La confesión es relativamente conocida y pareciera corroborar la sentencia de Paul Valéry según la cual el primer verso lo dan los dioses. Sea o no, en realidad, el primero, se trata en cualquier caso de uno principalísimo, mediante el que se activa todo el mecanismo, se desata la lengua renovadora y socarrona e irrumpe el otro con la fuerza de su expresión y su carácter. Refiriéndose a la génesis de los poemas de Motivos de son (1930), en su “Charla en el Lyceum” en noviembre de 1945, Nicolás Guillén compartiría:

Es curioso. Porque he de decir que el nacimiento de tales poemas está ligado a una experiencia onírica de la que nunca he hablado en público y la cual me produjo una vivísima impresión. Una noche —corría el mes de abril de 1930— habíame acostado ya, y estaba en esa línea indecisa entre el sueño y la vigilia, que es la duermevela, tan propicia a tragos y apariciones, cuando una voz que surgía de no sé dónde articuló con precisa claridad junto a mi oído estas dos palabras: negro bembón.
¿Qué era aquello? Naturalmente no pude darme una respuesta satisfactoria, pero no dormí más. La frase, asistida de un ritmo especial, nuevo en mí, estúvome rondando el resto de la noche, cada vez más profunda e imperiosa:
Negro bembón,
Negro bembón,
Negro bembón…

Me levanté temprano, y me puse a escribir. Como si recordara algo sabido alguna vez, hice de un tirón un poema en el que aquellas palabras servían de subsidio y apoyo al resto de los versos (…).
Escribí todo el día, consciente del hallazgo. A la tarde ya tenía un puñado de poemas —ocho o diez— que titulé de una manera general Motivos de son. Entre ellos uno, “Sóngoro cosongo”, que daría título al libro que apareció un año después (Guillén 2002, pp. 294-295).

Para Ángel Augier, quien comenta la anécdota, es de presumir que en el hecho “no participara ningún factor sobrenatural, sino el poderoso subconsciente colectivo” de que el autor “estaba saturado por razones de procedencia social y de plena convivencia popular” (Augier 2005, p. 92). El relato es, en efecto, “curioso” y hasta —podríamos pensarlo— sospechoso. Se ajusta, a unas décadas del comienzo de la aventura surrealista, a los flujos del inconsciente y del sueño; a la vez que satisface la vieja idea de la poesía como inspiración o dictado, que el romanticismo capitalizó considerablemente.

“(…) una voz que surgía de no sé dónde articuló con precisa claridad junto a mi oído estas dos palabras: negro bembón”.

Más que discutir la legitimidad o la índole de la experiencia, me interesa su potencial simbólico, la circunstancia en que se manifestó o dice haberse manifestado y en la que la imprevista, casi epifánica frase —letanía, mantra— enlaza las palabras “negro” y “bembón”. A T. S. Eliot debemos la metáfora de la mente del poeta como “una vasija de acopio y almacenamiento de innumerables sentimientos, frases, imágenes que permanecen ahí hasta que todas las partículas que logren unirse para formar un nuevo compuesto estén presentes a un tiempo” (Eliot 2000, p. 25). Lo que sobreviene, lo que pronuncia esa voz ignota o emerge de la profundidad de la mente vasija es el color de sujetos literaria y socialmente marginados, junto al vocablo “bembón”, derivado de “bemba”, un bantuísmo recogido en el español de Cuba —en el kikóongo “boca grande”— con el que se designan los labios gruesos y protuberantes. Color, grosor, protuberancia son de golpe en la página —en la página acostumbrada hasta entonces a las notas románticas, modernistas, posmodernistas— los de un componente cultural, inseparable de una cosmovisión mágico-religiosa y una ritualidad acentuadamente rítmica.

“(…) es de presumir que en el hecho ‘no participara ningún factor sobrenatural, sino el poderoso subconsciente colectivo’”.

La conmemoración de los 90 años de West Indies Ltd. (1934), entre cuyos textos se encuentran “Balada del güije”, “Sensemayá. Canto para matar una culebra” y “Caminando”, no solo me brinda la oportunidad de volver sobre esos tres poemas en los que alienta —en los dos primeros de modo explícito– el sentido mágico y ritual de la poesía guilleniana, sino también desplazarme por otros, “Canto negro”, “Ébano real”, “Ácana”, y por ciertas dimensiones desde la que se construye ese mismo sentido, aun cuando hablemos de la obra de un escritor marxista y, que sepamos, ateo.

