Martí en su (tercer) mundo

Roberto Fernández Retamar
19/2/2021

Para comprender a Martí, lo primero ha de ser situarlo dentro de la familia que le corresponde verdaderamente. Empecemos por lo negativo. Esa familia no es la de sus aparentes coetáneos de la Europa occidental y los Estados Unidos. “Europa occidental” y “Estados Unidos” se utilizan aquí como equivalentes de “países capitalistas desarrollados” (que a veces llaman así, pero que prefiero considerar “subdesarrollantes”): con tal significado empleará el mismo Martí aquellos términos. Pero en Europa, además de dichos países como Inglaterra, Francia y Alemania, había entonces otros, susceptibles, ellos sí, de ser comparados con países latinoamericanos de la época. Es lo que de hecho hará Lenin, en los apuntes que tomaría mientras preparaba El imperialismo, fase superior del capitalismo[1], cuando al intentar clasificar los países del mundo en aquel momento señala tres grupos: 1) Europa occidental, Estados Unidos y Japón; 2) Europa oriental y su parte asiática, y América del Sur y Central; 3) semicolonias y colonias (O.C., XXXIX, 746).

Foto: La Jiribilla/ Sombra y estrella. Cortesía de Sonia Almaguer
 

Más adelante, Lenin esbozará otra clasificación, en la cual unos países latinoamericanos son situados en un segundo grupo, junto a algunos europeos, y otros en un cuarto grupo, junto a colonias y semicolonias (Ibíd., p. 749). Finalmente en El imperialismo… se mencionan, junto a “los dos grupos fundamentales de países —los que poseen colonias y las colonias—”, otras “formas variadas de países dependientes que desde un punto de vista formal gozan de independencia política pero que en realidad se hallan envueltos en las redes de la dependencia financiera y diplomática”. Y añade Lenin: “Una de estas formas, la semicolonia, la hemos indicado ya antes. Modelo de otra forma es, por ejemplo, la Argentina” (O.C., XXII, 277).Todo ello, requerido de una consideración detallada —que no es del caso realizar aquí—, explica que desde temprano Martí (vocero de un país abiertamente colonial, y de un continente en estado de dependencia) haya sido comparado con demócratas revolucionarios de la otra Europa, como quiso hacer —el primero, según creo— Enrique José Varona, en su discurso de 1896 “Martí y su obra política”.

En efecto, en países europeos “atrasados”, semifeudales, del siglo XIX, algunos de los cuales tenían incluso por delante la tarea de conquistar la independencia nacional, es donde pueden encontrarse europeos parecidos a Martí por la complejidad de las tareas y los pensamientos, y hasta por las vidas fulgurantes: tales son los casos, por ejemplo, de los grandes poetas y dirigentes políticos Sandor Petöffi (1823-1849), en Hungría, y Xristo Botev (1848-1876), en Bulgaria, muertos ambos, como Martí, combatiendo por la libertad de sus pueblos, y sostenedores de criterios de máximo radicalismo en relación con sus respectivas circunstancias: esos demócratas revolucionarios ya no eran ideólogos burgueses, e incluso censuraban abiertamente los males del capitalismo desarrollado de “Occidente”, sin llegar a ser aún portavoces de un proletariado a la sazón tan solo incipiente en sus propios países.

 “Martí pertenece, por azar y por consciente aceptación, a otro mundo”.
Foto: Aldo Soler, Sin título, 2003, acrílico sobre tela/La Jiribilla

 

Con tales europeos sí es dable comparar a Martí. Pero si se cae en el error de tomar a las naciones capitalistas subdesarrollantes de su época como vara de medir, y, por ejemplo, algunos de los vislumbres poéticos de Martí nos llevan a confundirlo con ciertos posrománticos y simbolistas franceses o ingleses, pronto comprendemos que su estirpe es otra. Pensemos en Baudelaire, en Mallarmé, en Rossetti, o incluso en Rimbaud, y recordemos luego que este hombre, a la vez más antiguo y más nuevo —y, sobre todo, otro—, anda organizando una guerra, dialogando con los humildes, buscando hundir un imperio, previendo el encimamiento de otro, galopando en un caballo hacia la muerte. Y si, considerando que es un conspirador y un político, intentamos hallarle un parigual en alguna de las grandes figuras políticas euronorteamericanas de su tiempo, no tarda en separársenos, interesado en los pintores impresionistas y en Wilde (y a la vez y sobre todo en Whitman), publicando cuatro años antes de desatar la revolución un admirable manojo de versos, o confesándole a un amigo íntimo: “Quiero ver siempre junto a mí color, brillantez, gracia, elegancia. Un objeto feo me duele como una herida. Un objeto bello me consuela como un bálsamo”. Y esto, en todo momento de su vida. En el campo de batalla, en los pocos días que está en él en vísperas de la muerte, escribe febrilmente su deslumbramiento ante la naturaleza, ante la noche sobrecogedora, ante los detalles minúsculos de la vida. Martí no concuerda, pues, con la manera de ser de los “occidentales” de su tiempo. En efecto, no es uno de ellos.

