Entre el 28 de julio y el 3 de agosto de este año 2024, un grupo de nueve artistas-estudiantes del 3er año de la Licenciatura en Artes Visuales de nuestra Universidad de las Artes, desarrolló la segunda fase de un proyecto artístico-pedagógico de investigación-creación en el poblado de Minas de Matahambre, provincia de Pinar del Río.

Todo comenzó por un ejercicio de Prácticas artísticas, disciplina integradora de la carrera, que les planteaba la presentación de tres propuestas de intervenciones y diálogos comunitarios para ser evaluadas al inicio del siguiente período lectivo en septiembre y, como extensión, con miras a que las piezas producidas formaran parte de una exposición colateral en la 15 Bienal de La Habana en noviembre. Acudieron a mí, profesora de varias asignaturas teóricas de este grupo, para solicitarme que actuara como curadora de la muestra final. Pero esta intención fue más allá, pues no se quería, ni debía, repetir el ejercicio creativo que habían realizado recientemente con Cívica —intervención comunitaria en zona urbana—, por lo que sugerí enfocarnos en una zona rural, poblada y no contaminada por el turismo u otras distorsiones. Llovieron las propuestas. Finalmente escogimos el poblado de Minas de Matahambre y estructuramos un proyecto de investigación-creación.

Las piezas producidas como resultado de esta experiencia formarán parte de una exposición colateral en la 15 Bienal de La Habana.

Ello implicaba la convivencia en el lugar, durante al menos una semana, para desarrollar un estudio de campo con enfoque etnográfico, lo que requería un estudio colectivo de corte metodológico investigativo, la definición de técnicas de investigación a aplicar y otras exigencias, cosa que hicimos a través de diferentes textos, así como la localización y análisis de experiencias similares y posibles referentes artísticos. Durante días nos dedicamos a esta primera fase del proyecto que demandaba, además, documentarnos con toda la información disponible sobre la historia del lugar, sus características generales y otros datos de interés. Se realizó un estudio de factibilidad que sustentara la ejecución del objetivo propuesto; con la ayuda de un poblador conocido se localizaron algunos líderes comunitarios que pudieran servirnos inicialmente de guías e informantes. Involucramos también en la expedición a dos documentalistas, me incorporo yo como profesora-líder del proyecto, preparamos la logística, y partimos.

El Grupo y la profe. Foto: Cortesía de Osmany Bonet

Más allá de las cordilleras y de Viñales, cuyo paisaje prehistórico no deja de sorprender, y luego de surcar un camino sinuoso y ascendente, se alzaron ante nuestras curiosas y ávidas miradas las majestuosas colinas vestidas de pinares que rodean el poblado de Minas de Matahambre. Sobre las nueve de la noche nos esperaba Rey, nuestro atento anfitrión, con la cena y el acomodamiento listos, y rápidamente coordinamos las tareas del siguiente día, práctica que mantuvimos diariamente durante toda la semana que duró la experiencia.

Minas: entre lomas y pozos. Foto: Cortesía de Osmany Bonet

Las leyendas del lugar afloraron desde los primeros contactos y entrevistas, comenzando por el nombre. Se habla de una merced registrada en el siglo XVII como propiedad de un español de Lugo, devoto de San Cristóbal de Matahambre. Pero igual, era el sitio donde un ganadero que buscaba unas reses perdidas se detuvo “a matar el hambre” con lo que encontrara después de días de recorrido por las lomas. Pero fue asimismo el lugar donde Victoriano Miranda, también hambriento, se fijó en una piedra brillante. Curioso, la recogió y llevó a un boticario de Pinar del Río para que descifrara la naturaleza de su hallazgo… Y así llegaron los primeros exploradores, científicos e inversionistas. Aquella piedra azul brillante, por el óxido, que Victoriano había encontrado, señalaba la existencia de una veta de cobre que yacía en las entrañas de la tierra. Se excavó el pozo uno y se levantó la primera torre. El lugar preciso del hallazgo no está marcado, pero se sabe que fue por donde mismo se levantó ese pozo.

