Los Grammy Latinos y la esencia del escorpión
Antes de que Cuba tuviese su primer teatro o su primer periódico, había
ya en la ciudad de Santiago de Cuba, un compositor tan notable y enterado
como Estaban Salas (…).
Alejo Carpentier
Prefacio a La música en Cuba
La música cubana está inscrita en los más altos sitiales del arte, reconocida como una de las matrices y génesis de los formatos y las expresiones que enriquecen la cultura latinoamericana. El propio Alejo Carpentier en su célebre libro La música en Cuba reconoce la naturaleza orgánica e intrínseca del archipiélago en la hechura de un lenguaje, de un sabor y una mística. En estas tierras surgen los instrumentistas, compositores y cantantes casi de forma natural y existen familias enteras que, por generaciones, aportan brillantez y belleza, profundidad y sentido.
Esta historia, que antecede por mucho a los grandes premios de la industria mediática del hemisferio, ha sido también el terreno donde se producen constantes choques de lo que se conoce como Guerra Fría Cultural, un proceso que se estudia en la academia y que tuvo su génesis en el conflicto de sistemas políticos desde la Revolución de Octubre de 1917 y el surgimiento de la bipolaridad mundial. Aunque importantes historiadores, como Frances Stonors, nos hablan de una Guerra Fría cultural casi enfocada únicamente en los clásicos de la literatura o en la mal llamada alta cultura, la práctica ha llevado a reconocer que existe también a partir de las manifestaciones de la creación popular tales como la música, la oralidad y otros productos que poseen un alto impacto en el imaginario colectivo.
Desde el gobierno del presidente Franklin Delano Roosevelt se creó una oficina dirigida al hemisferio latinoamericano que, como parte de la política del Buen Vecino, buscaba aumentar la influencia de los Estados Unidos en la región ante el empuje de los partidos comunistas, el sindicalismo y el frente antifascista. Dicha oficina estuvo vinculada a la fortuna de John D. Rockefeller, magnate con grandes patrimonios invertidos en la región y que fue uno de los centros principales encargados de financiar las diferentes operaciones de influencia, captación y manejo de aquellos agentes, tendencias, cualidades y producciones de índole espiritual que pudieran ser efectivos. La Guerra Fría cultural, durante este período que va desde la década del 30 del siglo XX hasta el año 1959, se encargó de promover una socialdemocracia de terciopelo en lo político, así como un imaginario cultural idílico en el cual no existía contradicción entre el norte y el sur, sino que incluso se potenciaban determinados lazos y pareceres como la presencia del jazz en toda el área del Caribe como un ente cohesionador. Una época en la cual era común ver a elementos de la política y de la mafia coaligados en un bar del Hotel Nacional de La Habana, mientras escuchaban a Frank Sinatra o cualquier banda de moda.
Cuba estuvo en el epicentro de esa primerísima Guerra Fría cultural en el continente, por ello, cuando se produjo el gran cambio de enero de 1959, uno de los campos donde ocurrieron mayores conmociones fue el de la creación. La música sufrió resignificaciones donde el pueblo, como sujeto hasta el momento preterido, sustituyó los símbolos del imaginario. La denuncia se convertiría en eje central para varios autores, no solo de la nueva trova, sino en el terreno de la música popular. El rico proceso de amalgama entre lo viejo y lo que surgía hizo posible que Cuba aportase un capítulo más al panorama cultural del continente y que a su vez constituyese un escollo en la estrategia trazada desde los Congresos por la Libertad organizados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA). La Habana dejó de ser epicentro del panamericanismo y se tornó una plaza fuerte en la promoción del latinoamericanismo. La cultura popular, antes echada a su suerte, recibió fuertes subsidios y tuvo por primera vez una estructura de promoción, desarrollo y consumo que la desarrollaba y protegía.