Para ello, hay que escuchar otra vez la voz y no la recóndita de la duermevela. “La voz tiene en Guillén (observa Ezequiel Martínez Estrada) homóloga importancia a la tipografía para Mallarmé. El verso está formado, preparado para que alcance su plenitud en la palabra hablada. Como palabra hablada conserva el sortilegio del conjuro y del ensalmo; es encantamiento” (Martínez 1967, p. 43). De ahí que cuanto queda “en la poesía escrita (¡no ya la impresa!), de acuerdo con el propio Martínez Estrada, no es la ‘poesía’ de Guillén, sino sus versos, la forma material, la imago” (Íd). Aunque quizás desmedida, la apreciación del ensayista argentino —y habrá siempre que recordar aquello de que una exageración es la exageración de algo que no es una exageración— apunta hacia la preeminencia de la voz sobre la letra y hacia su calidad misteriosa, ancestral, vinculada a la condición orgánica y acústica del lenguaje. “En el sentido extremo de la palabra, hay cosas que solo pueden ser comunicadas a través de la voz” (Ikeda 2001, p. 158), ha dicho Daisaku Ikeda en diálogo con Cintio Vitier, a propósito del magnetismo de la oratoria martiana. Y tal aseveración podría hacerse asimismo a propósito de la poesía de Guillén. En México, rememora también Martínez Estrada, en una reunión de algunos residentes argentinos allí, la dueña de la casa propuso que oyeran un disco grabado por Guillén: “Todos escuchamos impresionados [escribe] como en una sesión de espiritismo o de magia. Era la voz más que la poesía, o la voz con el acompañamiento de la poesía, lo que producíanos ese efecto alucinante” (p. 47).

Voz, recitación y música acoplan en el origen. La conciencia mítica, esa que entre nosotros entona la moyugba, el súyere o el mambo del palomonte, está segura de que para sus fines no basta con el conocimiento de la lengua y los nombres sacromágicos, cuya eficacia se realiza y modula en el aire. De este venero brota la poesía que “en sus más típicas creaciones necesita ser “ejecutada” de viva voz, así como una sinfonía precisa de la ejecución orquestal” (Ortiz 1965, p. 218). Su recitación suele acompañarse del gesto: “facundia muscular”, “lenguaje gesticular y mímico”, característico de “los pueblos emotivos” y que Fernando Ortiz reconoce en nuestros “abuelos blancos del Mediterráneo y los abuelos negros de África” (p. 206). Habría también que leer de nuevo, para no citarlo a cada instante, el capítulo “Orígenes de la poesía y el canto entre los negros africanos” de Africanía de la música folklórica de Cuba (1950), un documentado resumen de rasgos, formas poéticas y creencias, a la luz de los cuales se entiende mejor parte de la producción de Guillén, sobre todo de la comprendida entre Motivos de son y El son entero (1947).

“La voz tiene en Guillén (observa Ezequiel Martínez Estrada) homóloga importancia a la tipografía para Mallarmé”.

De testimonios y ejemplos que ilustren la amplitud con que el poeta aprovechó las fuentes de una poesía aún sumergida en el complejo de la religiosidad cubana de matriz africana debería servirse más la crítica. Anáforas, versos agudos, aliteraciones, onomatopeyas, paralelismos, locuciones conminatorias, enfáticas, dialogales y antifonales, si bien procedimientos o figuras de la retórica que pueden hallarse en varios sitios, evocan de conjunto poemas y cantos rituales en los que resuenan “gordos gongos sordos” (Guillén 2002b, p. 111). 

