Esa tarde llovía a cántaros en la ciudad de Santa Clara. Luego de días de un calor que amenazaba con derretirnos, las aguas anegaron las calles e impidieron que buena parte del público llegara hasta la sala Margarita Casallas donde se representaba la obra Frijoles Colorados, de Cristina Rebull. La pieza es una coproducción de los conjuntos Mefisto Teatro y Trotamundos y cuenta con la estelarísima actuación de Verónica Lynn y Jorge Luis de Cabo.

Pero más allá de los detalles técnicos, se trata de una propuesta de viaje hacia el más absoluto absurdo de los tiempos que corren. Dos ancianos están solos en una vivienda y por momentos hacen crisis de identidad. No saben quiénes son y en su búsqueda existencial nada más hay una certeza: unos frijoles colorados que desde tiempos inmemoriales están puestos al fogón y no terminan de ablandarse. La única esperanza, por ridícula que parezca, es que alguna vez estarán listos para comer.

La obra tiene deudas con el mejor teatro de este género escrito dentro y fuera de Cuba. Flotan sobra la escena los nombres de Virgilio Piñera, Eugene Ionesco, Alfred Jarry… El absurdo busca, a partir de la locura aparente, llegar a la mayor lucidez y de esta forma desdibujar una realidad grotesca, dura, cruel y llevarla a planos de deconstrucción que permitan su mejor entendimiento. El teatro no se queda en la mera representación, sino que se adentra como elemento de lo activo en la Historia y ejerce su poder.

Los frijoles colorados son un símbolo de la resistencia de unos personajes que han construido un micromundo en el cual solo son posibles los sueños y los fantasmas. En la medida que se conoce el intríngulis de la obra, nos enteramos de que Matilde y Federico quizás fueron hermanos, esposos, madre e hijo; pero la alienación, el tiempo, la dureza, el hambre borraron toda huella de racionalidad. Ahora solo quedan las hilachas de aquellos universos y la certeza de que desaparecen. Sin embargo, los frijoles no se ablandan y existe un invasor que avanza sobre la vivienda en forma de rata inmensa. Dicha amenaza constituye un elemento de quiebre dentro de la trama, un antagonismo que precipita las contradicciones y hace visible a ratos la tesis de la obra.

No hay facilismos en este proceso, sino que la autora de la pieza ha querido que el público tome parte en los cráteres de sentido y los rellene a partir de las experiencias y los conocimientos propios de la cotidianidad más llana.

El tiempo es el otro protagonista de Frijoles Colorados, un personaje que, aunque no habla ni está representado por ninguna alegoría, se hace palpable en la eternidad del conflicto, en lo imposible de hallarle una coherencia al presente, en la fatiga emocional de Federico y Matilde.

A través de las alusiones, se sabe de un papá que había establecido lo que era bueno, correcto, malo e incluso deleznable, pero dicha autoridad ya no está presente. También salta a la luz la madre (colocada en una vieja fotografía al fondo), quien legó la única esperanza (los frijoles) con la promesa de mitigarles el hambre.

Entre esos dos extremos, los personajes intentan hallar la identidad de un momento demasiado fantasmal, tanto que se les escapa, huye de sus manos y se transforma en un terrible y violento instante.

El tiempo es el otro protagonista de Frijoles Colorados, un personaje que, aunque no habla ni está representado por ninguna alegoría, se hace palpable en la eternidad del conflicto, en lo imposible de hallarle una coherencia al presente, en la fatiga emocional de Federico y Matilde. De hecho, casi toda la obra opera a manera de flashback, ya que se trata de un intento constante de reconstrucción, un empuje para rehacer lo que está perdido.

Frijoles colorados no termina ni comienza, en realidad no hay una estructura en su trama interna. Todo ha sido dislocado para que cupiese un poco de sentido en la locura de los personajes. En el ambiente fantasmal de la historia, no hubo posibilidad de imprimirle visos razonables a lo que carece de un logos.

Sin embargo, precisamente en ello reside la grandeza de la pieza, ya que, por segundos, los personajes recobran la lucidez y dicen lo indecible. Es allí donde surge una frase dura, pero concretamente realista: ¡toma agua con azúcar! La hipoglucemia usada como metáfora para expresar la lucidez, el desmayo como vehículo de la vida, el paso intermedio entre este y el otro mundo como esa duermevela en la cual todo resulta más visible.

En esa recurrencia constante al pasado existen otras tantas metáforas, como las de la comida, que no solo son hilarantes, ingeniosas, sino que defienden esa porción más íntima del dolor cotidiano. También, la nostalgia de tiempos en los cuales corría una racionalidad abundante, que contrasta con otro tiempo eterno, en el cual nada posee una estructura, sino que se hace sobre la marcha. Unas veces Matilde es madre de Federico, otras su esposa o hermana.

