Corría el mes de enero de 1988 y yo cursaba el segundo año de la especialidad en el ISA (Universidad de las Artes) y formaba parte de la banda de Bobby Carcassés que se presentaba regularmente en el club de jazz habanero de la época: el Maxim. Allí era común encontrar y compartir escenario no solo junto a compañeros de estudios, sino también con otros importantes músicos del momento como Emiliano Salvador y su grupo —en él alguna vez estuvo mi amigo Orlando Valle, “Maraca”, entre otras formaciones y solistas notables. Era un ambiente que me fascinaba, por lo que nunca faltaba, a menos que estuviera en exámenes.
Me parece estarlo viviendo nuevamente. Una de esas noches Carlos Fernández, más conocido como “El tío”, quien era el ingeniero de sonido habitual, me abordó en privado y, haciendo derroche de todo el secretismo posible, me hizo un comentario inesperado: “César, dice Chucho Valdés que estés mañana a las diez de la mañana en La Tropical, que quiere escucharte”. Tenía entonces 19 años y cargaba orgullosamente mi inmadurez y la guapería propia de quien se cree dueño del mundo.
La noticia llegó justo cuando me disponía a subir al escenario. Había preparado el instrumento y saboreado la caña mientras ajustaba la boquilla, pero el impacto de la noticia se reflejó en el estómago con un fuerte golpe conocido médicamente como cólico. Solo me quedaba una opción: no tocar. Apenado pedí a Bobby que me disculpara, y me regrese a casa tratando de digerir la noticia y endulzar mi sueño. Debía estar relajado y fresco para presentarme a la audición, era una oportunidad única, calva —como decía mi padre—, de esas que no se repiten. No me fue posible. Fue una de las noches más largas de mi vida en aquel entonces. No amanecía y el reloj parecía estar detenido. A las seis y media no pude más y me levanté. Ducha y desayuno. Ritual obligado de calentar los labios, probar la caña adecuada y tener pensamientos y sentimientos encontrados. “Tranquilo, César”, trataba de darme consuelo. “Que te hayan llamado es una buena señal. Eres la primera opción, si no entras, al menos contaron contigo. Hora de ganar confianza”.
Derrochando puntualidad llegué diez minutos antes de la hora prevista. Chucho ya estaba sentado frente al piano. Saludos y presentaciones. Hasta ese momento no había reparado en nuestros tamaños: 1.68 de mi parte contra 1.94. Al ponerse de pie para saludarme no me pude contener. “Coño, estoy frente al gran Chucho Valdés. Protégeme, Dios mío”. Espero que Cucho no me haya escuchado.
Había pasado desde niño la convivencia en becas, y tenía una asignatura bien aprendida: leer rostros. Cuando comencé a tocar standard con el maestro Chucho, Carlos del Puerto (bajo), Enrique Plá (batería) y Carlos Emilio Morales (guitarra) ganaba confianza. Me estaban aceptando. Cada nota era un paso más hacia la meta.
Pues sí, al rato de tocar, leer partituras a primera vista (abusivas, por cierto, en aquel momento, después descubriría que eran complejas) y una que otra charla de música, se me acercan Oscar Valdés (cantante y administrador de Irakere) y Chucho para proponerme entrar oficialmente al Olimpo de la música cubana. Nuevamente mis tripas llamaron la atención de todo mi cuerpo, en ese momento sentí que mi estómago se revelaba. Solución: correr al baño más cercano.
Yo, César López, acepto entrar al Olimpo; acepto portarme bien; acepto fidelidad a la música. Así pensaba mientras caminaba rumbo al ISA para contar a todos que me habían aceptado en Irakere, la súper banda de la música cubana. Tenía mucho que contar de los cambios en mi vida ocurridos en menos de 24 horas.
Irakere era la banda donde todos los músicos grandes o aspirantes a grandes querían tocar. Los ensayos de la tercera generación de Irakere comenzaron en febrero de 1988. Los nuevos miembros éramos Manuel Machado (trompeta), Javier Zalba (saxos barítono y soprano, flauta y clarinete), Carlos Álvarez (trombón), Orlando Valle, “Maraca” (flauta, teclados y coros), Miguel Díaz Angá (congas y tambores batá) y un servidor (saxos alto, soprano y coros).
El rigor comenzó y al mismo tiempo el susto de saber que la vida había cambiado totalmente. El atril que me tocó había sido de los más violentos en Irakere. Paquito de Rivera (1973-1980) y Germán Velazco (1980-1987), considerados y probados como solistas imprescindibles de la imponente banda. Paquito, además, con un carisma natural impresionante y un virtuosismo sin precedentes hasta la época. A Germán la música le brota del alma, parecía que la música y él eran siameses. ¡Qué caliente estaba mi atril! Pero me amarré los pantalones y a estudiar se ha dicho. En mi interior me decía: “¡Candela! Hay que darme para levantarme de este atril”. Así fue, me salvó mi constancia y mi guapería, que la trasladé a los escenarios.
“Irakere era la banda donde todos los músicos grandes o aspirantes a grandes querían tocar”.
Empezaron las giras internacionales y la verdad empezó a salir. El maestro Chucho estaba contentísimo conmigo. Asumí mi responsabilidad con mucha conciencia de lo que este trabajo representaba para el futuro y sobre todo para el presente, pero la verdad es que me sentí cómodo en mi atril como a los dos años de estar en la afamada banda. Al año y medio comenzaron los nuevos cambios, sobre todo retornos de integrantes como Carlos Averhoff (saxofón tenor y flauta) y Juan Munguía (trompeta y flugel). Los sobrevivientes de la tercera generación fuimos Angá, Maraca y yo, lo cual ponía claro que el rigor de esa banda era perpetuo y no se podía fallar.
El maestro iba estudiando el comportamiento de cada músico en el escenario, estilo, proyección, posibilidades técnicas e interpretativas, y le brotaban composiciones dedicadas especialmente a algunos músicos, ejemplo de ello fue el danzón “Cien años de juventud”, escrito especialmente para Arturo Sandoval y Jorge Varona; “Las Margaritas”, escrito para Germán Velazco; “Flute notes”, dedicado a Maraca, y “Samba para Enrique”, para Plá. Tuve la suerte de inspirar al maestro en un bello tema titulado “Mirando arriba”.
Mi paso por Irakere (1988-1997) es la experiencia más vasta tanto en la música como en la vida. Un lujo. Siempre estaré agradecido a Chucho, que me abrazó como un hijo y me dio la oportunidad de mi vida. Gracias siempre, maestro.