Furor en redes causó que el repartero cubano Bebeshito convocara a cerca de 20 mil personas en un estadio, incluso suscitando actitudes en nuestro patio bastante desproporcionadas. Pero a nadie desencajó más el éxito del cantante que a nuestra tropa del odio miamense, para el cual sus entusiastas capitanes habían profetizado un estrepitoso fracaso.
Frustrada la profecía —y viendo que en el concierto no se gritaron consignas contra el gobierno cubano ni se dijeron las palabras mágicas: “dictadura”, “derechos humanos”, “presos políticos”, etc.— procedieron a sacar las más “lógicas” conclusiones: Bebeshito es un agente de la Seguridad, un caballo de Troya del comunismo pagado por el gobierno, un instrumento de colonización cultural para someter a Miami; el faro guía de una horda de ñángaras disfrazados que estamos invadiendo suelo estadounidense para anexarlo, para convertir La Florida en otra provincia de nuestra república socialista.
“No hay derecho a vivir en ‘democracia’ si no haces exactamente lo que esa ‘democracia’ asume que debes hacer”.
Es absurdo pensar que el gobierno cubano se va a quedar con las ganancias de Bebeshito en Estados Unidos o que el reparto es una operación de nuestros órganos de Inteligencia para lavarle la cara a la “terrible dictadura”, pero también es absurdo no entender que ya se están engrasando los engranajes de la maquinaria del terror miamense, esa que ya ha quebrado la voluntad de otros artistas “urbanos”, como Gente de Zona y Yulien Oviedo, o cantautores como Descemer Bueno.
¿Qué es lo que molesta a nuestros entrañables odiadores?
Pues, en primer lugar, que a los inmigrantes cubanos que arriban a Estados Unidos se les olvide —aunque solo sea por el tiempo que dura un concierto— pagar el peaje ideológico. No hay derecho a vivir en “democracia” si no haces exactamente lo que esa “democracia” asume que debes hacer.
Por otra parte, les molesta mucho que se pueda hacer dinero allá sin entrar en el lucrativo negocio contra Cuba. De ganar dinero se trata en el capitalismo y si alguien saca cuentas y ve que sin meterse con Díaz-Canel puede hacer su tierrita, se le mueve el piso a la industria ligera anticastrista. Porque es un negocio, una mafia articulada en el discurso contra Cuba y la Revolución que al final ha convertido esa causa en modus vivendi, en una forma de medrar, de llenarse los bolsillos. Entre ellos mismos se acusan y se disputan fondos: no hay honor entre ladrones.
Para muestra, un botón: el terrorista confeso Orlando Gutiérrez Boronat, además de promover intervenciones militares contra Cuba, está ahora en la picota pública de las redes por sus oscuros manejos de fondos federales asignados para facilitar “la transición democrática” en nuestro país pero que han terminado solventando una vida de viajes y compras para el dizque líder de la contrarrevolución y su esposa. Esa es la fauna a la que nos enfrentamos, la que quiere apoderarse de Cuba tras un hipotético colapso de la Revolución. A esos enemigos hay que darles una batalla que es, sobre todas las cosas, cultural, de ideas.
No porque nos alegre la desdicha y el pánico de esa contrarrevolución ante el éxito del reparto en Miami debemos dejar de cuestionarnos, críticamente, las razones detrás de la monotonía musical que se ha popularizado entre la comunidad cubana.
¿Es realmente ese género musical lo único que se escucha? ¿Hay otros canales de difusión, verdaderamente alternativos?
¿Cuánto de ese culto a lo banal, a lo soez, es fruto de la crisis económica que venimos arrastrando desde los 90 y cuánto es factor de aceleración de una crisis mucho más profunda, que tiene que ver con el espíritu del pueblo cubano?
Aplausos para todo aquel que triunfe, con su esfuerzo y talento, en cualquier arena, nacional o internacional; especialmente si ese triunfo no se mancha con la indecorosa genuflexión de los que ceden a presiones, de los cobardes que repiten estribillos de odio por estirar sus quince minutos de fama. Contra Cuba, que nadie lo dude, hay puesto mucho dinero y mucho esfuerzo, hay todo un programa político para erosionar el socialismo y, como es lógico en el capitalismo, un negocio que se ha articulado alrededor de ese propósito. Y aquel que decida no ser parte de esa mafia, de esa corruptela, debe ser bien ponderado.
“A esos enemigos hay que darles una batalla que es, sobre todas las cosas, cultural, de ideas”.
Pero ello no nos puede tampoco hacer de ojos ciegos ante fenómenos culturales que son causa y consecuencia de nuestros errores, nuestras carencias, nuestras malas decisiones y del asedio que hemos logrado sobrevivir.
Ser cultos sigue siendo el único modo de ser libres. Aunque ganemos escaramuzas y sepamos jugar con astucia nuestras fichas para obtener victorias tácticas, el verdadero triunfo solo se obtendrá si sabemos distinguirnos de nuestros adversarios, en todos los sentidos.
Que los que lucran con el dinero del gobierno estadounidense, los voceros del odio, que los operarios de la guerra contra Cuba discutan entre ellos, se acusen los unos a los otros, disputándose —aunque no lo quieran admitir— si son marca mango o mandarina; a nosotros nos toca ser otra cosa, diferente, mejor. Más cultura, esa que no niega a Bebeshito pero tampoco marca el horizonte en su vida y obra: eso es lo que (creo) necesitamos.