“Los aplausos para la escenografía, muy elemental, pero con los detalles esenciales. Dos sillas, un baúl, una mesa, calderos y una fotografía antigua con la imagen de mamá”.

En la itinerante manera de trazar los arcos dramáticos de los personajes, la autora ha querido que nada quede fuera, sino que la totalidad del absurdo determine una tesis dura, racional, abarcadora. Por ello, se sabe de antemano que los frijoles no se van a ablandar, pero precisamente es eso lo que genera angustia. Sin los frijoles, el mundo legado por los mayores no posee sentido. Y habría que buscárselo. Comer es la metáfora que sustenta estos vericuetos dramatúrgicos. El alimento como eso que nos llena, que nos repleta de sentido y que no nos deja en la levedad del tiempo que pasa. La única esperanza que poseen los fantasmas es dejar de ser fantasmas.

En la itinerante manera de trazar los arcos dramáticos de los personajes, la autora ha querido que nada quede fuera, sino que la totalidad del absurdo determine una tesis dura, racional, abarcadora.

Pero para esa vuelta a la existencia concreta tiene que suceder un milagro. Cosa que en el universo del absurdo resulta totalmente risible, contradictoria. Por momentos se puede palpar en la escena la huella de la famosa obra Esperando a Godot, que no por extranjera deja de expresar cualquier angustia humana por muy diversa y divergente que sea. La sombra de Piñera está, además, en el uso del hambre como una forma de expresión más metafísica que física. La vaciedad del estómago no permite que los personajes se escapen de la circunstancia. Los barrotes son espirituales, pero poseen un asidero a la realidad más llana. La desgracia no se manifiesta teóricamente, sino de manera dolorosa.

Cada plato de comida expresa un concepto de la vida emocional que ha desaparecido para ese contexto alienante. En el horizonte se dibuja levemente la sombra de un sentido oscuro, terrible, al cual los personajes no tienen el valor de mirar de frente. Mientras, el antagonista mueve sus pisadas sobre la casa y amenaza con llevarse lo último que posee algún valor: los frijoles colorados.

La dramaturgia no termina en el miedo, ni siquiera en la valentía de enfrentar lo peor; sino que se trata de un arma que desnuda lo falso, que hace que caigan las vestiduras y que la verdad suja descarnada. Es cierto que hay un dolor en todo este proceso, una sensación quemante que le llega al público. Hay un momento en el cual Federico se dirige a los presentes en la sala y les pregunta por la fecha. Pero el personaje no oye, está en otra dimensión, es un fantasma cuya esencia se mueve a partir de unas sombras contradictorias y debe conformarse con las hilachas de sí mismo. Su madre, por un instante, es una francesa que se bajó de un barco hará mucho tiempo y que cabalgó desnuda por las calles de la ciudad; otras veces se trata de la propia Matilde.

El hambre es piñeriana, lo cual quiere decir que no va a saciarse jamás. La sensación queda explícita y el público establece un código con los personajes a partir de los diferentes platos, ya sean dulces o entrantes, cereales o tipos de carnes.

Pudiera hablarse de la latencia de un complejo de Edipo que le da entidad a la construcción de su carácter, pero más que eso hay que decir que tanto uno como otro protagonista son entidades sin forma, que se van deformando aún más en la medida en que se aproxima la escena obligatoria.

El hambre es piñeriana, lo cual quiere decir que no va a saciarse jamás. La sensación queda explícita y el público establece un código con los personajes a partir de los diferentes platos, ya sean dulces o entrantes, cereales o tipos de carnes. No hay una escalada hacia el final de la obra, sino que el absurdo conduce hacia el humor y a través de la risa se produce un fenómeno de agotamiento de las cargas del conflicto. Un proceso que desacraliza los símbolos de una realidad ya de antemano destruida.

Los diálogos van in crescendo en cuanto a elementos inconexos en apariencia, pero que hacen referencia a un universo de signos que flotan sobre el significado de la obra. Esa verdad externa va contaminando la vivienda y echa fuera a los fantasmas poco a poco. De ahí que los pasos del invasor sean amenazantes, casi una sentencia que liquida el derecho de los personajes a su existencia.