Vestigios azulados de cobre en el interior de una antigua galería. Foto: Cortesía de la autora

Pronto llegaron otros inversionistas de Nueva York, quienes, con los dueños cubanos, conformaron una suerte de “empresa mixta”. Ellos trajeron la alta tecnología, que, según los entendidos del lugar, era la más desarrollada en el mundo en aquel momento. También se diseñó el complejo industrial, complejo en verdad, que comprendió, además de los pozos identificados con sus respectivas torres (pozo 1, los pozos 2 y 3, hasta un 4 y un 5 ciego), la construcción de esa maravilla de la industria minera que es “el concentrador”, donde se procesaba la piedra y se extraía el cobre “de la mejor ley” (hasta 30% de pureza). Un funicular con dos vagones —queda uno— conectaba el concentrador con el pozo 2, visión surrealista a nuestros ojos que proporciona una belleza peculiar al entorno, con esa integración orgánica de lo natural y lo artificial que identifica aquel paisaje minero. Mientras un vagón extraía los escombros, el otro transportaba el mineral que se trasladaba, primero en mulas, luego por ferrocarril, hasta las patanas que esperaban en el puerto de Santa Lucía para ser exportado a los Estados Unidos, todo lo cual ocurría antes de 1959.

Las majestuosas ruinas de “el concentrador” vistas desde el pozo 2. Foto: Cortesía de Natasha Forcade

A este imponente andamiaje visible o de superficie, hay que sumar los talleres de mantenimiento electromecánico y de producción de piezas, el astillero (donde se trabajaba la madera de pino, “buena, porque era flexible y no rajaba”, que se usaba en pilotes y armazones de madera en distintos lugares de la mina), y la sala de máquinas ubicada en el pozo 2, corazón de toda la dinámica productiva manejada desde superficie. Ahí estaba el güinchero, con el dominio de las palancas y otros mecanismos que debía operar para subir o bajar la jaula, elevador múltiple en el que los mineros se trasladaban hacia los diferentes niveles, galerías y tareas que asignara el capataz. El trabajo del güinchero, nos informan, era un trabajo muy estresante, pues requería una alta precisión, no podía equivocarse. Pero no trabajaba solo, pues ahí estaba el timbrero, ubicado de forma permanente en la jaula durante todo el relevo. Sus toques de timbre estaban codificados —códigos que el güinchero tenía anotados para evitar confusiones y errores costosos— y lo guiaban; de la sincronización entre ambos dependía por mucho la vida de los mineros, puesto que constituían el enlace entre la superficie y lo que pasaba en una profundidad de hasta 1,573 metros. También tenía anotados los números de los niveles en papelitos pegados en uno de los mecanismos que accionada. Nada a la memoria.

El lugar de trabajo del güinchero. Foto: Cortesía de la autora

Todo funcionaba como un reloj, nos dicen, un engranaje perfecto, un circuito cerrado. No obstante la imagen un tanto tenebrosa que nos hicimos de la roca profunda, los mineros se sentían felices allá abajo, era su casa, y las estaciones y líneas eran espaciosas, no como en la jaula, que era a lo que más le temían. Eso de bajar o subir 300 hombres por relevo, en cada viaje 27 hombres de pie dentro de un espacio mínimo, inmovilizados y trancados, durante una travesía que podía demorar 9 y hasta 12 minutos, si se iba al nivel más bajo, no era cosa de juego. Máxime cuando se sabía que podías quedarte suspendido en medio de la nada, porque la velocidad de la caída de una sola piedrecita podía desbalancearla o trabarla; asustaba, aunque no tuviera peligro de caerse, aclaran, porque para eso estaban los frenos que se enganchaban en las barras laterales de madera enmarcadas en hierro. Y confiesan que el momento más feliz del día era cuando llegaban arriba con vida.

La extracción de la piedras con el mineral se hacía en las estaciones y galerías donde laboraban los que barrenaban, colocaban explosivos (que también tenía su técnica de colocación y encendido, “para que no te explotaran en la cara los hasta 15 o 20 disparos de dinamita, y te diera tiempo para correr”); otros armaban el realce (sostén de la galería de hasta dos metros de altura con los restos de roca del barreno que quedaban luego de la extracción, y la colocación de pilotes de madera para que no se desplomara y seguir en uso para trasladar mineros, técnicos de mantenimiento, maquinarias, lo que fuera). Para hacer el entramado del realce estaban los maderistas, expertos en el dominio del pino y de la estructura; y allá abajo estaba también el chino Gijón (Hi Hong, pero ¿quién le iba a decir de esa manera?), que era el encargado de trasladar y limpiar con cal el carretón de los desperdicios de las necesidades humanas.

