Mientras escucho a César Portillo de la Luz
No tuve conciencia de quién era o qué representaba César Portillo de la Luz hasta que llegué a los 18 años y tuve mi primera decepción amorosa, la cual vino acompañada de una salida al Pico blanco, en la azotea del hotel Saint John, con un vecino cuyo padre era cantinero del lugar.
Tenía noción de sus canciones gracias a la voz de Elena Burke y el cantante Bobby Jiménez; la primera, por obra y gracia de los discos que mis padres escuchaban, sobre todo los domingos en la mañana. Había dos canciones que siempre me gustaron y me conmovieron: una del compositor Urbano Gutiérrez, titulada Canta lo sentimental, y la otra, Canción para un Festival, de César Portillo de la Luz.
Bobby era amigo de mi madre y mi tía Xiomara Tolón. Siempre que podía, o quería, pasaba por casa a “pegar la gorra” y ellas se deleitaban cuando él interpretaba a capella los temas Canción y Realidad y fantasía, que eran del propio César. A veces llegaba acompañado de un guitarrista llamado Froilán Amezaga, y la visita duraba más allá de la hora de la comida. Una comida que se limitaba a arroz amarillo con pollo (o con lo que fuera), papas fritas o plátano a puñetazos, y ensalada.
Mis padres sí conocían a César. No creo que fueran amigos —como sí lo fueron de otros cantantes y músicos de su juventud—, pero sí lo conocían, lo mismo que a José Antonio Méndez, Ángel Díaz, Luis Yáñez y Tania Castellanos. Entre todos ellos César era singular, no solo por sus canciones, sino también por sus criterios, y lo más importante, por la forma en que transmitía sus canciones. Esa debía ser la razón por la que siempre escuché a mis padres y a algunos de sus amigos referirse a su música de una manera distinta.
“César era el filin en persona”, le escuché decir cierta tarde a Bobby en una de sus visitas, que coincidió con mi primera vez en el Pico Blanco. El Pico, como comúnmente se le conocía en La Habana, no me era lejano; mis padres hablaban de las veces que habían asistido a ese sitio, de la hermosa vista de la ciudad y sobre todo del ambiente mágico que se generaba. Un buen día estaba allí llorando mi primera pena de amor. Para ese entonces nuestro mundo de música romántica era liderado especialmente por las canciones del brasileño Roberto Carlos, por lo que a cada situación amorosa que vivíamos correspondía una de sus creaciones. Eso era lo que esperaba encontrar en el Pico Blanco: consuelo a mi dolor, al despecho y al fracaso. Estaba equivocado.
Escuche cada una de las canciones que allí se cantaron y descubrí que “mi triste problema” no era tan grave; se trataba solamente del punto de vista que le diera a la historia. A esa conclusión llegue después de escucharle a César Canción para un Festival. Conocía la letra, la había oído decenas de veces cuando Bobby visitaba a mi madre o a mi tía, y la canté en voz baja.
Un mundo mágico se había abierto esa noche en mi vida y en mi cultura musical. Volví otras veces al Pico Blanco. Volví a escuchar a César, a José Antonio y a Angelito, sobre todo cuando cantaba Esa mujer, tema de Mike Pourcell que enlazaba al filin más puro con la Nueva Trova, y me aprendí algunas de sus canciones. Pero lo más importante es que me volví un adicto al filin. Sí, porque el filin genera adicción.
Pasaron los años y un buen día me encontré frente a frente con César Portillo de la Luz. Fue en uno de los primeros Festivales de Bolero que organiza la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Él estaba allí junto al compositor mexicano Vicente Garrido, y en el Hurón Azul dieron un pequeño recital. Para ese entonces ya había leído acerca de la historia del filin, había escuchado los discos de Miguel de Gonzalo, y entendía que Pacho Alonso había dado una dimensión sideral a la forma de cantar aquellas canciones. Entendía que el filin era sentimiento, pero también era jazz; creaba armonías complejas muy cercanas a la atonalidad, al serialismo, y su poética anticipó para muchos el coloquialismo de los poetas cubanos de los años 60 y 70.
Todas esas cosas estaban en boca de César Portillo de la Luz. Las había dicho una y otra vez, las repetía en cada lugar donde tenía tribuna, y además, defendía la dignidad del artista frente al público. Esa tarde César cantaba alguna de sus canciones y se permitía emitir sus juicios filosóficos. Podíamos estar de acuerdo o no, pero él sabía que movilizaba el pensamiento de la audiencia y provocaba a quienes lo estaban escuchando.
