Cuando vi su foto en Facebook, pensé llamar a su casa para felicitarla, porque creí que la noticia ofrecía los resultados del premio de investigación científica por el libro Jorge Mañach ¿crítico de arte?, que tanta ilusión le hacía a su autora. Por desdicha, la realidad era bien distinta. Confieso que tuve que comunicarme con varias colegas de mi madre para verificar la noticia, que sigue pareciéndome imposible.
Luz Merino, la muchacha linda, presumida y brillante de los años setenta, la alumna queridísima de mi madre y de Rosario Novoa no puede desaparecer así, no más. Esa dama elegante de siempre, cuya lealtad y encanto personal sobresalían en cualquier escenario, no escapará de nosotros, de ninguna manera. Antes de personalizar mi pequeño homenaje, debo referirme a quien, también dolido e incrédulo, me llamó hace apenas tres días, en aras de comprobar la noticia que, insisto, parece irreal. Eduardo del Llano, exalumno y ex compañero de trabajo de Luz, no daba crédito. “¿Es cierto que ha muerto?”, me preguntó. Casi de inmediato, ambos nos sumimos en la dulce y espontánea tarea de compartirnos anécdotas personales con ella, porque hay mucho que contar de esta mujer hermosísima por dentro y por fuera. Son tan grandes su huella y su presencia, que no podemos aceptar decirle adiós.
Eduardo y Luz están unidos por más de un motivo, que él agradece, con ese particular estilo que tanto respeto. Eva, hija menor suya, no solo fue alumna de la Merino, como él mismo, sino que tiene la dicha de que Luz haya sido la tutora de su tesis de graduación y, mucho antes, él, cuando se convirtió en profesor de la UH (por supuesto, para impartir Historia del Arte, en la época en que mi madre y Luz eran maestras de dicha carrera), trabajaba a las órdenes de quien evocamos hoy. Me cuenta Eduardo que en una ocasión, faltando apenas unos días para el reinicio del curso académico, Luz le solicitó que asumiera la impartición de una asignatura que él desconocía por completo. Historia de la fotografía no estaba contemplada como materia en los años de estudiante de Eduardo, de modo que era una novedad para el novel profesor. Así se lo comunicó a su jefa, quien procedió a dictaminar la lapidaria frase “Yo sé que tú puedes”, con lo cual, a mi amigo no le quedó más opción que atiborrarse de conocimientos en menos de una semana, y asumir la docencia solicitada. Quise saber, conociendo la sempiterna rebeldía de del Llano, cómo fue posible que aceptara semejante reto. “Era impensable decirle que no a una mujer como ella”, me respondió. Efectivamente, reconocí en esa anécdota a la muchacha cautivante más tarde convertida en dama, tan ligada a la vida de mis padres, a quienes siempre nombró “Doctor y Doctora”, aun cuando llegaron a compartir la misma edad, como si encarnara a Ofelia, la del drama shakesperiano.
Con toda certeza, si ahora mismo tuviera fuerzas para sumergirme en la fototeca de mis progenitores, encontraría muchas imágenes luminosas de esa Luz que tanto amamos, pero confieso que no soy capaz. Todavía. Algún día lo haré, lo prometo, cuando haya pasado este siglo de dolor, de pérdidas sucesivas. No puedo, tampoco, evocar los años juveniles de mi madre profesora en la UH y, por ende, mi propia niñez, sin que aparezca el rostro lindo, amable y respetuoso de Luz Merino, así como su elegancia, ese garbo que mantuvo contra el viento de la vulgaridad circundante, y a pesar de la marea procaz que se ha adueñado de nuestra cotidianidad. Debo recalcar la lealtad a la que me he referido en más de una ocasión: Luz era insistente hasta la saciedad con el asunto de su interés por perpetuar la obra de su maestra Adelaida, seguramente en detrimento del desarrollo de la suya. Perdí la cuenta de las veces que me llamó, ofreciéndome nombres, teléfonos, datos de personas que, según su criterio, le debían tributo a mi madre. Casi me avergonzaba mi lasitud al respecto, porque su fervor superaba incluso mi anhelo. Sostuvimos largas conversaciones, me acompañó, con su sapiencia y su bondad, en varios actos conmemorativos, y entre los recuerdos más vívidos que conservaré siempre, está el del día en que se apareció en nuestra casa, justo a las pocas horas de la muerte de mi madre. Nunca le pregunté la fuente que le había comunicado la fatal noticia, pero lo cierto es que vino a rendir sus respetos, personalmente. Estaba visiblemente afectada, y me abrazó mal disimulando su llanto, para pedirme “Dime que no es verdad, por favor, dime que la Doctora está bien”.
Debo recalcar la lealtad a la que me he referido en más de una ocasión: Luz era insistente hasta la saciedad con el asunto de su interés por perpetuar la obra de su maestra Adelaida, seguramente en detrimento del desarrollo de la suya.
La última vez que me llamó, hace menos de tres meses, me sorprendió con un pedido inusitado. Quería que yo valorara un libro suyo, el de Mañach crítico de arte, y le diera mi opinión por escrito. Me negué a evaluarla, como es natural. Le dije que me encantaría leer su seguramente valiosísimo material, pero rechacé la posibilidad de ser quien enjuiciara a una profesora tan sabia, respetada y querida como ella. No hubo forma de convencerla, la verdad sea dicha. Me hizo llegar el texto (tan apasionado como era de esperarse), y me compulsó a garabatear algunas frases, que comparto a continuación. Efectivamente, Eduardo del Llano tiene toda la razón al afirmar que la posibilidad de decirle “No” a una mujer llamada Luz Merino, es imposible. Concluyo reproduciendo lo que escribí para ella a fines de julio de este año, y, profundamente consternada, me preparo para un adiós que sé que no podré ofrecerle.
Acerca de un libro de Luz Merino (julio 28, 2022)
La contundencia de la obra de Jorge Mañach es de tal magnitud que resulta inacabable su estudio. En la misma medida de sus controversiales pensamiento y accionar, es posible (necesario más bien), acudir a sus textos iluminadores acerca de la cultura, en el sentido más abarcador. Este libro que debemos al acucioso estudio de la Dra. Luz Merino, a la búsqueda exhaustiva de materiales, y al análisis para los cuales ella está más que capacitada, revela una faceta que hasta el presente había quedado relegada, y que muy posiblemente hubiera sido la preferida del propio Mañach: su quehacer en las artes visuales.
Más allá del abordaje que este autor llevó a cabo en términos de múltiples aristas sociales y culturales de “lo cubano”, su gran anhelo, su empeño, su oficio por excelencia fue la crítica de arte. Gracias a esta investigación impecable de Luz, es factible no solo descubrir, y en algunos casos revisitar, las consideraciones de Mañach en cuanto a la obra plástica y escultórica de los demás, sino sus propios dibujos, las piezas pictóricas que él mismo realizara, así como también aquellas cuyo objeto fuera él mismo, como el delicioso dibujo que le hiciera Eduardo Abela en 1927. He aquí, en este ensayo de la Dra. Merino, la mejor compilación del Mañach objeto /sujeto de arte visual que existe hasta el presente. Recibámoslo con la reverencia que merece todo estudio referencial desde su nacimiento.