Aquel pozo 2 daba, primero, a un enorme laberinto de 36 niveles, del cual se pasaba, por otra galería, al pozo ciego (el 5) que llegaba hasta el nivel 46, la máxima profundidad alcanzada. Por cierto, es ahí, en el nivel 46, en donde se halla el mineral de mejor ley. Pero este se quedó sin explotar cuando en 1997, luego de 85 años productivos, vinieron de La Habana a cerrar la mina. Fue un 30 de abril. Reunieron a los mineros en el cine, les explicaron las razones estadísticas del cierre (período especial, bajo precio del cobre en el mercado internacional, extracción peligrosa por la gran profundidad), pero les prometieron, como compensación, hacer allí el Museo Nacional de la Minería, y les dieron un pulóver con las fechas 1912-1997 para que desfilaran al otro día en el 1ro de mayo.

Sorprendidos por la noticia, aquellos hombres orgullosos de ser mineros, y de aquella mina, hicieron resistencia. Pero al final, no hubo alternativa. Algunos se reubicaron o buscaron trabajo en otra mina, otros, con 70 años a cuestas, no tenían reubicación laboral posible y hasta cuentan que hubo quienes dieron una solución más drástica a sus vidas. Cuando avisaron lo del cierre, a la mañana siguiente, justo a las 7:00 am, hora en que históricamente comenzaban los trabajos en los pozos, tres mineros veteranos emprendieron una peregrinación de homenaje durante 3 horas, “por el recuerdo”, nos dice un sobreviviente, siguiendo la ruta del mineral, desde el funicular del concentrador hasta el puerto de Santa Lucía.

Fragmento de cobre “de buena ley”: recuerdo, trofeo y ofrenda. Foto: Cortesía de la autora

“Eso fue muy duro”, nos confiesa un minero que llegó a ser el secretario del Partido en la mina. Viejas fotos atestiguan los rostros de los mineros allí reunidos aquel día de la noticia. Los dos compadres que pretendían a la misma muchacha y se mataron entre ellos a cuchillo en la Loma de la Vela —y que, “si nos fijamos bien, todavía se ven las luces del cruce de metales por el cielo nocturno”—, echaron chispas como nunca aquella noche. Pero la crueldad simbólica llegó a sus límites cuando, poco después, alguien cortó el cable de la jaula y esta cayó, hasta el fondo, en caída libre. Era como cortar el cordón umbilical, pero no para nacer, sino para morir.

Durante unos años hubo custodios que protegieron las maquinarias y las valiosas estructuras, pero en algún momento se eliminaron y se decidió que todo aquel material fuera destinado al plan de recuperación de materias primas. Vandalismo total con episodios lastimeros, como vender los cables para hacer colchones. Y ese carrito que queda todavía colgando del cable del funicular se salvó porque algunos mineros lo corrieron hasta el medio “a ver si alguien era capaz de llevárselo”.

El sobreviviente: vagón del funicular. Foto: Cortesía de Osmany Bonet

Los mineros que nos contaban estas historias lo hacían con una mezcla de orgullo y dolor. Orgullo por lo que significaba para ellos la mina (algunos nos confiesan que a veces se ven en sueños bajando), porque era su identidad, porque aportó mucho a la economía del país en sus años de explotación, aún después de que fuera nacionalizada, porque forjó la solidaridad minera, que se probaba en todo momento, sobre todo, cuando había un accidente. En esa ocasión, el pito de la mina sonaba muchas veces, y ya se sabía que había pasado algo. Todo el pueblo se concentraba a la orilla del pozo, a ver quién de sus familiares, vecinos, amigos, estaba atrapado, porque no había recogido su chapa del listero —el que llevaba el control de la lista de los que habían bajado y sus chapas con el número de cada minero, que todos recuerdan, mejor que el del carné de identidad—, o porque el timbrero había avisado del accidente. Entonces hacían relevos entre ellos hasta que lograban sacar al último, a veces al cabo de tres días de búsqueda. Unas veces con suerte de estar vivos, otras no.