En Negrismo poético y Eusebia Cosme, el crítico puertorriqueño Ramón Lavandero nos ha dejado una rica estampa de la interpretación, hecha por la famosa recitadora, del “Canto para matar una culebra” de Guillén:

¿Cómo se podría recitar esto? Se adelanta Eusebia —pañolito rojo cubriendo la crencha, dos argollas tremendas en las orejas— y dibuja el gesto preciso, una espantada selvática, creando en el instante en torno suyo el ambiente propicio, de una profunda realidad especial. ¿Se ha transformado el escenario en una cueva con signos cabalísticos, en una caverna cuaternaria con manos color de ocre grabadas en la roca? ¿Es una abertura en la manigua densa, húmeda y sombría, donde reptan los ofidios por entre las raíces? Canta Eusebia el estribillo y sus notas graves tienen una sonoridad misteriosa, agorera, mágica, críptica. Su ademán, trémulas las manos, es de conjuro totémico y sus movimientos son reptantes, sinuosos, cautelosos, de danza zoofóbica. Repite la bárbara onomatopeya aborigen —Mayombe, bombe, mayombé— y sus pupilas se dilatan con un terror viejo, heredado, milenario, ante la serpiente que, elástica y contráctil, se enrosca en una rama formando un caduceo y, con la cabeza fálica erecta, silba, seca su lengua bífida y mira fija con sus ojillos de cuentas verdes. Los espectadores se agarran a los asientos sobrecogidos de temor y alucinación —¡Sensemayá, la culebra!— tal es la intensa emoción que provocan las simples palabras del poema de Guillén y la entonación con que las pronuncia Eusebia, acompañada con la vibración eléctrica de los músculos de todo su cuerpo. Termina el recitado en un compás lento, uniforme, repitiendo el conjuro ante el reptil inmóvil, muerto al parecer. Y hay entonces un grito salvaje de malicia, sensualidad, de burla, de ferocidad triunfante —¡Sensemayá, se murió!— y un erguirse del cuerpo con la testa en alto, al abandonar Eusebia el escenario, caminando solemne, majestuosa como el gato con la presa en la boca (Lavandero, citado por Ortiz 2015, pp. 117-118).

Independientemente de la recreación imaginativa, literaturizada del momento, el pasaje reproduce muy bien la perfomance de Eusebia Cosme a partir de la misma apertura ritual del texto.

“Canta Eusebia el estribillo y sus notas graves tienen una sonoridad misteriosa, agorera, mágica, críptica”.

La suerte de exorcismo que supone el matar la culebra supone por igual la participación colectiva: rito cohesionador, como lo fue, en la fiesta habanera del Día de Reyes. Sabemos que después de pasearse por la ciudad la danza de la muerte de la culebra se ejecutaba en el patio del Palacio de los Capitanes Generales. El ritual que debía anualmente liberar y purificar culminaba, no obstante, devolviendo a sus actores a los límites fijados por la autoridad blanca. El cambio de contexto implica un vuelco de significación. Si se compara “Sensemayá” con el “Canto para matar culebras” que, con arreglo de Ramón Guirao, este publicara en su Órbita de la poesía afrocubana, 1928-1937 (1938), se advertirá de inmediato lo que separa un poema del otro:

(Negrita)
―¡Mamita, mamita!
Yen, yen, yen,
¡Culebra me pica!
Yen, yen, yen.
¡Culebra me come!
Yen, yen, yen.
¡Me pica, me traga!
Yen, yen, yen.

(Diablito)
―¡Mentira, mi negra!
Yen, yen, yen.
Son juego e mi tierra.
Yen, yen, yen.

(Negrita)
―¡Le mira lo sojo,
parese candela!…
¡Le mira lo diente,
parese filere!…

(Diablito)
―¡Culebra se muere!
¡Sángala muleque!
¡Culebra se muere!
¡Sángala muleque!
¡La culebra murió!
¡Calabasó-só-só!
¡Yo mimito mató!
¡calabasó-só-só!

(Negrita)
―¡Mamita, mamita!
Yen, yen, yen.
Culebra no pica
Yen, yen, yen.
Ni saca lengüita.
Yen, yen, yen.
Diablito mató
¡Calabasó-só-só!

(Diablito)
―¡Ni traga ni pica!
¡Sángala muleque!
¡La culebra murió!
¡Sángala muleque!
¡Yo mimito mató!
¡Calabasó-só-só!
(Guirao 1938, pp. 7-9).