No cabe duda de que la extraordinaria riqueza, la calidad mayor de todo lo que Martí hace debemos acreditárselo a su prodigioso genio personal. Pero el sesgo de su obra, así como la pluralidad de funciones desempeñadas, son atribuibles a una condición extrapersonal (si cabe hacer estos distingos, válidos solo con muchas reservas): bastará con que situemos a Martí dentro de su verdadera familia, para que esto se haga claro. Martí pertenece, por azar y por consciente aceptación, a otro mundo. Es en él donde hay que verlo colocado para comprender de veras su tarea, sus propósitos y sus caracteres. No es con los hombres de las naciones capitalistas subdesarrollantes con quienes debemos compararlo, sino con los de las naciones del mundo colonial y semicolonial que llamarían “subdesarrolladas”.

Cuando situamos a Martí en su verdadera familia, comprendemos enseguida no poco de sus actividades, tan sorprendentes hoy, y en su tiempo, para una nación capitalista desarrollada. En esta, una progresiva división del trabajo ha acabado por especializar a sus hombres. No era así, sin embargo, antes de la Revolución Industrial y la toma del poder político por la burguesía. Los hombres representativos del Renacimiento, por ejemplo, encontraban como lo más natural ocuparse en múltiples funciones, a ratos difícilmente conciliables. Otro tanto ocurre hoy en las naciones “subdesarrolladas”, las cuales, en este como en tantos órdenes, no pueden ser comparadas mecánicamente con las otras naciones al parecer contemporáneas. Carecen de esa especialización, de esa fragmentación que es característica de la Europa occidental o los Estados Unidos; como tampoco conocen revolución industrial ni desarrollo de la burguesía. Son, además, o acaban de serlo hace muy poco, naciones coloniales o semicoloniales. Una zona de su intelectualidad se pone al servicio directo o indirecto del poder metropolitano e intenta caricaturizar sus formas. Pero otra zona, la verdaderamente representativa, utiliza sus conocimientos para servir a su pueblo. Esos conocimientos, por la pobreza de desarrollo del país y por su condición colonial, son escasos y poco diversificados. Se concentran en unos mismos hombres, que son a la vez literatos, maestros, políticos, científicos. (Los estudios científicos, poco requeridos por la sociedad preindustrializada, van a la zaga de los otros). Aparecen como diletantes a los ojos de los metropolitanos contemporáneos, quienes están ya fragmentados de tal modo que uno es crítico de arte y otro de literatura, para no hablar del literato, el científico y el político.

En el caso de José Martí, su propio apostolado, su encarnación de un pueblo, en contra de lo que algunos pudieran pensar, es un acicate para esta diversidad de actividades. Martí reúne una suma de saberes y de oficios no a expensas de su actividad política ni viceversa, sino como partes esenciales de un todo. Es un fundador, un sabio, un poeta porque es un dirigente revolucionario.

 “La misión de José Martí fue, en lo inmediato, independizar a Cuba y Puerto Rico de manos españolas, completando así la secesión de Hispanoamérica”. Foto: Obra de Alexander Izquierdo/La Jiribilla
 

Sobre todo, no podemos tomar fragmentariamente su tarea, sino intentar verla en totalidad. Y la tarea concreta de la vida de Martí fue rechazar, en la teoría y en la práctica, el pretexto de que la civilización, que es el nombre vulgar. con que corre el estado actual del hombre europeo, tiene derecho natural de apoderarse de la tierra ajena perteneciente a la barba-rie, que es el nombre que los que desean la tierra ajena dan al estado actual de todo hombre que no es de Europa o de la América europea: como si cabeza por cabeza, y corazón por corazón, valiera más un estrujador de irlandeses o un cañoneador de cipayos, que uno de esos prudentes, amorosos y desinteresados árabes que sin escarmentar por la derrota o amilanarse ante el número, defienden la tierra patria, con la esperanza en Alá, en cada mano una lanza y una pistola entre los dientes.[2]