Como era de esperar, vinieron décadas en las cuales se estableció un sello socialista revolucionario en las matrices de la producción musical cubana, así puede constatarse en bandas y orquestas como Van Van o La original de Manzanillo, cuyos sellos promovían un nuevo imaginario: el de la isla feliz con su sistema, que lograba un nivel de estabilidad y de disfrute para las masas. Esto, en términos de Guerra Fría cultural, era inaceptable para el polo adverso.
A partir de 1959 “La Habana dejó de ser epicentro del panamericanismo y se tornó una plaza fuerte en la promoción del latinoamericanismo”.
A fines del siglo XX, con la caída de la Unión Soviética, se acrecentó el asedio contra Cuba. La música popular había demostrado efectividad en el derribo del socialismo real en Europa del Este: conciertos, artistas y premios habrían generado una falsa conciencia en los consumidores, que coadyuvó a una renuncia ideológica, a una pasividad de la militancia y a la apatía en marcados sectores juveniles. El sello de oro de la Guerra Fría cultural fue el grupo de rock Scorpions silbando su canción “Vientos de cambio” frente a un derribado Muro de Berlín. La reedición latinoamericana de dicho capítulo contó con sus propios escorpiones: artistas antes vinculados a Cuba, descendientes de cubanos o emigrados durante su niñez, los cuales fueron orgánicos a través de los intereses comerciales de las disqueras y demás estructuras de grabación y mercadeo.
Como colofón a una década de los años 90 en la cual se potenció desde el norte la producción de obras de música popular con un carácter francamente político, surgieron los Premios Grammy Latinos. Tras operaciones como la realizada por Willy Chirino durante la Crisis de los Balseros, se había venido experimentando con la influencia de la música en la percepción popular acerca de la política del gobierno cubano. Figuras como Celia Cruz, de gran arraigo y talento, fueron aún más funcionales al discurso del llamado exilio histórico que clamaba a los cuatro vientos que estaba cerca el día del anhelado retorno y la restauración.
La industria discográfica, a finales del siglo XX, había atravesado un proceso de globalización que era capaz de situar matrices musicales y por ende ideológicas allende el planeta y en pocos segundos. El impacto de canales como MTV y de las cadenas latinas como Univisión fue determinante en la imposición de una agenda que incluía el manejo de la música y de los gustos. Por ello, a partir de la segunda emisión, los Premios Grammy Latinos se emitieron en español totalmente y la señal pasó a cadenas hispanas, también se creó un departamento propiamente para atender las composiciones relacionadas con el ámbito iberoamericano, lo cual incluía el idioma portugués y los dialectos del continente. El sello político de estos premios aspiraba a englobar la totalidad de la producción y resignificarla desde patrones comerciales y neoliberales.
A la altura del año 2002 los Grammy Latinos comenzaron a abrir sus puertas a cubanos talentosos, como Ibrahim Ferrer y Chucho Valdés, pero siempre contrapesándolos con otras figuras como la propia Celia Cruz o Gloria Estefan, quienes orbitaban en torno a estos eventos. La tensión entre las intenciones de la Academia y los propios artistas se hacía notar en las entregas de premios. Varias veces, a lo largo de los años, diferentes artistas nominados no recibieron el permiso de visa por parte del Departamento de Estado, bajo la excusa de que Cuba se hallaba en una lista de “países patrocinadores del terrorismo”. A la vez que se presionaba bajo esta condicional a los artistas residentes en la Isla o aquellos que simplemente no eran adversos a la Revolución, los Grammy intentaban —fallidamente— tener éxito desconociendo la rica tradición musical cubana, así como el desarrollo del sistema cultural en la Isla, que la colocaba en condiciones de literalmente barrer en cada una de las ediciones.
