Memoria que honra la ausencia

Rubén Darío Salazar
2/12/2016

Yo era un niño de Santiago de Cuba, conductor de programas infantiles de radio, actor de teatro aficionado. Un niño mulato, hijo de padres humildes, dueños solo de su trabajo y de su empeño por avanzar en la vida. Sin pagar un centavo, mi imagen y mi voz tuvieron acceso a las redes nacionales de información desde las frecuencias sonoras y visuales. Ese niño fue seleccionado, en 1975, para conducir la ceremonia de inauguración del desaparecido Campamento Internacional de Pioneros José Martí, en Tarará, La Habana, donde hablaría el Comandante en Jefe.

Llegué temprano al anfiteatro del balneario, vestido con una guayabera amarilla y un pantalón azul oscuro. Tenía una fuerte gripe. Me preguntaron, dado que tenía un estado febril evidente, si me sentía en condiciones de hacer la conducción del acto inaugural, que había otros niños preparados para sustituirme. Mi origen oriental se impuso, miré firme a los ojos de mi interlocutor y dije que podía hacerlo. Una mujer vestida de blanco, de personalidad cálida, se acercó para preguntarme el nombre, me tocó la frente y apretó mis manos en las suyas. Me dijo que no me preocupara, que ella iba a estar al lado mío y todo iba a quedar muy bien. Me dio dos aspirinas y un vaso de limonada caliente. Se apartó para fumarse un cigarro, sin quitar los ojos de mí.

Subimos al escenario, una tribuna llena de flores. Nos sentamos en el ala izquierda al podio. Fidel estaba en el lado derecho, al lado de Juan Mok, presidente entonces de la Organización de Pioneros José Martí. Me indicaron el momento de comenzar. No me puse nervioso tras mi primera intervención. Al regresar, la señora me felicitó y me dijo que si existía un Manolo Ortega (destacado presentador de la televisión, ya desaparecido), ahora también había un Orteguita. Me reí orondo, Manuel Ortega era un locutor de referencia para todos los cubanos; yo, solo un niño de 11 años, amante de la cultura y de mi país.


Celia, Fidel y Haydée, sentados en un secadero de café, abril de 1958. Foto: Archivo La Jiribilla

En mi segundo momento presenté al presidente de los pioneros. Fidel me llamó, me dio la mano y me dijo que lo estaba haciendo muy bien. Luego me tocó presentarlo a él, entonces las piernas sí me temblaron. Miré a la mujer vestida de blanco, ella sonrió y me indicó con un gesto de confianza que hiciera mi labor. Presenté a Fidel. Al acercarse a los micrófonos, me pasó la mano por la cabeza con afecto. Me fui feliz a mi silla al lado de la afectuosa señora. Le pregunté muy bajito cómo se llamaba, y en el mismo tono, como si hablara de agua, aire o flores, me dijo su nombre: “Me llamo Celia Sánchez”. Y me indicó que atendiéramos el discurso.

Nunca más estuve tan cerca de Fidel. Un par de veces lo vi distante, en los congresos de la Uneac. El niño mulato se hizo un joven, estudió en el Instituto Superior de Arte de La Habana. Supo de cerca sobre su influjo en la creación de instituciones culturales definitivas en el patrimonio de lo cubano: el Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos, el Ballet Nacional de Cuba, la Escuela Latinoamericana de Arte Cinematográfico, las propias escuelas de arte de nivel medio y superior, entre otras células culturales y sociales imprescindibles para entendernos espiritualmente como nación.

La muerte es un acto físico. La memoria puede honrar en la ausencia. El acto de retención de los seres queridos permanece por mucho tiempo, como una huella indeleble, cuya remembranza se vuelve tangible, palpable, visible. Fidel ha muerto y alrededor de su partida las dimensiones se ensanchan, las diferencias borran sus fronteras. Se va en busca de la luz, sobre todo porque los hombres están hechos de una materia perfectible, y eso Fidel lo sabía; era consciente de la capacidad humana de poder hacerlo todo mejor, una y otra vez, sin desmayar.