Los monstruos más lúcidos y las sombras de Mefistófeles
“Por lo tanto, los que no son totalmente conscientes de las desventajas de servirse de las armas no pueden ser totalmente conscientes de las ventajas de utilizarlas”.
El arte de la guerra, Sun Tzu
La cultura como ente aglutinador de sentidos posee la funcionalidad expresa de cohesionar identidades y servir de plataforma para un proyecto en concreto dentro de la realidad histórica. Pero es que, en tal sentido, el concepto no deja de poseer las resonancias del pasado y de las múltiples acepciones que describían la esencia de su uso. Ver la cultura en el sentido de cultivar, de sembrar y recoger un fruto, presupone la modificación de la naturaleza en manos del hombre. Y los antiguos grecolatinos le otorgaron esa arista y la pusieron en función de las diversas construcciones sociales. Cuando se instituían los festivales y los cultos siempre había una línea directa con lo natural, pero, unido a ello, estaba la idea de que el hombre penetra el núcleo de esa tierra y lo transforma en algo suyo y diferente, lo moldea y lo apropia, lo mueve de su inmanencia.
“La cultura soporta una alteridad que hace a quien la cultiva salirse de sí mismo y compartir un espacio existencial que antes no conocía”.
Los románticos, que recogieron sus tesis entre las ruinas de Roma y Grecia, rescataron el sentido trágico de la existencia y vieron en la cultura no solo esa transformación de lo natural, sino el instrumento para expresar el dolor que ello causa. Pensar, escribir, crear: verbos que conllevan un desgajamiento del sujeto, un desdoblarse. La cultura soporta una alteridad que hace a quien la cultiva salirse de sí mismo y compartir un espacio existencial que antes no conocía. De esta forma el hombre sufre transformaciones como resultado del proceso dialéctico de una realidad innegable. Este sentido trágico está presente en la obra Fausto, de Goethe. Cuando Mefistófeles propone un estatus por encima de la mortalidad, y por ende, una modificación de lo natural, enseguida aparecen el riesgo, el dolor y el daño. Transgredir la vida mediante el cultivo de una realidad otra puede ser revolucionario, pero conlleva una pequeña (o quizás grande) tendencia hacia la muerte y sus muchas apariciones. Hay dolor en la cultura —como dijo Freud—, ya que nos cambia, nos reprime en ocasiones y aplasta el sentido más animal del hombre. Sin la cultura ni siquiera la idea del dolor fuera posible, todo surge de ella, se hace y deshace, se transforma y vuelve a caer sobre nosotros. La humanidad es sujeto y objeto de sí misma a través de los actos creativos. Cuando Voltaire, en su libro Cándido o el optimismo, dice en boca de su personaje Pangloss que este es el mejor de los mundos posibles, en realidad refiere lo contrario y propone una transformación, o sea, un horizonte utópico, pero de inmediato sobrevienen el dolor y la desgracia para sus personajes. Tal pareciera que cuando un cambio acontece, ello genera un castigo de los dioses.
“El papel de la crítica no puede supeditarse solo a las categorías estéticas y filosóficas, sino que tiene que acontecer en el plano de la cocreación”.
La imagen de Aquiles desobedeciendo y dejándose llevar por la cólera, o la de Odiseo en medio de su orgullo, siempre conllevan un equilibrio conservador que los hace caer en la desgracia o en la muerte. Toda la cultura se voltea contra los héroes que son motores del cambio. Por ello, hablar de creación es también hablar de la crítica, la transgresión y el gozo —a veces peligroso— de sopesarlo todo y someterlo a examen. El papel de la crítica no puede supeditarse solo a las categorías estéticas y filosóficas, sino que tiene que acontecer en el plano de la cocreación. Dicho de otro modo, el crítico es también un ente que, a la par que hace la cultura, recibe la cultura sobre sí. El desequilibrio de los hombres, es decir, la revolución en el más amplio y libertario sentido, es devuelto por una oleada que incide en la humanidad. La creación no puede desatender estos entuertos por teóricos que parezcan, ni mucho menos la crítica, que está llamada a ser un estamento que proponga caminos entre el marasmo de la selva oscura.
