inspirarnos.