El tono ligero y juguetón contrasta con la gravedad del poema de Guillén que nace de la oscura repetición de la fórmula —“Mayombe, bombe, mayombé”, reminiscencia de mambo— y de las ondas de los metros mayores —eneasílabos, decasílabos, dodecasílabos— que alternan con la rapidez de pentasílabos, hexasílabos, heptasílabos y octosílabos en su mayoría agudos. El ofidio no es el guardián ni el servidor mágico, el ñoca, el veintiuno que custodia el munanso, sino la encarnación maléfica y temible que es también una de las tantas caras de lo sagrado: tenebrosa potencia espiritual finalmente vencida.

“El ofidio no es el guardián ni el servidor mágico, el ñoca, el veintiuno que custodia el munanso, sino la encarnación maléfica y temible que es también una de las tantas caras de lo sagrado: tenebrosa potencia espiritual finalmente vencida”. 

El profesor José Juan Arrom, al emprender el comentario del texto, pretendió descifrar lo que era para él “mucho más que una brillante jitanjáfora”. “‘Sensemayá’ [explica] es la pronunciación criolla del nombre del tambor mayor de la orquesta abakuá, […] bonkó enchemiyá” y “Mayombe o mayombé es un término de origen congo que designa ciertas prácticas religiosas de carácter mágico, muy extendidas en las poblaciones de Cuba y el Brasil” (Arrom 1985, p. 109). En este plano de elucidación poética y lingüística se adentra igualmente Roberto González Echevarría frente a “Sóngoro cosongo”, desprendiendo con libertad del enunciado las palabras: “son”, “songo” y “congo”, para avanzar en un ejercicio especulativo, a través del que intentará descubrir significados eludidos “por interpretaciones exclusivamente blancas [dice]” (González 2013, p. 141), que han juzgado “los fonemas del estribillo como “puros hechos sonoros” (p. 142).

Respecto de ambas exégesis, disiento. En vocabulario anexo a las ediciones sucesivas de Sóngoro cosongo de Editorial Losada (Buenos Aires, 1952, 1957), vocabulario que debió ser autorizado al menos por Guillén, figuran como “fonemas” los vocablos: “Acuememe”, “Cosongo”, “Cuserembá”, “Mamatomba”, “Quencúyere”, “Sensemayá”, “Serembe”, “Serembó”. Esto es, como “puros hechos sonoros”. Guillén mueve a gusto las partículas de las palabras tentando la percepción —Sensemayá suena, más que a “bonkó enchemiyá” a “Yemayá”— o disminuye al máximo el significado de un término, de tal forma que este semeja valer básicamente en función de su sonoridad, así en “Sensemayá” (poema) con “mayombe”, una de las ramas del palomonte en Cuba, y, antes que en ningún otro, en “Curujey”, donde la planta parásita apenas muestra su engarce semántico con el resto de los versos:

Yo quiero un nobio dotó
de lo que curan,
pa sabe po qué me duele
la sintura.

Si é abogao que no me faje,
poqque yo no quiero cuento:
ay, mamá, ya tuve uno
y me salió mueto!

Yo quiero un nobio dotó,
curujey, curujey;

pa bé si el nobio me cura,
curujey, curujey;
que me diga lo que tengo,
curujey, curujey;
lo que tengo en la sintura!
(Guillén 1941, p. 53).

“Hay horas en que las palabras mismas se alejan, dejando en su lugar unas sombras que las imitan”.

No está de más traer a colación que fue precisamente “sóngoro cosongo, songobé” una de las expresiones que, en carta del 17 de julio de 1930, Langston Hughes pidió a Guillén que le explicara, por no comprenderla, incluso con el auxilio de un joven cubano que le había ayudado con la traducción. En la carta siguiente, Guillén no aclara, como es de prever, nada sobre el particular.

Hay horas [nos ha enseñado Alfonso Reyes] en que las palabras mismas se alejan, dejando en su lugar unas sombras que las imitan. Los ruidos articulados (como el estribillo del “glatiñor” o el “Aire de Bracante” […]) acuden a beber un poco de vida, y se agarran a nuestra pulpa espiritual con una voracidad de sanguijuelas. Sedientas formas transparentes —como las evocadas por Odiseo entre los cimerianos— rondan nuestro pozo de sangre y emiten voces en sordina. Quien no ha escuchado estas voces no es poeta (Reyes 1929).

