Los apellidos de un tornado
5/2/2019
Son tan esporádicos, fulminantes e impredecibles, que la meteorología no les pone nombres. Arrasan con lo sólido y sobre los escombros dejan tirada una esperanza que no alcanza para todos. Por eso siempre llega el otro tornado, el imprescindible, el que limpia las calles y el alma; el definitivo, el paciente, el de los seres humanos que no van al desastre a tirarse selfies sino a cargar piedras y troncos.
Las catástrofes develan lo peor y lo mejor de cada cual, pero tal verdad de Perogrullo todavía nos sorprende en la práctica y allí, en un barrio destruido por el rabo de nube, se puede ver personas haciendo turismo, campaña política, marketing o figurando para que otros capten su magnanimidad; justo al lado de otros muchos, convocados por un excelso sentido del deber, incógnitos con palas, machetes, comida, ropa y amistad.
Hay que mirarle los ojos a quien perdió su refugio y busca por entre las ruinas el pomo de vinagre, y guarda un libro bajo el colchón, y después se lo regala al desconocido que llegó para cortar el último vestigio de la mata de aguacate. Hay que aprender del vecino que no tiene casa y va de patio en patio con su overol brindando ayuda, y no dice su nombre y parece estar feliz, porque trabaja y confía.
Entre escépticos y agradecidos caminan los voluntarios buscando qué hacer, entre un caos esperanzador, un movimiento de camiones sacando escombros y otros entrando comida, trabajadores de la empresa eléctrica alzando postes, vecinos jugando dominó.
Son más los que ayudan, los que se olvidan del status quo, y ya no sorprende un desconocido que pregunta “¿dónde está el rollo?”; y no asombran los tantos estudiantes y profesionales que llegan a las organizaciones para dejar donativos, o para sumarse a la caravana de ómnibus sin previa convocatoria.
Lo humano y maravilloso está en la voluntad de hacer el bien. No hay nadie solo, cada día son más los que llegan a los barrios afectados para ser el apellido de lo que no tuvo nombre.
Tomado de Granma