Los amores de Catalina Lasa y Juan Pedro Baró
Los cubanos tenemos una historia equiparable a la de los amantes de Verona, no otros que Romeo y Julieta, y tan romántica, aunque menos melodramática que la de los protagonistas de la multilaureada producción fílmica Titanic. La de los cubanos es la historia de los amores, reales por demás, de Catalina Lasa y Juan Pedro Baró.
Ni ella ni él escribieron libro alguno, pero sí lo protagonizaron. De escribirlo, una novela propiamente, pero con una estructura narrativa muy abierta, se encargó Mario Coyula (1935-2014), Premio Nacional de Arquitectura 2001, quien la tituló Catalina:
Esta es la primera vez, piensas. No habrá segunda, dices, sin que él pueda entender las palabras que apenas llegan a salir por tu boca, porque la besa antes de que termine de hablar, me besa en el cuello, en la oreja derecha. Deja al menos quitarme antes los aretes, ambos ríen, ella nerviosa, él satisfecho, de nuevo en la boca, los labios se abren poco a poco bajo la dulce presión de las lenguas que se juntan, no en balde ambos conocen el descaro de las costumbres francesas, las manos se buscan. Ven y ella dice, vamos, y al decirlo no se reconoce, es como si otra mujer hubiese hablado, se reclinan lentamente, tienen todo el tiempo del mundo, porque el tiempo se detiene y empieza de nuevo como un déjà vu en circuito cerrado. Hay un corto silencio. No, yo me encargo de las medias, y de pronto siento que ya no domino la situación, lo ves todo como un fogonazo revelador, esta mujer cambiará tu vida, seré su servidor, aunque parezca ser su dueño, se acabó el Terror de las Mujeres, o más bien de los Maridos, hasta aquí llegó Juancito Pedro Baró con su mirada ardiente y socarrona.
Catalina fue una de las mujeres más hermosas de la alta sociedad cubana de principios del siglo XX. Ganó concursos de belleza, poseía simpatía, también fortuna, inspiró la creación de una rosa (ya casi desaparecida) con su nombre. Ver a Catalina pasearse por los salones de la sociedad habanera era como para volver la mirada. Pero Catalina era casada y por mucho que se la admirara, era como una gema ante la cual no quedaba sino seguir de largo.
Con todo, ella y Juan Pedro Baró —una y otro ya con hijos— protagonizaron una historia de amor, muy escandalosa para la época, que llega a nuestros días envuelta en el halo del misterio y la curiosidad. La historia es como para ser filmada y llevada a la pantalla, aunque en alguna que otra película cubana nos parece encontrar atisbos fugaces de una dama como Catalina, sin nombrarla explícitamente.
Nacida en Matanzas, Catalina se casó en Tampa, en 1898, con Luis Estévez Abreu, hijo de la benefactora Marta Abreu y del primer vicepresidente de la república, una vez instaurada esta. El matrimonio se estableció en La Habana y viajaba con frecuencia a París, con residencia en una y otra ciudad.
El 29 de julio de 1918 se promulgó en Cuba la Ley de Divorcio, ese mismo año se registró la separación de Catalina de su primer esposo y se formalizó la nueva unión.
Catalina y Juan Pedro se conocieron en una fiesta a la que asistieron ella y Luis, y surgió lo que suele llamarse el amor a primera vista, al menos por la parte de Pedro, quien quedó hechizado por los ojos azules y el contorno del cuerpo de la joven dama.
Cuando la conocí mis rodillas flaquearon. Un hombre hecho como yo, conocedor del mundo, cuarentón, no vengan ahora con que me quito años, desconcertado ante una mujer bastante más joven, vista a través de un salón lleno de gente, ¡pero qué mujer! Ya me habían hablado de ella, de su boda en Tampa con ese infeliz químico, aclaro que nada tengo contra él, y sabía de su belleza inusual, sobrehumana, superando a sus también famosas hermanas. Pero verla en aquella luz filtrada, como venida desde una estrella joven, stella matutina, diría, o más bien vespertina, si no fuese pecado compararla con la santa Virgen, era demasiado, fue un caso flagrante de amour fou, quizá por eso los surrealistas siempre me atrajeron, aunque no terminara de entenderlos.
Tiene que haber sido muy fuerte la pasión, porque el romance de una mujer casada (¡y casada con un potentado!) era algo inaudito para la sociedad. Se veían a escondidas y el fuego se atizaba tras cada encuentro. Seguramente algunos comentarios se filtraron, mas no existía en Cuba una ley que permitiera el divorcio; aun así, Catalina se atrevió a pedir la separación, que Luis le negó.
La historia se complicó más cuando Catalina decidió irse a vivir junto a Juan Pedro, lo cual desencadenó el escándalo. Luis Estévez ordenó abrir un expediente por bigamia y los amantes salieron secretamente de Cuba antes de que Pedro y Catalina pudieran ser procesados.
Anduvieron disfrazados por Francia e Italia, sometidos a persecuciones, hasta que solicitaron audiencia al Papa en el Vaticano y el Sumo Pontífice, después de escuchar la historia y, seguramente, conmovido por los muchos sinsabores narrados, decidió anular el matrimonio religioso de Catalina con Luis.
Entretanto, el 29 de julio de 1918 se promulgó en Cuba la Ley de Divorcio, ese mismo año se registró la separación de Catalina de su primer esposo, se formalizó la nueva unión, y la pareja de doña Catalina y don Pedro fue readmitida en los salones de la alta sociedad habanera.
Juan Pedro, que era bien adinerado, mandó construir una mansión de estilo renacentista italiano hacia los muros exteriores, mientras hacia el interior, mostraba un claro acento del art-decó. Erigida en la Avenida Paseo, barrio del Vedado, sería esta la casa para su amada, con todos los lujos imaginables. El palacete se inauguró en 1926 con una gran recepción.
Sin embargo, la salud de Catalina pronto se resquebrajó. Juan Pedro, desesperado, la llevó a Francia y allá ella murió el 3 de diciembre de 1930. El cadáver de Catalina fue embalsamado y traído a Cuba, donde se la enterró entretanto se construía el monumento funerario que Juan Pedro mandó erigir y que costó un dineral.
“Si de amores difíciles, dramáticos, de momentos felices y finales tristes hablamos, el de Catalina y Juan Pedro merece un reconocimiento especial”.
Finalmente los restos de Catalina fueron mudados al nuevo mausoleo, en la avenida central de la Necrópolis de Colón, convertido en lugar de culto para los amantes. Baró la sobrevivió diez años y ordenó que a su muerte se le enterrara junto a Catalina. La tumba se selló y lo que vino después, mucho después, fue mero vandalismo, que saqueó y profanó el lugar.
Si de amores difíciles, dramáticos, de momentos felices y finales tristes hablamos, el de Catalina y Juan Pedro merece un reconocimiento especial.
Ya tenemos la novela del arquitecto Mario Coyula, un best seller que desapareció de las estanterías, ahora solo nos falta la película. ¿Quién da más?