No voy a referirme al significado literal de “embarco” en cuanto a la acción de embarcar personas en una nave, ni a “embarque” en el sentido de incorporar mercancías o géneros a un medio de transporte, sino a otra acepción, que, como era de esperarse, no aparece en diccionarios comunes. ¿Existirá ya el Larousse Cubano, o solo disponemos del resultado de varios estudiosos que tratan el tema? Aprovecho para felicitar a quienes reconocen nuestra habla popular, y lo demuestran con libros espléndidos. 

Hoy quisiera comentar lo desagradable (y relativamente común) que es entre nosotros el hecho de “embarcar a alguien”, o sea, incumplir una promesa. Es algo tan desagradable resultar embarcado, que viene a ser como el desconsuelo que se siente al subir la escalerilla de un avión, de un tren o de un barco sin la persona que nos iba  a acompañar en el viaje.

No es costumbre cubana la de pensar en un plan B: damos por seguro que las cosas saldrán bien, porque somos confiados por naturaleza. No creemos nunca que el padrino de la boda, el fotógrafo de la fiesta infantil, la amiga que nos llevará a un ginecólogo discreto, el vecino que conoce al mejor plomero, o el invitado a una actividad especial nos dejarán embarcados. Y a esa hora, en la del embarque, en ese momento crucial en que reconocemos con pavor que lo planeado no va a suceder, nos quedamos en estado de estupefacción.

“(…) damos por seguro que las cosas saldrán bien, porque somos confiados por naturaleza”.

Ante el hecho, reaccionamos de distintas maneras. Hay quien se encabrita y dice horrores del embarcador ante un grupo de gente que, como es natural, divulgará los improperios que ha escuchado. Otras personas se dejan abatir, se encierran en el dormitorio y se tiran a lo largo en la cama, mirando el techo. Algunos prefieren emborracharse y buscan consuelo donde no hay, y los más prácticos, se dedican a encontrar una solución rápida, eficaz. Todo depende del momento, de la circunstancia, de la gravedad del problema, y de los nervios del embarcado.

No es lo mismo que el tanque de agua siga derramándose porque nos embarcó el plomero; que tengamos que pedirle a un amigo que haga las fotos de la fiesta porque el fotógrafo nos la “dejó en la uña”, o que perdamos la tanda del cine porque la amiga olvidó la hora, a que hayamos invitado a cientos de personas a un espectáculo que convocamos nosotros, y la figura principal resulte un embarcador.

Eso, créanme, es muy grave. Una vez leí que el público es llamado “el monstruo de mil cabezas” porque exige, demanda, reclama con todas las fuerzas posibles que se le dé lo que se le ha prometido, y no entiende de razones. Todos somos públicotambién, así que, de cierta manera,  todos compartimos esa cualidad de monstruo que se vuelve irracional cuando sus ilusiones son frustradas repentinamente. 

El sello “Soy un embarcador” no existe, así que solemos embarcarnos con frecuencia. Lo curioso es que cuando damos la cara, el pecho y la voz para explicar en un escenario que X artista no viene, el público, en lugar de ofenderse con el embarcador, la emprende contra nosotros. La cantidad de tomatazos, pepinazos y chiflidos que han soportado los conductores de espectáculos artísticos o circenses debe ser considerable. En estos casos, el presentador acude a explicaciones como: “se enfermó de pronto”, “acaba de perder el vuelo que lo traía”, “les manda abrazos y dice que otra vez será”, aunque detrás de las cortinas del teatro o de la carpa del circo, más rojo que los tomates, más verde que los pepinos y sin aire para chiflar, se imagine estrangulando al embarcador. Solo con ese acto catártico logra que las coronarias recuperen su calibre normal.

“(…) todos compartimos esa cualidad de monstruo que se vuelve irracional cuando sus ilusiones son frustradas repentinamente”. 

A veces, como parte del enojo que expresa el público, se escuchan frases  como “¿Y no hay ningún sustituto?”, lo cual es ignorar el insulto que representa para cualquier ser viviente actuar de salida emergente. Ser “plato de segunda mesa” es algo humillante, sobre todo cuando se sabe que la figura que se había anunciado es popular. He presenciado situaciones como esas, y aunque la mayoría de los asistentes se retira malhumorada, yo aplaudo con fervor. Porque siento una vergüenza ajena y descomunal, porque he tenido que cubrir espacios inimaginables, y porque he sido, como casi todo el mundo, embarcada alguna vez.

Los grandes locutores están mejor preparados para eventualidades de este tipo, sobre todo cuando asumen programas en vivo, donde puede ocurrir cualquier imprevisto. Pero al estar en una cabina de radio, al menos tienen música para cubrirse las espaldas, y paredes que les tapan el rostro. Lo duro de verdad es abrirse el torso ante una multitud, como quien dice “disparen, disparen”, y tener que sonreírle después al embarcador. Porque es famoso, porque es amado, porque es carismático, y porque queremos complacer al público llevándolo en otra ocasión a nuestro show.

La mejor venganza que se puede cumplir contra una persona embarcadora (seremos ingenuos y confiados pero vengativos también, ¿para qué negarlo?) es incitarlo a que nos curse algún tipo de invitación. Asegurarle nuestra presencia, prometerle villas y castillas, ayudarlo con los gastos de nuestro traslado, aportar atractivos tentadores, inflar nuestro currículum vitae, y esperar hasta el último instante. Y cuando todo esté listo: pasajes, alojamiento, promoción, programa y fechas, embarcarlo. Que no es montarlo en un avión ni en un barco ni en un tren, sino más bien todo lo contrario: dejarlo en tierra y encueros. O como dicen por ahí: dejarlo en eso y pensando en otra cosa. ¡Vaya!, como nos hizo a nosotros.