A la vez que se efectuaba dicho capítulo hacia Cuba, los Grammy Latinos servían de plataforma para atacar a otros proyectos políticos continentales. Los gobiernos de Hugo Chávez y de Maduro fueron agredidos verbalmente varias veces en las ceremonias de entrega. Ello intentaba dar a entender a las audiencias que sus figuras favoritas, sus ídolos, estaban en contra de dichos líderes porque era lo correcto. En otras palabras, los Grammy convertían la moda y la farándula en un partido político para el proselitismo. La operación de Guerra Fría Cultural se puso en marcha y se imbricó con la era de las redes sociales y de los influencers, para marcar otro paso más. No hay un movimiento de la industria que carezca de una intención ideológica y, por ende, política, lo cual se ha traducido en reiterados ejercicios de injerencia contra proyectos de soberanía.
La música popular cubana sigue siendo de una raíz profunda, se desarrolla en los barrios más inesperados de la Isla y nace con luz propia. Los organizadores de los Grammy lo saben y han admitido que el éxito de sus premios tendrá que contar siempre con Cuba, so pena de perecer. Los propios Orishas, una agrupación que en su momento estuvo en la nómina de dicho evento, sufrieron exclusión en el pasado, pero ahora uno de sus líderes se erige como marca favorita para la entrega del año 2021. El rasero, en este caso, como en tantos otros, ha sido la postura política frente a Cuba. No hay forma de negar que existe un manejo ideológico de la agenda cultural de los premios, ya que es una verdad autoevidente. Existe, eso sí, toda una maquinaria en torno a lo políticamente correcto en términos de expresión que es capaz de cancelar la carrera y el éxito de cualquier artista, bajo el decreto de un reducido grupo de poder que actúa como lobby desde la propiedad de las disqueras y las plataformas mercadotécnicas.
“(…) los Grammy convertían la moda y la farándula en un partido político para el proselitismo”.
Lo que se debate en este caso —el de la música popular— es el concepto de nación, muy unido al de soberanía. ¿Existe una Cuba sostenible próspera bajo el socialismo o se trata de una nación secuestrada? Los imaginarios de la Guerra Fría cultural apuntan hacia la desmovilización revolucionaria y la apatía ideológica, así como a imponer un modelo marcado por la visión neoliberal del hombre de éxito. En ese eje, intentan mover el debate hacia su posición y apelan a mecanismos de chantaje y de censura. En los últimos años, mientras los Grammy promovían pronunciamientos contra Maduro y el socialismo, los artistas cubanos enfrentaban una maquinaria atroz durante sus giras norteamericanas en las cuales el tema central no era la música, sino si estaban a favor o en contra de la Revolución. Dicho panorama, dados ciertos éxitos momentáneos, se ha recrudecido y apela a la cancelación total de todo discurso que no sea políticamente correcto. Saben que, secuestrando la música popular, se arman de un instrumento importante para construir en el imaginario la Cuba capitalista que desean en lo concreto.
Si el grupo de rock Scorpions se erigió en paradigma simbólico de una guerra cultural exitosa, los nuevos escorpiones aspiran a reeditar similares capítulos, quizás porque intuyen que el pueblo cubano rechazaría de plano las propuestas descarnadas, neoliberales, privatizadoras de la república que ellos promueven. Es más fácil y efectiva la mentira cantada, con edulcoraciones, dicha en la voz de ídolos momentáneos, repetida en las televisoras y redes mediante contratos y algoritmos que privilegian ese contenido. Los Grammy vienen siendo la versión oficial, glamurosa, de oropel que, a la vez que reconoce a artistas de talento, intenta dotarlos de una connotación siempre conveniente, jamás neutra ni sana.
Escorpiones al fin, estos agentes y elementos corren el riesgo de envenenarse con su propio aguijón, como ocurre tantas veces en la naturaleza, cuando vean frustrada su esencia y marchitas sus operaciones. La Guerra Fría cultural es una realidad que requiere de la audacia de la gran política y de la sensibilidad de la cultura de arraigo, medular, inteligente. La ponzoña se cura con el bálsamo o se previene con la suspicacia.