La aldea, el Guaso, el Alto Oriente, la ciudad de La Fama, Guantánamo… Voy a añadirle, respetuosamente, mis propias historias, mis títulos íntimos, porque la villa de Regino E. Boti, la tierra natal de Periquito Pérez, es para este caballero que llegó un día a sus predios ―hace ya algunas lunas― la más virginal de las ciudades cubanas. Paso a explicarlo, no sin antes advertir que lo más importante de estas notas, de esta historia, no es el encuentro mismo con un libro, sino el camino hacia él.  

Los caminos son siempre más seductores que el hallazgo.

Pues bien, recién estrenaba mi título de Licenciado en Periodismo, recién estrenaba mi libertad, cuando una señora, guantanamera de pura cepa, tomó un papel y me trazó las calles fundacionales, las retículas perfectas, las calles rectas que amaba el poeta. Al lado del río Guaso comencé a rodar el hilo de mi vida en un periódico con un nombre retador: Venceremos. Allí tuve mis primeros compañeros de trabajo, mi primer salario, mis primeros fulgores, mis primeras angustias.

El estreno de tu nombre en el papel, resulta orgásmico.

Recuerdo cuando subía por la calle Prado, rumbo al parque, rumbo a casa de mi hermana… rojo de ausencias, rojo de soles, rojo de sexo, rojo de hambre. Vi arrancar ventanas para alimentar el fuego, vi las ollas vacías, los rostros macilentos, las miradas perdidas.

La Fama, escultura que corona el Palacio Salcines, símbolo de Guantánamo. Foto: Periódico Venceremos

Lo he resumido en otras ocasiones de esta manera: “Un bombillo encendido era noticia; cuatro ruedas una excentricidad y una hamburguesa la bendición”. Estoy hablando naturalmente del estreno de los años noventa del pasado siglo, de aquella crisis llamada eufemísticamente “período especial”.

¿Me había tocado, en mi estreno profesional, los años más difíciles en la provincia más difícil? ¿Cómo pude encontrar el equilibrio, hallar la flor en la rama seca, despejar las tinieblas para encontrar al otro Guantánamo, al luminoso, al profundo, al de los abrazos que jamás se acaban?

En cierta ocasión, cuando comenté que hacía periodismo en Guantánamo, alguien con sorna, con prejuicio atávico, en actitud teatral, me dijo: ¡¿Y en Guantánamo… hay noticias!? Coloco admiración e interrogación al mismo tiempo, para intentar atrapar el momento.

Y yo, que vivía corriendo de un lugar otro, le solté en andanada: “Escribo del café, de una brigada en El Olimpo, de Petronila, la heroína; del faro de Maisí, de la conmoción en Playita; de Duaba y La Confianza, de la Tumba Francesa y la Loma del Chivo, de un premio para Ana Luz García, de Chito Latamblet, de lo malo del Coppelia, del fango en el poblado de Cecilia, del reparto Isleta, de la salinidad de la tierra, de una finca en Yacabo abajo, de la Loma de Malones, de Caimanera, de un mástil clavado en el pecho de Cuba… Yo escribo de la vida, de la gente”.

Y por supuesto ―¿cómo evitarlo si estás en Guantánamo?― también escribía de Regino E. Boti.

En mis estudios de Literatura Cubana durante mi etapa universitaria, había reparado en la restitución de la grandeza tras la muerte de Casal y Martí, por el triunvirato Boti-Poveda-Acosta. Tengo que confesar, sin oportunismo alguno, que fueron unos versos de Boti los que se grabaron en mi mente para siempre. Desde la primera vez que “Luz” apareció ante mí, más que un mero poema, lo sentí como una tesis de vida. Volví a él, una, dos, mil veces. Aquello de ser uno mismo el diamante que talla, sin llamar al mundo, pudorosamente, me pareció algo absolutamente sobrecogedor, prístino, lapidario.

Yo tallo mi diamante,
yo soy mi diamante.
Mientras otros gritan
yo enmudezco, yo corto, yo tallo;
hago arte en silencio.