Claro que eso de parar la producción para hacer el rescate, el velorio y el entierro del compañero al siguiente día, fue después de la Revolución, porque antes “al americano solo le interesaba la productividad, no el hombre”. Y eso se veía desde el momento en que se presentaban a buscar empleo en la mina: el americano no les preguntaba si sabía leer o escribir o si tenía algún oficio, nada más les pedía que le enseñaran las manos: sólo si eran fuertes y callosas, los contrataban. (A Chicheteo —todos los mineros tenían su apodo, por el que eran realmente conocidos— le pedí que me mostrara sus manos, y me las mostró, fuertes, ya un poco artríticas con sus 92 años, pero con el mismo gesto y vigor con el que se las mostró al americano el primer día).

Las manos de Chicheteo, 92 años, minero de bajo mina, chapa 1654. Foto: Cortesía de la autora

Por eso ellos recuerdan con tanto cariño y agradecimiento aquella vez que vino el Ché y se preocupó por las condiciones de vida y seguridad de los mineros, y el tiempo de los relevos bajó de 8 a 6 horas; y de Fidel, que vino dos veces, y en una bajó a la mina, y que después de pasar por la experiencia de los hasta 40 grados de temperatura —la “limá” para los novatos—, cuando subió preguntó qué tomaban los mineros para refrescarse y recuperar las libras que perdían allá abajo; le dijeron que cerveza, y dio la orden: un litro de cerveza para cada minero cuando suba. Pero también, una dieta de alimentación adicional para el minero y su familia.

En lo profundo se sentían felices, dicen que notaban que sus fuerzas se multiplicaban, a pesar de la sacrolumbagia y la deshidratación, pues podían perder hasta seis libras diarias de peso en cada bajada; se sentía que los zapatos se llenaban de agua, pero era por el sudor, y sufrían contracciones en los intestinos. Y menos mal que, tiempo después, comenzaron los compresores a echar agua por el sistema de tuberías, porque la perforación levantaba un polvo irrespirable, por lo que, en los primeros años de explotación, muchos enfermaban y morían porque “se les endurecían los pulmones” (silicosis).

Nos relataban estas historias, decía, con el orgullo del minero, pero también con dolor, porque no sólo perdieron de a cuajo su fuente de empleo, sino su identidad y su tradición. En más de una ocasión preguntamos a algunos jóvenes si ellos eran mineros: respondían que solo por la partida de nacimiento o porque vivían ahí. Si se “sentían” mineros, era una pregunta ociosa. La migración tiene aquí un poderoso caldo de cultivo. Cuando cerraron la mina y los mineros, que no sabían de otro oficio o ya no tenían edad para aprenderlo, se fueron a buscar trabajo en otras minas productivas localizadas en diferentes puntos del país, se produjo la primera ausencia forzada del que parecía llamado a convertirse en un pueblo fantasma, tal como pasó en otros lugares donde sucedió algo similar. Los niños ahora apenas saben qué significan las torres, y pueden jugar a tirarle piedras al vagón sobreviviente del funicular. Las imágenes de las imponentes estructuras que nos enseñaron en las viejas fotos —muchas ya desgastadas por el tiempo y la mala conservación—, que eran el paisaje cotidiano de una comunidad orgullosa, se deterioraban a la vista de todos, y se convertían en espectros del pasado. Tan devaluadas estaban estas estructuras que, cuando manifestamos nuestro interés de visitarlas, nos respondieron con preguntas: “para qué, ya no hay nada, todo lo que quedó está allá abajo, lleno de agua, son ruinas”. También lo es el Coliseo romano, pensé, y miles de personas lo visitan diariamente, porque han sabido convertirla en una “ruina” culturalmente muy atractiva y económicamente muy productiva.