Entre los numerosísimos ejemplos de cómo Martí tomó de modo militante el partido de los colonizados —indoamericanos, africanos, indios, irlandeses…—, recuérdese que en plena adolescencia se identificó con Abdala, héroe árabe de África, y en su primer poemario llamó a su hijo Ismaelillo (evidente alusión a Ismael, el legendario fundador del pueblo árabe); y recuérdese también su formidable y anticipador texto sobre Vietnam: “Un paseo por la tierra de los anamitas”, en La Edad de Oro.[3]

El otro gran creador de la América Latina, Simón Bolívar (1783-1830), había visto que “nosotros somos un pequeño género humano”: que no somos prolongación o eco de la Europa occidental, sino otra cosa, otro mundo. Martí va aún más lejos que Bolívar, al reparar no solo en esa diferenciación, sino también en el parentesco estructural que nos une a otras sociedades a lo ancho del planeta: en este sentido, es probablemente el primero en señalar la unidad de cuestiones del hombre “que no es de Europa o de la América europea”. Y ello en un momento en que este hecho estaba lejos de ofrecerse con la evidencia con que lo hace hoy. Basta reparar en los distintos términos con que el capitalismo ha designado a las naciones coloniales o semicoloniales para percatarse de esto. En tiempos de Martí, eran “la barbarie” a secas. En torno a la llamada Primera Guerra Mundial, ya habían pasado a ser “los pueblos de color”. De la llamada Segunda Guerra Mundial, salieron como “los países subdesarrollados”, y aun como el “Tercer Mundo”, denominación que, por confusa que sea (lo es acaso menos que la otra, que no ha hecho fortuna, de “naciones proletarias”), supone una paulatina pero evidente mejoría en la apreciación.

Por supuesto que tales denominaciones, provenientes de países capitalistas desarrollados/subdesarrollantes, implican interpretaciones pro domo sua, que desvían la atención del hecho central: aquellos son, simplemente, los países asolados por el colonialismo y el imperialismo. La más reciente de aquellas denominaciones, la de “Tercer Mundo”, fue creada por el demógrafo francés Alfred Sauvy en 1952, por analogía con el “Tercer Estado” de 1789, según me confesara él mismo, en La Habana, en 1971, mostrándose, por otra parte, insatisfecho con el destino de esa metáfora.[4] Ya en ¿El otro mundo? (Papelería, La Habana, 1962) hablé de la imposibilidad de que ese “Tercer Mundo” se situara entre capitalismo, en un extremo, y socialismo en otro. La vía socialista era a la sazón no solo la de ciertos países europeos, sino también la de otros, extraeuropeos, que intentaban salir del subdesarrollo, como varios del “Tercer Mundo”.

De muchos otros países de este mundo, por otra parte, no podría decirse que estaban al margen del capitalismo: formaban (forman) parte de su sistema, sufrían (sufren) la explotación de diversas metrópolis, y solían (suelen) proveerlas de “proletariado externo”: para valerme, con distinto contenido, de la equívoca expresión de Toynbee. Ese Tercer Mundo, pues, podrá hacer pensar (en comparación no muy feliz) en el Tercer Estado; pero no, como querrían algunos, en una inexistente tercera vía: al igual que para el resto del mundo, su obligada opción es entre capitalismo y socialismo: aunque, naturalmente, con características peculiares. Sería de desear que pudiéramos prescindir de esos términos confusos que nos han arrojado encima. ¿No hubiera prescindido de ellos Martí, como gran descolonizador verbal que también fue? Porque había echado su suerte “con los pobres de la tierra”, vio con toda claridad la añagaza implícita en la falsa dicotomía al uso en su tiempo: “civilización” y “barbarie” (simples máscaras para aludir a los países explotadores y a los explotados). Y frente al racismo que supone aquel planteo, habló con orgullo de “nuestra América mestiza”.