(“Luz”/ fragmento)

Hay otros versos, sin embargo, que solo pude aquilatar una vez en Guantánamo, en medio de sus parquedades. Son aquellos en los que el bardo oriental canta con emoción a su ciudad: Aldea, mi aldea, / mi natal aldea/ término que clavó entre el mar y la montaña / la flecha siboney! (…) Mi polícroma aldea, / villa-iris amada (…)”. Por demasiado tiempo se ha insistido en la imagen física que presupone una “aldea”, un poco para menoscabarla.

Casa natal de Regino E. Boti. Foto: Periódico Venceremos

Guantánamo nunca ha tenido ínfulas ni ansias de capitalidad, mas cuando pisé esta “aldea” supe que Regino Boti no se refería al tamaño, sino al cariño. Es la asunción afectiva más que la imagen urbanística. Es el orgullo del terruño patrio, así como a la Virgen de la Caridad del Cobre se le dice “Cachita”, o como a la madre se le dice “mami”.

Uno motea, achica, reinventa, acerca, cuando va en ello el corazón.

Saber que existía la casa del poeta, que vivía su hija, y querer hurgar en aquellas paredes, querer conocer… ¡a una Boti!, fue una sola cosa. La querencia, sin embargo, no me abrió la puerta. Este era un castillo difícil de asaltar. Como puro espectador, sin preparación previa, asistí a una Jornada Boti. La hija del poeta se adelantó, a desgana, para recibir un ramo de flores. La vi tomar el micrófono, sin titubeos:
―Esto es m…  denme papel para salvar las obras de mi padre.

Esa es la primera imagen que recuerdo de Florentina Regis Boti y León (1928-2005). ¡Nada menos! Solo pude aquilatar cuánto de certeza tenía aquel reclamo ríspido ―cuasi espantador― al penetrar en el universo que se abrió ante mí una mañana. Ese paso, claro está, tuvo sus gradaciones.

En dos ocasiones la abordé personalmente, ya más aclimatado al tempo guantanamero, pero no obtuve resultados dignos de recordarse. Acudí entonces al escritor José Fernández Pequeño, quien había trabajado con su archivo, quien había recibido los permisos para entregarnos el epistolario Boti-Poveda, un capítulo esencial para entender la literatura y la sociedad cubanas de principios del siglo veinte.

Su asesoría fue sincera, fue directa. Para llegar a Florentina, para abrir sus tesoros… tendrás que imponértele, tendrás que demostrarle. La estrategia estaba en el aire, la táctica por trazar.

Al asalto / En casa de los Boti

Una mañana de domingo, bien temprano, tras un sábado frustrante, me fui a su casa. Toqué el aldabón con todas mis fuerzas; que fuera lo que Dios quisiera. Desde adentro escuché el grito increpador, alargado: ¡¿quién molestaaa a estas horas?! ¡¿quién eees?! El portalón cedió y vi asomarse un rostro de pocos amigos; pero como esta vez iba con mi chaleco antibalas, sin dejarle pronunciar una palabra, me adelanté. En sobretono, con estudiado desparpajo, reclamé la entrevista que ya le había solicitado. “Usted me conoce bien”, le solté, cuando intuí una palabra de rechazo formándose en sus labios.
¡Era casi una entrevista con escopeta!
Me descarnó de arriba abajo, de abajo arriba, sin dar créditos a mi osadía.
―A una dama, no se le molesta a esta hora…
No moví un músculo, la miré fijamente, mirada contra mirada. Yo estaba bien plantado, con la mano puesta en el marco de la puerta, en pose. Ahora o nunca. Se tomó un tiempo antes de su próxima frase, y advertí un rostro más distendido, incluso, si se me apura, cierta complacencia o complicidad, tras la cáscara dura.
―Venga dentro de una hora…
Y tiró la puerta.

El conferencista muestra un ejemplar de la edición príncipe del poemario, obsequio de la hija de Regino E. Boti. Foto: Centro Regino E. Boti. Olaph Johe Quiala y Jessica Elías Domínguez

Después tres décadas y más de ejercicio profesional, después de haber dialogado con personalidades de todo tipo, los parcos y los derramados, los modestos y los creídos, los lugareños y los foráneos, los famosos y los desconocidos, puedo decir que el intercambio con Florentina Boti fue único. Es más, como todo diálogo medular, como toda entrevista raigal, nunca se ha terminado. Todavía estoy allí.

En ese pórtico, en ese deambular, mi colega Víctor Hugo Purón Fonseca, también puso lo suyo. Sea dicho.