Mirar hacia las potencialidades artísticas, patrimoniales, culturales, históricas, naturales y económicas. Concentrador. Foto: Cortesía de Adrián Lamela

Tratamos de hacerles cambiar el prisma del pasado hacia el presente y el futuro. Algunos nos preguntaron al principio si veníamos a dar continuidad al proyecto que hicieron hace años los muchachos de la CUJAE (Ideas para el proyecto de un conjunto turístico en Minas de Matahambre, Pinar del Río, probablemente archivado en ese centro universitario como trabajo de culminación de estudios de Arquitectura, pero nunca ejecutado, como suele suceder con muchos de estos ejercicios académicos). Nos preguntaron también si éramos de Patrimonio, “porque aquí vinieron, miraron todo y nunca regresaron”, pero se llevaron objetos del precario museo (tiene hora un presupuesto de 2 mil pesos para repararlo: están haciendo el baño), donde pudimos ver un casco, una perforadora manual, un vagón, otras herramientas y un grupo de fotos viejas, medio veladas y sin la debida conservación. Que si íbamos a hacer otro documental como Alma de cobre, o si éramos continuación del Proyecto 5 que hicieron, hace años, cinco jóvenes audaces de la televisión cubana. En fin, aquella gente amable y hospitalaria, que nos abría la puerta de su casa sin dudar y que luego que estuviéramos dentro era cuando nos preguntaba quiénes éramos, solo querían saber si veníamos a traerles alguna esperanza.

Minero. Foto: Cortesía de Frank Batista

¿Qué puede hacer el arte, un grupo de artistas, en un caso como este? El colectivo de artistas-investigadores coincidimos en que las transformaciones que necesita, demanda, esta comunidad, deben partir de ellos mismos, pobladores e instituciones. Tienen una radio local, Radio Minas, que nos dedicó un programa y cuenta con un espacio fijo dominical donde comparece Tito Camacho, “el historiador de las minas”, pero que también puede convocar a los vecinos a aglutinarse hacia un movimiento interno de conciencia patrimonial y sentido de pertenencia; un escritor que hasta ahora parece abordar sus historias con cierto pesimismo —no es el único—, pero que también pudiera compilar ese patrimonio literario inédito que constituyen los relatos de los mineros; un pintor local profesional que pudiera liderar proyectos colectivos; un conocedor de las minas y su funcionamiento, Fernando, que puede servir de guía a planes turísticos y científicos de senderismo con avistamiento del paisaje natural e industrial.

También hace falta que las autoridades locales hagan valer la declaración del pozo 2, fechada en 2002, como Monumento Nacional-Patrimonio Industrial, con la conciencia del compromiso que ello implica para la conservación y su explotación como bien cultural; quizás darle vida real al proyecto que les dejó la CUJAE y retomar las recomendaciones de la tesis de maestría de Pito, el director de Cultura, que apunta al fortalecimiento del rescate de la identidad sociocultural minera. Asimismo, se podría hacer realidad el Museo Nacional de la Minería con los aportes de los mineros y sus familias, y que no sea solo un sitio para el recuerdo, sino para la nueva proyección cultural y económica del poblado; reconstruir o realizar una nueva maqueta, incluso en 3D, aplicando las nuevas posibilidades que ofrecen las tecnologías digitales, reconstrucción que, además de constituir otro atractivo, facilitaría la comprensión del complejo industrial original para conocimiento y disfrute de las nuevas generaciones y del visitante. Revitalizar la ruina del concentrador: idóneo para el recorrido diurno y nocturno, con sus paredones naturalmente habilitados para video proyecciones u otras incursiones artísticas, además de ser un punto ideal para la observación panorámica de ese sitio lleno de encanto y poesía.

Patrimonio Nacional Industrial. Foto: Cortesía de Adrián Lamela

Reconstruir el pavimento de sus calles transversales (más abundantes que las principales: primera y segunda), de esa singular urbanización aleatoria y sin rectificación topográfica, donde las constantes elevaciones —el pueblo de Minas no se camina, se sube y baja— determinan la fisionomía del lugar, y las casas, generalmente construidas próximas a las diversas tomas de agua de manantiales y arroyos, se equilibran a través de pilotes y cimientos en cuña, a las que muchas veces se accede por puentecillos de madera; viviendas que muestran diversas tipologías, en diseño y materiales constructivos, desde el chalet del americano hasta los barracones de madera de los primeros empleados —“que debían venir solteros si querían el empleo”—, todavía habitados por algunos de ellos (como Tito Camacho) o sus descendientes. Arroyos, puentes y puentecillos de diverso material y condición atraviesan los caminos, intrincados a veces, de este peculiar asentamiento.

