Los primeros tiempos del Conjunto fueron para mí una escuela de aprendizaje invaluable, pues en ellos estuvieron en juego mis fuerzas físicas y síquicas, sicológicas y sociológicas llevadas hasta los más altos límites de mis fuerzas. Un carácter colérico fuertemente enraizado en mi personalidad desde las primicias de mi niñez hubo de aprender a ser controlado, dominado, apaciguado para enfrentar al grupo de bailarines que yo mismo había escogido, sin apenas conocerlos para formar la compañía. Gente de mayor edad, de distintos niveles de entrenamiento —unos pocos de ballet, otros formados empíricamente en el cabaret, y la mayoría sin ningún entrenamiento danzario—, en un local sin la necesaria madera en el suelo para no dañar los pies, ni puertas que limitaran el espacio del entrenamiento de los pasillos que llevaban a otras dependencias del local del Teatro Nacional, lo que hacía difícil controlar la atención del grupo a mis clases. Salían y entraban constantemente al local de trabajo. Mantener durante una hora y media a 30 personas sin darles acceso a otros intereses ajenos al adiestramiento de una técnica física fue un difícil reto para mí, pues solo había afrontado esa situación con anterioridad en lugares adecuados, con pocos alumnos y por un tiempo mucho menor que una hora. Tuve que enfrentar la situación de control en forma tiránica como si fuesen niños indisciplinados de escuela primaria. No hablar entre ellos, no fumar, dirigir constante atención al profesor, controlar el cansancio en adultos de forma escolar —muchos de los cuales apenas la habían recibido en la edad adecuada— era una labor que iba un poco más allá de mis fuerzas. Silencio en la clase, control muscular, respiración tecnificada, uniformidad de ejecución, atención al espacio para no tropezar unos con otros, conteos de los tiempos y ritmos musicales fueron todos desafíos individuales y colectivos para adquirir capacidades de captación de coreografías con diferentes características entre unas y otras, eran tareas indispensables al trabajo. El montaje de La vida de las abejas, coreografía de Doris Humphrey con una endiablada música de Paul Hindemith, fue para mí y el conjunto una verdadera proeza que Lorna Burdsall aportó con valiente coraje para la primera presentación en el escenario del Teatro Nacional. Yo aún bailaba y supe de las dificultades de aquel montaje en mi propio cuerpo.
“Construir una compleja estructura pedagógica para desarrollar a mis bailarines era mi meta inmediata”.
Las clases debían prepararse para afrontar coreografías de aquel tipo, donde no existía gancho melódico de ningún tipo, sino la más estricta matemática mental, física y cinética.
Construir una compleja estructura pedagógica para desarrollar a mis bailarines era mi meta inmediata. Ello incluía desde técnicas de relajamiento y concentración yoga, hasta el conteo mental matemático y el control psicofísico espacial y las relaciones de intercomunicación entre los propios bailarines. Desde la más estricta disciplina y control de concentración mental personal y colectiva hasta la más libre improvisación debían ser parte del entrenamiento, tanto para el colectivo de mis bailarines, como para mí y la relación entre ellos y yo.
Aprendí a controlar mis primarios accesos de turbulencia colérica que iban desde gritar órdenes, a veces en el espacio de la clase, o con micrófonos en los ensayos en el teatro. A veces en los ensayos en que el montaje me creaba espacios de bloqueo mental que no debían trascender al conocimiento de los bailarines, cambiaba la dirección hacia la limpieza de alguna sección coreográfica, o bien lo dejaba en manos del regisseur o ensayador y me retiraba a la oficina a rumiar mi incapacidad con respiraciones abdominales yogas o a mirar un juguete de caleidoscopio en que las imágenes de los cristales coloridos calmaban mi afiebrada mente. Otras veces lo resolvía con algún chiste irónico o sarcástico que ellos bien aprendieron a provocar para divertirse a mis espaldas, lo cual en cierta manera relajaba la tensión de la clase o el ensayo.
Aprendí también a hacer llamadas de atención individuales al oído del interpelado o en momentos aparte en mi oficina, si la falta era más fuerte. Así logré no gritar, ni mostrar cólera en la clase o ensayos, y resolver los problemas lo más individualmente posible y en una atmósfera de calma.