La risa se transforma en resistencia, pero agónica. El campo de batalla no existe o no hay cómo definirlo, no hay armas, ni siquiera se sabe acerca de las leyes de la guerra. Todo ha quedado en el sepulcro de un sentido añejo, que no vive, que no volverá de su reposo. La obra es un arma, pero sus protagonistas no saben ir al combate. Aun así, se deciden a marchar. Sacan una vieja bandera de un baúl y usan los calderos como cascos. Los frijoles colorados, que no se han ablandado, son las balas que se lanzan con tirapiedras y que les golpean en el rostro a los propios personajes. La ceguera es inmensa en ese mundo de fantasmas, pero nunca el público ha visto algo más lúcido.

Hay que decir que la banda sonora de esta pieza está repleta de referencias universales, aun cuando resulta de un minimalismo a la altura de la tesis de la propuesta. La dirección tanto técnica como artística respeta la belleza del texto, pero logra imprimirle un sello original, que se adapta a cualquier contexto. No solo hay que atender a las acciones de los personajes, sino al universo que está en el entorno y que se recrea magistralmente mediante trazos muy puntuales.

La vida de los fantasmas fuera más dura de no ser por esa olla que pita constantemente y que constituye el trasfondo de la ausencia de comida. Es una bendición poder escuchar ese silbido, tenue en ocasiones, agudo y fuerte en otras. La angustia del alimento se torna en búsqueda hacia lo inasible.  Lo justo es que la trama quede representada a partir de detalles lo más precisos posibles.

El teatro es un arma perfecta que solamente debe aludir a esas teclas poderosas de la mente humana, para que queden retratados todos los dolores y las certezas. Así es como se construye un mundo, a partir de su vivencial núcleo.

Los aplausos para la escenografía, muy elemental, pero con los detalles esenciales. Dos sillas, un baúl, una mesa, calderos y una fotografía antigua con la imagen de mamá. La escalera tapiada del fondo queda en la imaginación del público, así como la azotea por la cual se mueve la rata o la chimenea por la que ha bajado cada noche para dejar sus enormes heces en medio de la cocina.

El teatro es un arma perfecta que solamente debe aludir a esas teclas poderosas de la mente humana, para que queden retratados todos los dolores y las certezas. Así es como se construye un mundo, a partir de su vivencial núcleo.

Si para algo sirve el teatro es para liberar al ser humano de las ataduras que la realidad alienante le ha impuesto. La escena nos conduce hacia una idea suprema y mucho mejor que las maneras cotidianas y mediadas por intereses. Por eso, la obra Frijoles colorados es una pieza clásica en sus funciones. Nos permite hacer la necesaria catarsis de un tiempo en el cual se requiere de mucho valor para transformar la angustia en arte. Nadie puede negar los alcances de un mecanismo como este, hecho para la belleza y el sentido más sensato.

La brillantez de la autora, la forma sólida en la cual se construye la trama, resultan elementos que levantan el edificio del buen hacer. Es una dramaturgia sólida que se representa sin medias verdades, que logra alcanzar zonas peligrosas del decir más atrevido.

Al hablar del sentido de la puesta, Verónica Lynn se refiere a los viejitos, a su amor por lo que han construido y el derecho que los asiste a seguir participando e incluso soñando.

La catarsis no solo posee una resonancia simbólica, no atañe nada más a las regiones subconscientes del cerebro o del sentido común más doloroso. El mecanismo produce la sensación de que es posible otro mundo, si se sueña con la fuerza suficiente.

En los momentos finales de la pieza, los personajes se lanzan a la carga contra lo indefinido que acecha la vivienda. No saben cuál es su enemigo, pero están dispuestos a sostener sus decisiones. Si bien la escena es heroica, no carece de patetismo.

Por esa fuerza, por ese énfasis en la persistencia de lo mismo, los fantasmas por un instante se tornan personas concretas y se nos hacen queribles. En la atmósfera, el humor da paso a la tristeza de una batalla absurda, que hay que librar cueste lo que cueste. Nos va la vida en esos segundos hermosos en los cuales se levanta la bandera de una dignidad humilde, pero nuestra, entrañable, íntima.

La última palabra, dicha con todo el fervor de una guerra real, es ¡fuego!, pero los frijoles colorados no son armas capaces de frenar una invasión y lo sabemos. La sonrisa queda en el rostro como la certeza de quien aún en medio de lo peor, prefiere ser un persistente, un empecinado de sus ideas.

Terminada la obra, me acerqué a Verónica Lynn y, tras felicitarla, le indagué por el sentido de la puesta. Concretamente se refirió a los viejitos, a su amor por lo que han construido y el derecho que los asiste a seguir participando e incluso soñando. Ello se traduce en sentido de pertenencia, en resistencia a pesar de todo, en un esfuerzo bellísimo para que no decaiga precisamente el fuego. Afuera, las aguas se escurrían por las calles de la ciudad y dejaban a su paso una sensación de alivio en medio del agobio caluroso de tantos días.

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