Sin embargo, más allá de las jitanjáforas de la poesía y el paladeo infantil, están las palabras que cargan la inefabilidad del misterio, el espesor del secreto, el mana, la elusiva raíz que trasciende el valor semántico e ideativo de la lengua. A esas palabras —como “cocorícamo”, a la que Ortiz dedicó un acucioso trabajo— se aproximan, a mi juicio, “Sensemayá” y aquellos “¡Mamatomba, / serembe cuserembá!” y “Acuememe serembó” del Canto negro. En definitiva, según se mire, de “interpretaciones exclusivamente blancas” podría venir también el descubrimiento o la asignación de ocultos significados, para ponerlos a navegar en el cauce de una barroca codificación.

Puestos uno tras otro, al lado de “jícara”, “güije”, “ñeque”, “Changó”, nuestra ignorancia de los signos pudiera quizás ser la del neófito y Guillén juega con esa posibilidad. En “Ébano real” los versos “Arará, cuévano, / arará sabalú” no solo remiten a distritos del antiguo Dahomey; fueron además nombres de cabildos habaneros desaparecidos ya a inicios del siglo XX. Aún podemos ver incluso, en el museo Casa de África, un precioso tambor arará, con cabeza tallada y cuerpo policromo, perteneciente al cabildo Arará Sabalú, que se disolviera durante el gobierno del presidente Mario García Menocal.

“(…) según se mire, de ‘interpretaciones exclusivamente blancas’ podría venir también el descubrimiento o la asignación de ocultos significados”.

Dos textos antes de “Sensemayá”, en el orden de los poemas de West Indies…, aparece “Balada del güije”. Los contrapuntos entre la gracia melódica de la balada y el drama de la pérdida, entre los tonos de la canción de cuna y del responso, entre la forma poemática hispánica —el romance—, con regusto neopopularista, lorquiano, y el mito cubano del güije, anudan la composición. Manuel Rivero Glean y Gerardo Chávez Spínola, en el Catauro de seres míticos y legendarios en Cuba (2005), registran que el güije “vive oculto en las aguas de los ríos y a la vera de los pozos donde permanece escondido y atisbando. Cuando está descuidado el que se acerca a su escondite, le echa algún sortilegio y lo rapta en el agua para siempre” (Rivero y Chávez 2005, p. 261). Antes que con los fríos “ojos de vidrio” de la culebra, se topa el lector con la atmósfera escalofriante, como de pesadilla, en la que hay “carapachos de tortuga”, “cabezas de niños muertos” y el duende rasga el silencio con “uñas / de cocodrilo frenético” (Guillén 2002b, p. 115). Dentro de un discurso de exploración y afirmación identitaria que en el cuaderno se abre al Caribe, importa este imaginario religioso —inmersión en las entrañas del dolor y el miedo— que repudia la caricatura y la postalita tropical.

Es la energía de la criatura mítica, del dios o del nfumbe —pujanza, por extensión metonímica, de una región, de un espacio cultural de cruces sanguíneos— la que percibo oblicuamente, sin referencia directa, ni jitanjáfora ni color, en “Caminando”.

En una grabación de viejos cantos afrocubanos oigo el coro que insiste:

Caminando…
Ay, caminando mi santo…
No hay santo más lindo que Eleggua
Alante el ánima sola…

Y me asalta, asimismo, el canto desafiante del cabildo Kunalungo, de Sagua la Grande:

Ah, mi sopa, congo pruebó mi sopa
Ah, mi sopa, congo pruebó mi sopa
Ah, mi sopa…
Quien se come mi sopa me come a mí…

Son resonancias que solo una verdadera asimilación es capaz de engendrar; la misma violencia que atravesará mucho después los himnos de los loas, del René Depestre de Un arcoíris para el occidente cristiano (1967):

Al que yo coja y lo apriete,
caminando,
ese la paga por todos,
caminando;
a ese le parto el pescuezo,
caminando,
y aunque me pida perdón,
me lo como y me lo bebo,
me lo bebo y me lo como,
caminando,
caminando,
caminando…
(Guillén 2002b, p. 121)

En la madurez y el acendramiento expresivos que se verifican en el tránsito hacia El son entero, el sentido mágico, mitopoético, de algunos de los versos de Guillén comienza a fluir de forma diferente, a ofrecerse de una manera más honda y elíptica. Dos poemas arbóreos, “Ébano real” y “Ácana”, marcan los compases del ser que se reconoce en unidad con la naturaleza, con el “corazón” de la madera —negra o rojiza— que es resguardo, lecho, sostén.