Fue el propio Heidegger quien propuso que la humanidad se girara hacia el lenguaje como morada del ser, o lo que es lo mismo, asumir que no existe otra realidad que el signo. Eso es interesante, incluso resulta validador de lo que se viene sosteniendo en torno al papel de la cultura como significación activa que ejerce dominio sobre el hombre y que a su vez es una creación de este. Sin embargo, siguiendo al propio Heidegger, habría que entrar en un estado de escucha de ese ser para poderlo entender y apropiarnos de sus esencias. Por ende, el segundo momento, además de asumir la existencia del ser, es la apertura a ese hecho. Si la cultura es un acto de cultivo, una esencia deípara, entonces hay que traer al crítico para que interprete el universo y lo nombre de alguna forma inteligible. No estamos ya solo ante el dolor de la creación, sino ante la sanación que implica el proceso cognoscitivo que ilumina y que da esplendor a la propia existencia de un arte específico. Y con esto, lo que planteaba Goethe queda plasmado de forma brillante por Heidegger. Si Mefistófeles propone un desequilibrio que presupone un peligro y muchos dolores, Fausto posee en la sabiduría la alianza perfecta para salirse del ciclo maldito y aprehender la enseñanza más allá del simple salto y fuera de toda sospecha o caída en la mediocridad.
“El analista de la cultura es a su vez un ente que en su esencia paridora ha de crear un sentido del universo”.
Definir la cultura y vivirla es también arte poética de la escucha de dicha cultura, no un fácil ejercicio, ni una estación baladí a la que se llega luego del aprendizaje mecánico de conceptos. La crítica, en consecuencia, es el trayecto deconstructivo de esa naturaleza, pero en su propia lógica también existe como ejercicio de creación. El creador no podría hacer el retorno a Ítaca si no halla entre los escollos alguna ayuda, si no cuenta con el apoyo de algún que otro crítico, ya que los dioses desfavorecen a Odiseo. Hay un humanismo en el acompañamiento de las obras, un sentido del deber y de la lealtad a toda costa que no establece otro pacto que el de la belleza y la utilidad del discurso. Todo contexto externo queda fuera de la búsqueda. Freud diría que el crítico es la parte represiva de la cultura, la que intenta retrotraer la locura del creador a un cierto orden, pero en tal aseveración se deja de lado que el analista de la cultura es a su vez un ente que en su esencia paridora ha de crear un sentido del universo. Por ello Heidegger hablaba del lenguaje como morada, porque fuera de los signos está el mundo de lo noúmeno, o sea, lo innombrado que nadie toca ni conoce. En consecuencia, la creación se mueve en un territorio rebelde, que empuja las fronteras de lo permisible y modifica la cultura. En cambio, esta última establece las pautas e incide en los sujetos creadores. La tensión entre lo que anhelamos y lo que existe es el tema de la mayoría de las obras de arte.