El Grupo por las calles del pueblo. Foto: Cortesía de Frank Batista

Una reconstrucción antropológica daría cuenta de que aquí hubo españoles de diferentes regiones, rusos, polacos, judíos, japoneses, italianos, alemanes y chinos —hay 20 de ellos que cayeron en un socavón y todavía no se han encontrado—; una expedición arqueológica podría al fin determinar los senderos hacia las cuevas y solapas donde una vez se descubrieron pictografías y petroglifos hechos por nuestros antiguos pobladores, a las que en este momento nos fue imposible acceder, porque, según dicen, ni los guardabosques saben bien cómo se llega. Lugares estos que también fueron refugio de negros cimarrones.

En nuestras entrevistas supimos del silbato que tenía la mina, para avisar, en estricto horario, el momento de los relevos. Estaba colocado en el gran compresor del pozo 2 y cuando sonaba se escuchaba en todo el pueblo. La gente sabía la hora que era por “el pito” (así le dicen). También anunciaba los accidentes u otras contingencias. Así como los niños dormían con el ruido de los compresores “como si fuera una canción de cuna” (nos comentó Osmín, el geógrafo), el sonido del pito formaba parte de la identidad sonora de ese pueblo. El segundo día, durante el recorrido por un Taller de mantenimiento próximo al pozo 1, pregunté por el pito. Me contaron dónde había estado, cómo se activaba, cómo sonaba, los significados en clave que tenía. “Sí, pero dónde está”, insistí. “Está aquí, nosotros lo recuperamos y lo guardamos…” Dos trabajadores lo buscan y me lo muestran, los fotografío sujetando aquel largo tubo metálico con un artefacto en el extremo superior… “Pero, ¿todavía suena?”, continúo indagando. “Bueno, si lo ponemos en este compresor (me llevan y me lo enseñan) suena, aunque como el compresor es más pequeño que el que tenía antes, no se escucha en todo el pueblo”. “Pero suena, se oye, ¿no?”. “Sí, claro”. “Y ¿por qué no volvemos a sonarlo?”

“Las minas están vivas”.

Así lo hicimos. El jueves lo anunciamos en el programa radial La nueva ola, al que nos invitaron. La directora de la emisora lloró de la emoción con la noticia de que iba a volver a sonar el pito que le recordaba a su abuelo minero, y le avisamos a los mineros y otras personas que habíamos entrevistado para que fueran al taller o estuvieran atentos. El viernes, nuestro último día de trabajo, a las 11 de la mañana, volvió a sonar el pito después de 25 años. Allí estaba hasta el tataranieto de Victoriano Miranda (el de la piedra brillante), mineros de superficie, mineros de bajo mina, trabajadores, autoridades. Era nuestro homenaje simbólico a los mineros que todavía viven, a los que ya no están, y al pueblo de Minas, que no está dispuesto a morir ni a perder su nombre, su historia e identidad, ese mismo que al salir del taller nos veía en la calle y nos decía, con sonrisas, que había escuchado el pito. También fue como una sacudida a la voluntad, con la ilusión de que el silbato suene, al menos una vez, todos los días, como mismo La Habana tiene su cañonazo. Un llamado a que las autoridades apoyen a sus mineros, jubilados con 1,500 pesos, y que nunca más, los 24 de octubre, olviden agasajarlos y estimularlos. Porque el oportuno monumento creado en 2012 por el escultor Ernesto Figueroa, de Consolación del Sur, no parece suficiente, menos, si remite a una historia pasada, cuando todavía hay unos cuantos sobrevivientes. “Las minas están vivas”, nos expresó uno de los entrevistados: en la memoria colectiva, en sus vestigios materiales.

Revelación de la existencia del silbato (el “pito” para los mineros). Foto: Cortesía de la autora

¿Qué pueden hacer el arte, los artistas, los investigadores del arte? Podrían incorporarse de forma directa a cualquiera de estas ideas revitalizadoras. Pero, sobre todo, y no es opcional, podemos y debemos contar estas historias, visibilizar en piezas artísticas las vivencias y emociones de la experiencia de estos días y de este pueblo, contribuir a ponerlos en valor, vindicarlos desde nuestros discursos. Es una manera, modesta, pero importante, de conmover, sensibilizar, de activar la conciencia colectiva —y los imprescindibles presupuestos y patrocinios— para una transformación posible, donde la cultura y el hombre mineros son los indiscutibles protagonistas.

8