Te vi al pasar, una tarde,
ébano, y te saludé:
duro entre todos los troncos,
duro entre todos los troncos,
tu corazón recordé.
   Arará, cuévano,
   arará sabalú.
   (Guillén 2002b, pp. 189-190).

Como en un mambo palero reproducido por Lydia Cabrera en El Monte (1954): “Casimba yeré / Casimbangó. / Yo salí de mi casa / Casimbangó. / Yo salí de mi tierra, / Casimbangó. / Yo vengo a bucá… / Dame sombra Ceibita / Ceiba da yo sombra, / Dame sombra palo Cuaba, / Dame sombra palo Yaba, / Dame sombra palo Caja, / Dame sombra palo Tengue […]” (Cabrera 2009, p. 133), invocación en cuyo despliegue Samuel Feijóo distinguiría el ritmo del son, estos poemas se afincan en el adentro de un locus sacratísimo donde se cumple metafórica y subrepticiamente lo cubano. La sola repetición del nombre —“Ay, ácana con ácana, / con ácana” (Guillén 2002b, p. 209)—, poco tiene ya en común con las imágenes oníricas de “Balada del güije”. El rito se efectúa, en este caso, en la sustantividad, en la palabra-cifra que rezuma en el fondo, al decir de Unamuno, “toda una filosofía y toda una religión” (Unamuno, citado por Guillén 1942, p. 9).

“Dos poemas arbóreos, ‘Ébano real’ y ‘Ácana’, marcan los compases del ser que se reconoce en unidad con la naturaleza”.

Al contrario de lo que estima González Echevarría, quien señala sobre “Sensemayá” que “componer un canto ritual, o invocar un ritual, en un poema escrito casi todo en castellano, constituye una desacralización de los signos africanos, un despojarlos de su carga trascendental” (González 2013, p. 148), creo que se trata más bien de un gesto doble de sacralización que involucra tanto al fermento originario como al resultado de su aporte. “[C]asi todo en castellano” corre el mambo con que el tata enquisi saluda su prenda o pide licencia al pie del tronco de su “confianza”.

“Mandinga, congo, carabalí o yoruba de Cuba —Santa María, / San Berenito, todo mezclado” (Guillén 2002b, p. 192)— son los nuevos entes de una realidad transculturada, entronizada ahora en los ámbitos de su histórica marginación: el campo intelectual, la letra, el libro. Han venido —y he aquí un canto de vibraciones míticas— trayendo “el humo en la mañana, / y el fuego sobre la noche, / y el cuchillo, como un duro pedazo de luna / apto para las pieles bárbaras” (Guillén 2002, p. 93), mas son entes distintos. Mítica será también más tarde la representación del “negro y fino prócer” Jesús Menéndez, convertido en deidad guerrera americana, que vuela de una tierra a otra del Continente, cuando lo llaman y le piden, o dondequiera que la discriminación y la injusticia lo demanden. “[E]n todos los momentos críticos de la vida social humana [anota Ernst Cassirer], las fuerzas sociales que resisten la penetración de concepciones míticas no se encuentran seguras. En estos momentos, el tiempo del mito regresa. Porque el mito no ha sido verdaderamente vencido y subyugado. Siempre está presente, escondido en la oscuridad y esperando su hora y oportunidad” (Cassirer, citado por Román de la Campa 1979, p. 36). Pero este retorno y hasta la teleológica estructura de El diario que a diario (1972) pertenecen a otro ciclo de la obra que nos reúne.

Nota: La Revista de la Biblioteca Nacional José Martí se complace en compartir la publicación del texto “Magia, mito y ritual en la poesía de Nicolás Guillén”, de Leonardo Sarría, el cual se encuentra en proceso de edición. En aras de la inmediatez del XIV Coloquio y Festival Nicolás Guillén, en que fue leído, nos parece importante que La Jiribilla lo dé a conocer.

Referencias bibliográficas:

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