Voy a confesar que me preparé para aquella entrevista como para un examen de grado. Hurgué, investigué, especulé, imaginé. Y sobre todo leí, leí mucho a Boti. Florentina se dio cuenta, pero me advirtió que Boti era un mundo, que requería tomarse su tiempo. La conversación no estuvo mediada por la grabadora veloz cuyos minutos se esperan para el noticiero, ni por la plana que necesita algunas líneas con urgencia. Un trabajo fuera de plan, digámoslo así, que requirió varias visitas, varias semanas y un trabajo recio de decantación.

El resultado de nuestro encuentro apareció originalmente en dos partes en el periódico Venceremos, en 1993, y en versión revisada y cotejada en el libro El hueso en el papel (Editorial Oriente, 2011). Aparecen referencias en varias páginas web y artículos impresos, si bien hay nuevos matices por agregar que jamás fueron develados. Ya estoy deslizando algunos.

El conferencista mientras disertaba sobre el poeta guantanamero en el Centro Regino E. Boti, en junio pasado. 

Permítanme penetrar otra vez en aquella casona, pasar al cobertizo, sentarme a su lado. Permítanme escucharla. Cuando le pregunté si acaso vivía a la sombra de su padre, la respuesta rompió el aire como una saeta:

“Me siento más que afortunada por ser la hija de Boti. El hecho de mi nacimiento ya es una suerte indecible, y los trabajos de mi padre son como un juego, el más maravilloso de los juegos. Él laboraba como las hormiguitas, todo el día, y solía descansar los domingos, cuando pintaba (…) Defiendo la obra de Boti a capa y espada (…) y a través de lo que hago, los cubanos sabrán realmente quién es. Soy una hija cumpliendo un deber sagrado (…) y lo que lamento es no tener otra vida para dedicársela”, me apuntó entonces.[1]

Tan a capa y espada lo hacía, que en una de mis visitas vi cómo rescataba, con sumo cuidado, viejos manuscritos y recortes de su padre con la ayuda de otra señora. No puedo repetir lo que escuché cuando su ayudante (¡ay!) desgarró en un descuido uno de aquellos papeles. ¿Pueden imaginar el portazo de Nora en Casa de muñecas o el de la divina Garbo en el despacho del mismísimo dueño de la Metro Goldywn Mayer? Pues tuvo semejantes resonancias, si bien este se parecía más a un empujón.

Sentía curiosidad sobre el hombre de la metáfora en la casa, por la leyenda de severidad que le perseguía. Y aquí hay unos puntos que no harán más que alimentarla…

“En su vida familiar, mi padre era un hombre modesto, silencioso. Amaba el silencio, lo necesitaba. (…) Ese hombre de metáfora no existe en la familia. No fue efusivo ni nos atiborró de cultura. Los epítetos y el elogio los reservó para su poesía.

“Su rectitud te la muestro en dos anécdotas. Siendo profesor de Español del Instituto de Segunda Enseñanza de Guantánamo, un día llegó unos minutos tarde, se puso la raya roja, se descontó el día y se fue, pues no permitía que sus alumnos tocasen a la puerta ni un minuto después. Otra vez, a mi hermana Caridad la examinó y la calificó con 59 puntos. Solo le faltaba uno para aprobarla, pero jamás se lo dio”.

Florentina tenía toda una colección de armarios con cuadernillos, donde había clasificado por materias y por años toda la obra dispersa de su padre, en una labor de órdago, cuando todavía no habían llegado a nos las facilidades de la computación. Solo ella sabrá cuántos desvelos y cuánto amor puso en esos papeles, tan suyos como de su padre. Ante el más mínimo silencio de mi parte, ante cualquier duda, me indicaba correr la puerta de ese armario o de aquel otro, para comprobar lo que me decía.

Nota:

 [1] Todas las citas de la entrevista con Florentina R. Boti están tomadas de “Talla de silencio”, publicadas en nuestro libro El hueso en el papel, Editorial Oriente, Santiago de Cuba, 2011, pp. pp. 86-93.

*Conferencia dictada en el Centro Regino E. Boti, durante la 46. Jornada de Literatura y Artes Plásticas Regino E. Boti, Guantánamo, 7 de junio de 2024. Por su extensión, ha sido dividida en dos partes para su publicación en La Jiribilla.

1