El crítico es un sujeto que valida la ruptura y que conoce la tradición, su tarea es hacer que la cultura asimile el impacto de lo nuevo y lo haga orgánico, sin que por ello se trate de una especie de predicador de la permisividad. Para la crítica es válido todo intento de escucha del ser que se traduzca en un resultado auténtico, en una obra que posea la marca mefistofélica de lo eterno. Sabemos que Goethe dijo, antes de morir, la famosa frase de “Más luz”, ello se traduce en la necesidad del creador por anticiparse y ver más allá, pero siempre ello conlleva un acto de cocreación que ilumine y que facilite. La obra se enfrenta no solo a la oposición malsana de los que no admiten lo nuevo, sino que choca con las percepciones morales. La novela Ulises de James Joyce no solo es una ruptura estética a partir de los experimentos con el espacio y el tiempo, sino que por sus alusiones escatológicas y por introducirse en zonas consideradas tabú no fue del todo recibida en Inglaterra. Tuvo la crítica allende el Canal de la Mancha que validar el hecho rebelde para que los públicos se acercaran a una obra aún hoy dura de consumir. La cultura se ensanchó a partir de que Joyce hiciera aparición. El cine sobre todo les debe mucho a sus planos introspectivos y de monólogo interior. No se puede pensar en ello sin recordar varios de los mejores pasajes de dicho autor. Y con ello la cultura pudo abrir el subconsciente al escalpelo de los públicos y hacer arte con una región que antes permanecía innombrada, en lo noúmeno. Pero es que ese decurso de Joyce, a la vez que rompe con la tradición formal de la novela, es deudor de dicho legado. Cuando el bufón Yorick de Hamlet aparece de forma retrospectiva, evocado mediante su cráneo vacío, existe una alusión a la conciencia más allá de lo cognoscible. El artista intenta traspasar los límites de la muerte y traernos un pedazo de lenguaje desde la morada del ser que aún no hemos conocido. Joyce realiza la misma operación, quiere atrapar lo inasible, hacer poesía con ello y llevarnos a un estado de la escucha que nos devuelva la autenticidad. De hecho, el tema de gran parte de la literatura anglosajona es esa lucha por alcanzar zonas alejadas del foco racional de la creación. La civilización del pragmatismo y del time is money pareciera tener un trauma con dicha naturaleza, y por ello sus autores buscan la manera de sortear el tiempo y detenerlo, adentrarse en la conciencia y autentificarla.
“Hay una búsqueda necesaria y una pelea constante por parte de los artistas para hallar la autenticidad y la voz de los procesos”.
Volviendo al papel de la crítica, no habría sido posible asimilar dentro de la tradición todas esas rupturas y ensanchamientos de la morada del ser más allá de lo noúmeno si no se cuenta con sujetos que deconstruyan el suceso creativo. Es como el detective que devela la existencia del crimen. Sin la indagación, sin el escalpelo, quedan ocultas las zonas quebradizas y oscuras del artista. Entonces la cultura requiere de ambos momentos, de la construcción y de la deconstrucción, ya que entre ellos se va moviendo la morada siempre inestable del lenguaje y de los signos. No existe una creación desligada de este vaivén entre lo que avanza y su interpretación. Y ello no quiere decir que el arte del siglo XX sea superior al del siglo de Pericles, sino que hay una búsqueda necesaria y una pelea constante por parte de los artistas para hallar la autenticidad y la voz de los procesos. El sujeto debe viajar a la alteridad y ello provoca un desequilibrio en el mundo, una condena moral casi siempre, lo cual motiva un ensanchamiento de la morada del ser. Ulises se publica, es censurada en Inglaterra, pero de inmediato dicha interpretación del mundo permite que se abra el diapasón de la conciencia más oculta y animal, con lo cual caen las fachadas morales de un universo decadente y pequeño-burgués.
La cultura no puede evitar su papel de interpretar la historia y cambiarla, independientemente de que haya estamentos dentro de la creación que propenden hacia un clima reaccionario. Siempre existe el que se opone a lo rompedor y quisiera que todo se mantuviera en un tono monocorde con el orden establecido. En esa línea de pensamiento la cultura no cabe, pues por su esencia es un ente que se relaciona dialécticamente con el ser y que habita su inestable morada. La humanidad modifica la cultura y la cultura modifica la humanidad. En esa dualidad de funciones hay canales ancestrales y otros que se abren de manera reciente. El ensanchamiento de los conceptos y de la estética incluye zonas que antes se consideraban amorales y tabúes. La imagen de Van Gogh con la oreja cortada es una muestra del dolor que genera en el artista el peso de dicha tensión, ya que todo acto forja desequilibrio. Pero la crítica posee la esencia de restañar, restituir y honrar, también de jerarquizar de acuerdo con una honradez intelectual.
“La creación se mueve en un territorio rebelde, que empuja las fronteras de lo permisible y modifica la cultura”.
