Si buscabas a Marino, había una dirección inequívoca: la Biblioteca Elvira Cape, la calle Heredia, Santiago. Tal vez podías encontrarlo en Liverpool, cruzando Penny Line, o en Buenos Aires con María Kodama. Era un lector furibundo, empedernido. Con aquel gesto suyo expresaba “haberlo leído todo”. Su memoria era prodigiosa, como su capacidad para remarcar, para asociar, para emerger.
Siempre me pareció un ser inderrotable. Me cuesta poner la fecha de 2021 tras el guion de su nacimiento en 1946. Seré fiel a mi pensamiento, perdóneseme que hable de manera tan cercana de este guantanamero-santiaguero-universal. Permítanme volver a la Feria del Libro, a tenerlo a mi diestra, a disfrutar el privilegio de que presentara mi libro Poemas del lente.
Recuerdo algo curioso. En un momento fundió en un solo corpus mi nombre junto al del poeta Reynaldo García Blanco. Si hay lapsus linguae y lapsus mentis, este fue un lapsus del cariño. Nos conocía lo suficiente a los dos. El nombre compartido y la poesía compartida fue su manera ―única― de enlazarnos para siempre.
Yo había tomado como motivo del volumen un fragmento de un largo poema suyo sobre cine: “Oh, humanidad,/ ¿hasta cuándo estarás dentro/ del salón en penumbras?”. ¿Qué puede decirse después de eso? Lo tuve de cerca otra vez, como coordinador del proyecto editorial La cultura artística y literaria en Santiago de Cuba. Medio milenio; impulsado por la Fundación Caguayo. Una empresa difícil en tanto hermosa, deudora de su sapiencia, de su autoridad.
“Su lírica robusta y original no ha sido aquilatada en toda su dimensión”.
Sus títulos eran imperdibles: El libro terrible, El cuaderno malo, Poesía funesta, El brujo de la tribu, Peligro: aquí se habla de poesía, entre otros. Marino Wilson Jay fue (es) un iluminado, un memorioso, un hechicero, un poetazo. Comparto la sensación de la profesora Daysi Cué ―estudiosa de su obra―, de que su lírica robusta y original no ha sido aquilatada en toda su dimensión. ¡Tiene tanto por descubrirnos!
Ha ocurrido “un sismo poético”, así lo afirmó el escritor Manuel Gómez Morales. Anunciaba lo imposible. El final no es el hombre; la COVID-19 no será su mortaja. Es la poesía ―la suya― quien le dará la bienvenida.
La lluvia no recuerda el tiempo
cuando era escolta en las nubes,
y la crueldad de un sol entusiasta
hace pelea a los humanos inertes en el polvo.
Es que no tenemos alas.
Estamos desamparados.