En aquella ocasión escuché por vez primera el apodo que lo identificaba en el gremio: el Sargento Mala Cara. No supe nunca el origen, eso no importa. Nunca importó. Creo que se debía a ese rictus de seriedad y a la autoridad que imponía. Incluso su sonrisa era medida, aunque esa tarde Vicente Garrido le arrancó fuertes carcajadas con anécdotas de su paso por México.
Durante esos días una tragedia conmovió al filin, a la música cubana y a él mismo: José Antonio Méndez, “El King”, había sufrido un accidente que le costó la vida. César lo asumió de modo estoico, con una gallardía inusual. Ese era su amigo, su cómplice y uno de los músicos que más admiraba. Lo sé porque lo viví las veces que visité el Pico Blanco. Los veía conversar, protegerse, y sobre todas las cosas, comunicarse. Ese día fatídico, y los siguientes, César cantó en el Pico, que era subsede del Festival, solamente las canciones de José Antonio. Lo hizo a su modo, les imprimió su alma y su filin.
“César era una suerte de dios musical”.
Pero la vida siguió. Recuerdo que a comienzos de los años 90 tuve la suerte de conocer y conversar con dos figuras importantes de la historia del bolero y la canción mexicana: Armando Manzanero y Federico Baena. Manzanero consideraba que César había cambiado la canción hispana cuando escribió Contigo en la distancia; había un antes y un después en el bolero y en la canción de habla hispana. Él se sabía casi todos sus temas, los aprendió cuando era pianista acompañante en los años 50 y comenzaba a concebir canciones.
Para Federico Baena, César era una suerte de dios musical. “Era mi cuate”, me dijo mientras tomábamos un largo vaso de pulque. “César Portillo es el Debussy del bolero. Él inventó la poesía que todos nosotros después entendimos, y lo hizo con la guitarra”.
Estaba en lo cierto el compositor mexicano. César cambió el modo de tocar la guitarra en el filin y en la trova que hasta ese entonces se conocía. Abrió el universo expresivo de ese instrumento. Ello fue obra de su insaciable hambre cultural y musical. Sus canciones eran una sucesión constante de complejas armonías que no resultaban agotadoras al oído común, y que no por complejas se debían ignorar. Eso lo comprendieron, y lo comprenden, todos los guitarristas acompañantes de Cuba. Lo supieron Froilán, Nelson Díaz, Martín Rojas y el mismo Pablo Milanés. Una ruptura de esa trascendencia en la trova cubana ocurriría con Silvio Rodríguez, 20 años después. Pero ese es asunto de otro trabajo futuro.
A fines de los años 90, César volvió sobre sus pasos, y con la sabiduría que dan los años y la experiencia decidió reinventarse. Entonces hizo una canción homenaje a Frank Sinatra y hasta compuso su testamento musical. Ambos los estrenó una noche en el Gato Tuerto; noche en la que no perdió la compostura y llamó al público al orden. No era la primera vez que lo hacía, y este, respetuoso, lo escuchó y le pidió canciones conocidas, y él las cantó como siempre solía hacer, reinventando alguna de sus partes para enriquecerla, para acercarla a los tiempos que viven los hombres que le rodean. Esa cualidad solo se logra si se conoce a fondo el jazz y si se ha apostado por ser un hombre culto.
Duke Ellington influyó en dos grandes figuras de la música cubana: Benny Moré y César Portillo de la Luz. Debió ser por el hecho de que su música siempre estaba girando sobre la órbita de la vida; nunca fue estática. Eso es lo que hoy pasa, 100 años después de su nacimiento, con las canciones de César Portillo de la Luz.
Pasó el tiempo y César también “se fugó”, como llamaba José Antonio Méndez al acto de morir. Ya no cruza la ciudad cargando su guitarra, con su camisa de bambula blanca. Ya no se le escucha en el Pico Blanco, de hecho, nunca más volvió a ser lo que conocimos, y no existe en las redes sociales.
Cuarenta años después, mis penas de amor se han calmado, no he vuelto a tener una recaída, y entre mis discos y canciones favoritas hay algunas de las suyas. Sobre todo, Noche cubana y Canción para un Festival, aunque en honor a la verdad, aún me emociono cuando Elena canta su Son al son.
Nunca llegué a contarle de estos asuntos a César Portillo de la Luz.