La irrupción del mercado en todo esto es lo que Heidegger llamaría el reinado de lo óntico o aquello donde prima la opinión baladí, lo que cambia formalmente, pero que no posee raíces en lo más esencial. Es el mundo del “se dice”, en el cual la moda y no el escalpelo dicta su voluntad. En ese momento es cuando la crítica se hace más necesaria, pero entonces se oculta. La escucha del ser deja de ser cotidiana y se torna un suceso excepcional. Si bien no abandonamos la morada del ser, vivimos en un universo no nombrado, que desconocemos a cada paso y que sin embargo nos impacta y modifica. Lo óntico busca cancelar el carácter activo de la humanidad y colocarla en una pasividad en la cual reciba los impactos de una cultura dirigida, programada y cuyo precio determina el rigor y la supuesta calidad de los productos. No hay honradez en esa jerarquización, sino el oportunismo del instante. De ahí que los premios y la atención de una falsa crítica dejen de centrarse en la creación y su búsqueda de autenticidad. En cambio, hay un interés por parte de la industria en el tema de la popularidad, del consumo y de lo masivo. Lo óntico trabaja con el hombre masa y reprime al hombre excepcional; es una forma de cultura, pero que reniega del carácter dual y dialéctico de los canales que conectan a la humanidad con los procesos creativos. En todo ello existe un interés de clase que busca la renta absoluta y que silencia aquello que no se mueve en ese eje de valores.
¿Cómo salir de lo óntico? La pregunta queda en el aire, pero se tiene la certeza de que no se logra sin el artista ni el crítico. La cultura en esta última visión regresa a su esencia, al concepto de cultivo, de cosecha. Aquello que podemos aprovechar para ser mejores y no para obtener un placer efímero, que genera más insatisfacción. Pero el mundo del “se dice” y de la moda ha logrado copar los espacios de legitimación y resulta duro sobreponerse al golpe de la propiedad privada que dicta su voluntad. Lo óntico ayer le renegó el reconocimiento y una paga digna a Van Gogh, pero hoy tasa y vende sus obras por millones de dólares. Es una pulsión de la moralidad hipócrita que todo lo mide a partir de la única regla posible en su mundo pragmático. Lo que se ha perdido o se enmarañó es la dialéctica entre cultura y humanidad, y se ha sustituido por relaciones de mercado. Así es como existen supuestos artistas que no poseen un discurso auténtico y no nos conectan con la escucha del ser. Esos falsos creadores reproducen sentido, pero no crean sentido. No existe una interpretación del mundo y por ende tampoco se ensancha la morada del ser. Lo noúmeno permanece intocado.
“En medio de la claridad aparente existen zonas de oscuridad que no se despejan sin el análisis ético y estético”.
La crítica debe levantar su antorcha a plena luz del día, como Diógenes, porque aun en medio de la claridad aparente existen zonas de oscuridad que no se despejan sin el análisis ético y estético, ese que no está ligado a intereses. El artista, como Goethe, pide precisamente más luz, aunque estén abiertas las ventanas y encendidos los candelabros. La noche de la creación no es un suceso físico, sino un silencio apabullante que no nos dice nada acerca del ser. Salir de ahí también es un acto creativo y de subversión, pero debe tener el enfoque de clase correspondiente. Heidegger nos habla de escucha detenida y atenta, pero también es necesario que despejemos esas sombras y ruidos que enturbian la conexión con el ser. El escalpelo diferenciador y jerarquizante se torna vital.
De manera que la cultura requiere de momentos de creación y deconstrucción, se mueve constantemente y nos habita, pero para recoger los frutos de ese cultivo se necesitan escuchas atentas a sus procesos. Goethe tomó el mito de Fausto para interpretarlo y ensanchar el universo referencial que existía en torno a dicha figura, pero eso no lo agotó ni hizo que callara Mefistófeles. A dicha tensión se alude en este análisis, con la fe de que surjan entre las sombras de la razón los monstruos más lúcidos. Entre el equilibrio y el desequilibrio, entre la ruptura y la estabilidad, la cultura posee la función de otorgarnos un sentido y de abrirnos una morada perenne.