¿Quiénes son pues sus pariguales? No solo demócratas revolucionarios de la otra Europa, sino hombres extraeuropeos —y relativamente cercanos en el tiempo— como Sun Yat-sen (1866-1926), en China, o algunos dirigentes radicales de la Revolución Mexicana de 1910; y, sobre todo, quien acaso contribuya a echar más luz sobre él: Ho Chi Minh (1890-1969). A diferencia de aquellos europeos, que vivieron en momentos de menor desarrollo del capitalismo y combatieron contra imperios hoy inexistentes (el zarista, el austríaco, el turco), Martí y Ho Chi Minh se enfrentaron, en su lucha anticolonial y popular, no solo contra metrópolis del llamado Viejo Mundo, sino contra el propio imperialismo yanqui, el cual sigue siendo hoy nuestro enemigo, y representa el mayor desarrollo alcanzado por el capitalismo en el planeta. Pero el gran vietnamita —como Martí, organizador y conductor político, publicista, teórico, poeta— pudo ir, en sus planteos, más allá de la democracia revolucionaria, pues vivió el privilegio de realizar su obra iluminado por la acción y el pensamiento leninistas y por la Revolución de Octubre —surgida veintidós años después de la muerte de Martí.

Sin embargo, muchos estudiosos de Martí habían solido olvidar este esencial parentesco, que tanta luz echa sobre la obra martiana: que es la luz a la cual hay que entenderla. La misión de José Martí fue, en lo inmediato, independizar a Cuba y Puerto Rico de manos españolas, completando así la secesión de Hispanoamérica: lo que parece meramente el último capítulo de la independencia americana frente a España, de la hazaña bolivariana.

Pero el largo hiato habido entre la guerra en el Continente y la guerra que Martí prepara no transcurre en vano. Ni las clases que estarán al frente de esa guerra en Cuba serán las mismas que en el resto del Continente; ni la vecindad y el crecimiento de los Estados Unidos pueden pasar sin consecuencias. Las clases cubanas revolucionarias ya no son, en 1895, equivalentes de las que desataron y mantuvieron la guerra contra España en la América del Sur. Sus pariguales han guerreado en Cuba, sin lograr la independencia, entre 1868 y 1878. En lo adelante, la burguesía agrícola cubana se retrae, y sueña incluso con una avenencia con España; o, llegado el caso, con los Estados Unidos. Son la pequeña burguesía, los pequeños propietarios, los profesionales; los tabaqueros, la incipiente clase obrera en general; los campesinos pobres, los esclavos recién liberados, quienes llevarán el peso de esta guerra popular preparada por Martí, y más parecida, por ello, a las revoluciones que intentarán al comienzo del siglo xx China o México. Además, Martí aspira a detener, con la independencia de Cuba, el desbordamiento del imperialismo norteamericano sobre el Continente y, luego, sobre el mundo. “Cuba y Puerto Rico”, escribe, “entrarán a la libertad con composición muy diferente y en época muy distinta, y con responsabilidades mucho mayores que los demás pueblos hispanoamericanos”. Y más adelante:

En el fiel de América están las Antillas, que serían, si esclavas, mero pontón de la guerra de una república imperial contra el mundo celoso y superior que se prepara ya a negarle el poder, —mero fortín de la Roma americana—; y si libres —y dignas de serlo por el orden de la libertad equitativa y trabajadora— serían en el continente la garantía del equilibrio, la de la independencia para la América española aún amenazada y la del honor para la gran república del Norte, que en el desarrollo de su territorio —por desdicha, feudal ya, y repartido en secciones hostiles— hallará más segura grandeza que en la innoble conquista de sus vecinos menores, y en la pelea inhumana que con la posesión de ellas abriría contra las potencias del orbe por el predominio del mundo […] Es un mundo lo que estamos equilibrando: no son solo dos islas las que vamos a libertar[5]

Algo más de un año después de escribir lo anterior, confiesa, la víspera de su muerte, en reveladora carta a su amigo mexicano Manuel Mercado:

[…] ya estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber —puesto que lo entiendo y tengo ánimos con que realizarlo— de impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso. En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin.

Estas palabras sustentan la hermosa y desmesurada ambición del Manifiesto de Montecristi, en que Martí y el Generalísimo Máximo Gómez anuncian al mundo, el 25 de marzo de 1895, la guerra de Cuba:

La guerra de independencia de Cuba, nudo del haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos años, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo.