A veces acontecían situaciones hilarantes en que debía iluminarme al momento para no caer en el caos del ridículo. En una ocasión, para dar la clase usé una malla blanca que nos habían dado para trabajar. Ya en la clase, mientras mis bailarines, con los ojos cerrados, hacían los ejercicios iniciales de concentración me percaté que dicha malla tenía una excesiva transparencia, inclusive con el torso doblado relajadamente de la cintura hasta el suelo. Para mayor desgracia sentí que el soporte que usamos los varones había cedido y mis atributos varoniles dados por natura se habían salido y que la transparencia de la malla mostraba de forma bien palpable y grotescamente lo que debía haber estado oculto. Mi voz estaba en ese momento dando órdenes para levantar el torso y abrir los ojos al unísono todo el grupo. Sin poder hacer una ruptura en la clase por el diabólico incidente di la voz de abrir ojos. Solo Perlita, niña aún, dio un ahogado gemido de sorpresa. Los demás miraron seriamente al frente como soldados de un pelotón de guerra. A mí se me ocurrió, con voz firme decir: “Cualquier acontecimiento inesperado que ocurra en una clase no debe interrumpir su disciplina”. Y rápidamente busqué una silla sobre la cual sentarme a dar las clases como si nada hubiera ocurrido. Aquel día fue la graduación triunfante para todos, tanto alumnos como profesor.
“Cualquier acontecimiento inesperado que ocurra en una clase no debe interrumpir su disciplina”.
Otro día en un ensayo de un dúo, el bailarín cargaba muy en alto a su compañera, momento culminante en que se oyó el inconfundible ruido de un pedo. Y, sorprendido y sin pensarlo, exclamé el nombre de ella sin pensarlo, cuando el que la soportaba aún la bajó al suelo y contrito dijo: “Fui yo, maestro”, todo avergonzado. Esta vez sí que no tuve la disciplina de no darme por aludido y me retiré del ensayo bajo un ataque de risa incontenible. Al rato volví, pidiendo excusas. Decididamente, en ocasiones yo era víctima de la disciplina que les imponía a mis bailarines.
Aprendí también que una clase teórica como las altamente interesantes de música que impartía Lolita, a las cuales yo asistía siempre, a una hora posterior al almuerzo, podían provocar un extraño sopor y aunque los ojos se mantuvieran abiertos y con gran atención hacia el profesor se podía al mismo tiempo dormitar sin uno quererlo por un tiempo indefinido, hasta que el profesor en voz alta te despertaba. Yo lo hice una vez con uno de mis bailarines, a quien noté con ojos vidriosos, como caído en trance, cuando solo dormitaba como hipnotizado por mi voz; le grité despertándolo. En una clase de música caí en ese sopor y además recordé cómo, en mi adolescencia, tomando clases con un profesor particular para sacar la nota de Matemática —había suspendido en el bachillerato—, también me ocurría. Con la televisión no fueron pocas las ocasiones en que experimenté ese salir de la conciencia sin darse cuenta uno. A partir de ese momento, cambié mi actitud agresiva cuando algún alumno se me ausentaba de atención sin querer decir que no le interesaba la clase y cuando ponía todo su esfuerzo para cumplir la disciplina de clase, traicionándole el subconsciente con esos lapsus mentales, y lo despertaba en forma correcta.
En otra ocasión, en una gira por Europa, uno de mis bailarines salió a escena a bailar sin un tocado que debía llevar en la cabeza. Al final, antes que todos llegaran al camerino a cambiarse me instalé en su asiento. Cuando volvían él me vio a tiempo y, sabiendo su falta, no se atrevió a entrar por temor a lo que le pudiera caer arriba. Entonces me retiré y así pude dejarle saber su falta sin excesos de ira. Supo que había cometido un error, el cual debía cuidar no volver a repetir.
Otra anécdota, una de la más fuerte que he tenido en mi vida artística con respecto a mis excesos disciplinarios, fue cuando Azari Plizetski, el primer bailarín y partenaire de Alicia Alonso, me pidió encarecidamente que le mostrara a un grupo de figuras del ballet soviético que asistían a uno de los festivales del Ballet Nacional de Cuba, mi coreografía de Orfeo Antillano, obra que a él le gustaba y disfrutaba mucho cuando subía a escena en mis temporadas.
La pieza hacía un tiempo que no subía a escena y debí someterla a algunos ensayos en una semana, desde luego, antes de la presentación en el escenario se hizo un ensayo general antes de la función para los bailarines rusos. El ensayo quedó infernal. Yo, colérico en grado sumo increpé a la compañía y los amenacé con enviarlos a bailar al peor cabaret del país. Me retiré y los dejé en el escenario confundidos y temerosos de mi irascibilidad.
Sorpresivamente, bailaron como nunca y ofrecieron a los bailarines soviéticos una bella función. Los asistentes se lanzaron al escenario a felicitar a la compañía y especialmente a mí, diciéndome admirativamente que uno de los más impresionantes logros había sido observar la íntima comprensión entre el coreógrafo y sus bailarines. Quedé estupefacto, pues aún vibraba en mí la ira del ensayo general y me preguntaba si yo había sido injusto o si la compañía necesitaba de vez en cuando ser sacudida por los rigores de mi disciplina.
* Capítulo de las memorias inéditas de Ramiro Guerra.