Cuando leí El columpio de Rey Spencer no pude menos que acordarme del antológico poema donde Jesús Cos Causse relata cómo su abuelo Braulio paseó el Caribe y llegó a Cuba a bordo de una calabaza. Así tocaron nuestro suelo la familia Spencer y los refugiados del pequeño poblado jamaicano de Saint Ann’s Bay, durante la llamada Danza de los Millones, aunque a ellos solo les tocaría la danza.
Por ahí comienza una historia que Marta Rojas sabe enhebrar con el hilo inasible de las palabras. Una historia teñida por la sangre, por el sudor dejado en los cañaverales de la Isla por haitianos y jamaicanos; marcada por la construcción de una familia en un ambiente de hipócritas convenciones sociales, de una explotación feroz. Y por el amor ―siempre el amor como desafío― entre la joven Clara Spencer y el médico de ascendencia francesa Arturo Cassamajour.
Ella insistió en que yo presentara justo ese libro en la Feria Internacional del Libro de La Habana de 2015. Era la tercera edición de la novela, publicada inicialmente por la editorial Cuarto Propio (Chile, 1993) y por Letras Cubanas tres años después. Ahora Ediciones Santiago lo proponía. “Es un homenaje, un regalo a mi ciudad por sus 500 años”, me confesó. Y con gusto surqué la Isla para llegarme a San Carlos de la Cabaña.
Marta Rojas siempre resguardó ―allí donde nadie pudo borrarla― la calidez de su natal Santiago de Cuba. Sin importar las circunstancias, sostuvo un brillo especial, una sonrisa inquebrantable. El periodismo y las letras fueron su misión en la vida.
Me asomé a El columpio de Rey Spencer y me fui con su autora al sabor inconfundible del prú oriental, a la Fuente Luminosa, al Paseo Martí; al olor de los pasteles y a la elegancia de las sastrerías de ascendencia francesa; a los ingenios, los intentos de organización de los braceros y las diásporas, las malditas diásporas. Fue una escritora fértil en la descripción de ambientes; rica en aconteceres históricos, en saber exprimir los detalles, en tender lazos entre diferentes épocas.
En una de las salas de la fortaleza habanera ocupamos nuestro sitio. Marta Rojas, a mi diestra. Las palabras de rigor, el agradecimiento. Lo curioso fue que la escritora no se detuvo demasiado en aquel retrato suyo de la emigración antillana hacia la mayor isla del Caribe, en aquel afluente identitario. Acaso ya lo había dejado asentado. Marta Rojas comenzó a hablar de su próxima novela, Las campanas de Juana La Loca.
Hubo un desborde, un silencio, cuando describió la exquisitez de unos gobelinos, cuando entró en el pasaje de amor trágico de Juana ―hija de los monarcas Fernando e Isabel, atrapada en el parteaguas del mundo, los siglos XV y XVI― por Felipe El Hermoso. Lo hizo con tanta fruición, con tanto deleite, que alguien que llegó al final de su exposición le pidió que le indicara dónde podía adquirirla.
“El periodismo y las letras fueron su misión en la vida”.
Marta y yo coincidimos varias veces. Solía echarme el brazo con cariño, tal vez era Santiago que iba de vuelta. Una tarde me invitó a montar en su auto, y con ella al volante ―intocada por los años― llegué a su apartamento. La autora puso en mis manos aquella novela que había anunciado, aquella obra tejida en la urdimbre de los tiempos: Las campanas de Juana La Loca,en su edición argentina. Sería publicada luego por la Editorial Oriente, y en fecha reciente, convertida en formato e-book.
Le pedí permiso para visitar su rincón, su espacio para la escritura. Rocé en un pequeño estante las ediciones de sus libros, y compartimos una cerveza, como se hace con los amigos.
La testigo excepcional del juicio del Moncada, la corresponsal del Vietnam ardoroso, la Premio Nacional de Periodismo José Martí (1997). La escritora que, sin dejar jamás la crónica y la tinta fresca, hizo de la narrativa otro de sus reinos. La autora de Santa Lujuria, El harén de Oviedo, Inglesa por un año (Premio Alejo Carpentier, 2006). Todo eso, y a pesar de todo, sencillamente Marta.