La poesía es el arte que permite celebrar la honestidad de las cosas que vemos, y su lugar es imprescindible pues autoriza a conocer de otra manera los variados materiales que todo el mundo ya conoce, y por ello sus obligaciones son consigo misma [1]. Esto pude recordar  leyendo el libro Otro cuaderno de poesía blanca, de Leonardo Sarría, [2] donde se nos muestra a la religión como drama humano en que los objetos y los seres están bordados en una liturgia que viene de una leyenda, y se persigue mantener lo sublime en un sentido contemporáneo:

“Del sacrificio”

Los ojos del carnero presienten la cercanía del cuchillo espiando al pie de la freidera; el cuchillo que destella opaco el ojo no menos inquieto del dios. El cuchillo y el dios, delatados por el desvío de la columna de hormigas, pinchan primero el canto, cuyo chorro de monocordes sílabas hace ya retorcerse al cuello ileso. En el límite, el límite. Susurrado su cometido, la sombra del animal se le despega y cruza hacia el portón mientras la punta busca la arteria fresca.

Antes que el vendedor decidiera mostrarlo,
había sido elegido;
Antes que el oficiante lo reclamara,
aguardaba la piedra.
Borboteante y caliente la piedra cuando aún
Crecía el nódulo en secreto.
(p.11)

Así en los paisajes filosos de la liturgia confluyen sacrificio, fábula y tragedia. La fuerza de la liturgia devela la senda macabra del destino. Es que hay otro paisaje detrás de la liturgia, uno mágico – poético y antropológico en que las prácticas religiosas llegan a constituirse en visiones, donde la magia se separa de la religión, donde lo poético es una esencia humana, donde “el único criterio de una acción es su efecto último en la felicidad o infelicidad de una persona” [3]:

“El álamo”

El murmullo del álamo enristra en una sola flecha las voces de los muertos. Idos y presentes toman la ráfaga como supresión momentánea del espesor que los separa, aprovechando para reencontrarse el tronco nudoso donde se sienta el Rey, a su modo romántico, si bien desconocido de alemanes e ingleses decimonónicos. En sus raíces, entre el húmedo amasijo de hojas, la ofrenda borra la imagen de los álamos leídos, hace que el transcurrir permanente del árbol suceda en otra tierra, ensalivándose la nervadura en la boca mansa que come por última vez, hasta que la súbita iluminación abra la puerta y empiece de este lado, aquí, a llover a cántaros.
(p.12)

Se percibe lo que hay de poesía en la experiencia religiosa, y lo que hay de realidad en el arte, objetivando y trascendiendo a un tiempo las líneas del arte y las de la realidad:

“Cuarto de prenda”

Como en el teatro, matojos y aves pintada representan en el cuarto un adentro de monte. Solo unos gajos, la vigilancia al óleo de una lechuza, la ocre luna en la pared de fondo y se está ya en la noche de los susurros —buena noche—. Basta la representación para que inicie la vivencia; la metonimia o la metáfora, que aquí son realidad (la retórica es cosa de incrédulos), para que el hueso hable. Por sobre el trajín de la cocina y cualquier otra contigua distracción. Como en el teatro, disolviendo las propias dimensiones de la escena.
(p. 27)

Los ritos de iniciación colocan de frente un antes y un después donde para tener fe hay que renunciar a la razón, creer lo que no vemos o no entendemos, pues es tortuoso el camino hacia la fe “en las observaciones de la vida como aprendizaje de lo contradictorio y los elogios de la necesidad de elegir.” [4] Consúltense los poemas “Mar de leva” (p. 13) y “Raspa…” (p. 28).

Asciende entonces lo humano de la fe ante la precariedad de la existencia del hombre en medio de la armonía y gravedad de las ceremonias, donde ocurre el cruce cultural e intertextual de referencias pictóricas y religiosas, [5] donde es casi una cosmogonía pensar que tu respiración depende de los dioses y los muertos; y las maneras en que la religión contradice la naturaleza humana: frente a la reacción litúrgica el instinto humano que oculta la pasión antropológica, y muestra el apego al pasado, frente a la reacción litúrgica el drama humano de apartarse del absurdo donde la religión es un acto de subjetividad espiritual:

“Oddun / Persona”

Entre el oddun y la persona comienza con la revelación un sigiloso forcejeo. El parto de la materia, del camino, del nombre, que se tejían en la médula como incorpórea posibilidad, abre una grieta. El iniciado palpa la profecía y se transforma en intérprete de sí, suma al signo las minúsculas letras de su ser, rastro y bruma, pero —sospecha— algo exclusivamente suyo, no de ninguno de los doscientos cincuenta y seis, suyo a solas, fuera del habla de las nueces, resiste. Aliento, carne o nervios, desea seguirse llamando como antes, solo que el agua oscura del oddun gotea precisa y calma.
 p. 14.

Por viajes de la religión a la magia y de la magia a la religión nos conduce la persona poética en un gesto atenido que percibe la profunda dramaticidad del suceso, la teatralidad de lo relatado. Así pasan ante nosotros designios, contemplaciones, atavismos en los que asistimos al cuestionamiento de la fe y la liturgia, y a la vez a su asentimiento, al cuestionamiento de los buenos deseos y la piedad, al drama humano de la religión erigida dentro de la razón. Aquí se repara en la fe y sus liturgias como espacio dramático donde se unen magia, poesía, destino y bien, a predecirse en la esperanza, en el futuro, concebidas en un rito no solo mágico sino teatral en maneras casi himno. [6] El libro del autor demuestra una vez más que “su lírica se caracteriza por la sobriedad, el culturalismo y una mirada existencialista […] por la continua referencialidad de su obra; […] el autor logra esquivar los desfiladeros con una escritura que es tanto inteligente como sensible, que es racional y a la vez intuitiva.” [7] El poeta logra aquí el tono de su tiempo, en relación a la cita de Pound que precede al poemario, y nos coloca ante el arte latente de la poesía, en lo que acertó desde el principio.

Notas:

[1] Eduardo Espina. “El lenguaje es la escritura (¿Para qué escribir poesía?) “. Revista Texas A & M University, p. 2.

[2] Leonardo Sarría. Otro cuaderno de poesía blanca. Editorial casa vacía, Richmond, Virginia, 2022.

[3] Susan Sontag. Renacida. Diarios tempranos. 1947 – 1964, Mondadori, Barcelona, p. 1.

[4] Marcelo Cohen. “Philip Larkin, el corazón más triste” en Philip Larkin. Ventanas altas, Lumen, Barcelona, 1989, p. 17.

[5] Véase el poema “La cena”, p. 24.

[6] Ver el poema “Okana Sodde”, p. 29.

[7] Yoandy cabrera. Equívocos. Poetas cubanos a inicios del siglo XXI. Editorial Kýrne, Universidad de Rockford, p. 178 – 179.

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