La muerte de Martí, a comienzos de la guerra, le impidió ver la frustración momentánea de esos planes grandiosos. Sin embargo, la independencia de Cuba, aunque limitada, fue obtenida. Sin ella, es bastante probable que Cuba fuera hoy, en vez de un país socialista, una colonia estadounidense, como la fraterna Puerto Rico, para “fomentar y auxiliar” cuya independencia se había fundado también el Partido Revolucionario Cubano. Pero Cuba, tal como Martí había temido, sirvió de puente para la expansión de los Estados Unidos, los que, además de mediatizar la independencia de aquella, guardaron para sí enteramente otras posesiones españolas, como la propia Puerto Rico y las Filipinas, donde también se desarrollaba una poderosa guerra de liberación nacional. La intervención norteamericana en la guerra hispanocubana, en 1898, inaugura un nuevo período en la historia. Por primera vez antes de la actual revolución Cuba aparece a los ojos del mundo como punto esencial: sobre su tierra se abre la aventura del imperialismo moderno. Apenas en la segunda línea del libro clásico de Lenin El imperialismo, fase superior del capitalismo (1917), se menciona la guerra “hispanoamericana” como pórtico de la época.

A Rubén Darío le parecía que Martí, aquel hombre genial, acaso el único hispanoamericano que él admirara sin reservas, había sacrificado su vida en una causa menor, la independencia de una isla donde había nacido por azar. ¿Qué hubiera podido decir el gran poeta del ver reparado en que Martí, en realidad, se había propuesto nada menos que salvar a todo el Continente, e incluso contribuir al equilibrio aún vacilante del mundo? Probablemente nadie en sus cabales, con medios tan exiguos (la isla de Cuba tenía entonces algo más de millón y medio de habitantes), se ha propuesto nunca hazaña tan desmesurada. Martí teme que los otros países del Continente no secunden (o incluso no comprendan) su tarea; pero en la propia carta última a Mercado, documento inapreciable, confía:

Las mismas obligaciones menores y públicas de los pueblos —como ese de usted y mío— [México] más vitalmente interesados en impedir que en Cuba se abra, por la anexión de los imperialistas de allá y los españoles, el camino que se ha de cegar, y con nuestra sangre estamos cegando, de la anexión de los pueblos de nuestra América al Norte revuelto y brutal que los desprecia, —les habrían impedido la adhesión ostensible y ayuda patente a este sacrificio, que se hace en bien inmediato y de ellos. // Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas: —y mi honda es la de David.

En la tarea (y consecuentemente en el pensamiento) de Martí hay, pues, una universalidad que le viene de varias realidades específicas: mientras, en lo inmediato, la guerra de Cuba se organiza frente a España, en lo mediato intenta prevenir la expansión de los Estados Unidos; si es la última guerra americana contra el viejo colonialismo que capitaneara en el mundo moderno España, es el primer movimiento concreto contra el naciente imperialismo encabezado en la edad contemporánea por los Estados Unidos. Ello da una amplitud única al proceso desatado por Martí, y a su pensamiento, abierto en arco desmesurado. Martí conoció una tensión histórica que a ningún otro hispanoamericano le había sido dado vivir: concluye la obra del siglo XIX y prepara e inicia la del XX; proyecta dar remate a la secesión política, y anuncia la independencia económica y la justicia social; abarca la totalidad de la experiencia material y espiritual de sus pueblos; los ve en el sitio verdadero de su historia y los encabeza. No podemos conjeturar cómo hubiera sido un Martí al margen de esta precisa ubicación, un Martí utópico y ucrónico, como lo han sugerido algunos: tal hombre no existe.

Tomado de Pensamiento anticolonial de nuestra América. Buenos Aires : CLACSO, 2016
Notas:
 
[1] V. I. Lenin: Obras completas, t. XXXIX, Cuadernos sobre el imperialismo, Buenos Aires, 1960. El imperialismo, fase superior del capitalismo, aparece en el tomo XXII. En lo sucesivo, salvo indicación en contrario, las referencias a textos de Lenin remiten a esta edición —de la que hay reproducciones también en La Habana—mencionándose las iniciales O. C., el tomo en números romanos y las páginas en números arábigos.
[2] José Martí, “Una distribución de diplomas en un colegio de los Estados Unidos” [1884], VIII. 422.
[3] Cf. Leonardo Acosta: “La concepción histórica de Martí”, José Martí, la América precolombina y la conquista española, La Habana, 1974.
[4] “[…] estoy cada vez menos entusiasmado con este término que es algo cómodo, es un modo de liberarse de la cuestión […] Me parece que esta expresión, “Tercer Mundo”, se llega a emplear por comodidad, lo que no dejo de lamentar”. (“El inventor de ‘Tercer Mundo’”, Casa de las Américas, Nº 70, enero-febrero de 1972, p. 188.)
[5] José Martí, “El Tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la Revolución y el deber de Cuba en América” [1894], III, 141-142.