Los 97 cuentos de Rubén Darío (1867-1916)
La princesa está triste…, ¿qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan de su boca de fresa,
que ha perdido la risa, que ha perdido el color.
Estos versos de “Sonatina”, del libro Prosas profanas y otros poemas, quizás caracterizan al Darío más conocido, el de los programas escolares, promociones radiales, breves reseñas, etcétera; un Darío lleno de oropeles y dorados, princesas, ninfas, faunos, piedras preciosas, pavos reales… Y, por supuesto, a Darío se le conoce mucho más como poeta que como periodista, ensayista, cronista y narrador de cuentos y novelas. La difusión de su obra al gran público ha sido en gran medida superflua, encerrada en los recursos más paradigmáticos del modernismo. Sus ideas políticas, su antimperialismo, son menos tratados. Recordemos el poema “A Roosevelt”, donde esto es notorio, o esa increíble síntesis poética y política del verso “Águila, existe el Cóndor” de su poema “Salutación al águila”. Y su arraigo y concientización de pertenencia a la geografía e historia latinoamericanas, rasgo también modernista, es patente en muchos de sus escritos, citemos al azar los poemas “Momotombo”, “Tetucotzimí”, “Canto a la Argentina” o “XL. Allá lejos”.
“A Darío se le conoce mucho más como poeta que como periodista, ensayista, cronista y narrador de cuentos y novelas (…) Sus ideas políticas, su antimperialismo, son menos tratados”.
Aunque justo es decir que existe una extensísima obra crítica de investigadores y estudiosos sobre múltiples aspectos, ya que Darío no solo cultivó varios géneros literarios y el periodismo, presente a lo largo de toda su vida, sino que su espectro de temas, su riqueza expresiva, el volumen de su obra —aun descubriéndose nuevos escritos—, incluso su evolución dan un Darío difícil de apresar de manera simplista. Como dato curioso es interesante ver cómo un joven Mario Vargas Llosa, en su tesis para obtener el grado de Bachiller en Humanidades en la Universidad de San Marcos, Bases para una interpretación de Rubén Darío, de 1958, se centra en la evolución creadora de Darío. Su influencia hasta nuestros días es palpable en los numerosos estudios que se le dedican.
Se suele citar como inicio del modernismo la publicación de Azul… (1888) en Valparaíso, Chile, de un joven Darío de 21 años, con una tirada de solo 500 ejemplares (con “veinte ejemplares en papel Holanda y uno en papel Japón”, según aparece en el propio libro). Sabemos que ya José Martí (1853-1895), catorce años mayor que Darío, había publicado Ismaelillo en 1882, además de ensayos y artículos periodísticos, que lo sitúan como el verdadero iniciador de este movimiento. Conocido es su artículo-editorial “El carácter de la Revista Venezolana”, publicado en esta revista, en Caracas, en 1881, tipo manifiesto literario, al que muchos estudiosos de Martí y el modernismo, como Manuel Pedro González, llaman la “Carta Magna del modernismo”. También Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895) había publicado sus Cuentos frágiles en 1883, siendo el precursor del modernismo en México, fundador de la Revista Azul (1894-1896) —¿influencia del libro de Darío?—, donde tantos modernistas publicaron. Pero Azul… tuvo una segunda edición en 1890, en Guatemala, a la que Darío le incorporó tres cuentos más a los nueve iniciales de 1888 y trece poemas a los seis originarios, además de los escritos de Juan Varela junto con el prólogo de Eduardo de la Barra de la primera edición y notas redactadas por el propio Darío, convirtiéndose así en un verdadero editor de su propia edición. Este es el único libro de cuentos que Darío publicó en vida. El resto de sus hasta ahora 97 cuentos fueron publicados en periódicos y revistas de la época, con la premura de estos medios y sin el cuidado que supone la edición de un libro, al menos en 72 periódicos y revistas, según el investigador Jorge Eduardo Arellano, sin contar el periódico La Nación al que Darío estuvo vinculado la mayor parte de su vida. De estos periódicos catorce son argentinos, doce chilenos, siete españoles, seis nicaragüenses, seis cubanos, cinco costarricenses, cuatro mexicanos, tres guatemaltecos, tres uruguayos, dos salvadoreños, dos peruanos, dos franceses, uno venezolano y uno estadounidense. Con fechas desde 1861 hasta el propio año de su muerte. En Cuba hemos podido rastrear los siguientes:
-En Santiago de Cuba:
El Cubano Libre [“Las siete bastardas de Apolo” (1/agosto/1903), “¡A poblá!… (1913), “El último prólogo” (20/abril/1913), “Febea” (15/ noviembre/1914)].
-En La Habana:
La Habana Literaria [“Historia de un sobretodo” (31/mayo/1892), “Un sermón” (30/julio/1892), “Febea” (30/septiembre/1892), “Fugitiva” (30/septiembre/1892)],
El Fígaro [“La admirable ocurrencia de Farrals” (11/septiembre/ 1910), “La larva” (16/octubre/1910)],
La Noche [“Palimpsesto II (1/febrero/1914), “La muerte de Salomé” (27/febrero/1916)];
El Hogar y La Habana Elegante, mencionadas por Jorge E. Arellano.
Todos sus cuentos, publicado por la Editorial Arte y Literatura en 2013, es hasta ahora, según mi conocimiento, la edición más completa de los cuentos de Darío. Pues a la excelente compilación que hiciera el estudioso Ernesto Mejía Sánchez, Cuentos completos (Fondo de Cultura Económica, México, 1950), con 77 cuentos, y la que realizara el escritor nicaragüense Julio Valle-Castillo en 1990, para la Editorial Arte y Literatura y la Editorial Nueva Nicaragua conjuntamente, siendo yo la directora de la editorial cubana, en la que se incorporaron nuevos cuentos descubiertos para llegar a la cifra de 86, se sumaron ahora otros diez cuentos localizados por otros investigadores que, a petición nuestra, nos hizo llegar el escritor nicaragüense Jorge Eduardo Arellano, reconocido estudioso de la obra de Darío. Además, añadí un cuento, “Enriqueta”, que descubrí en el volumen III de Obras completas, parte “Primeros cuentos” (Imprenta Editorial España, Madrid, [1924]), compilados por Alberto Ghiraldo y Andrés González-Blanco. Se conservó el excelente ensayo que hiciera Raimundo Lida para la edición del FCE de 1950, las notas a la primera edición de Ernesto Sánchez Mejía y la de Julio Valle-Castillo para la de 1990, así como se añadió un ensayo de Jorge E. Arellano, “Darío, el cuentista”.
Para esta edición cotejé línea a línea, palabra por palabra, los cuentos ya publicados en Cuba en la edición de 1990 con diecinueve fuentes, recopilaciones de diferentes años y de diferentes especialistas, donde en muchos casos se presentaron por primera vez en libro esos cuentos; consulté toda la bibliografía a mi alcance en las bibliotecas habaneras, textos críticos y los que recogían los cuentos, por lo que pude salvar numerosos errores y erratas, supresiones de líneas o palabras, alteraciones de vocablos, puntuaciones cambiadas, nombres mal puestos, vacilaciones en las mayúsculas y minúsculas, espacios no marcados entre párrafos, etc. No todo pudo ser verificado, como, por ejemplo, los signos de exclamación que solo cierran —tan usados por Darío— que en algunas ediciones abren y cierran; los espacios entre partes del mismo cuento, que tienen variaciones; la utilización de las cursivas, que no siempre sabemos si son de Darío o del editor. Tomé decisiones entre las variantes por el sentido común, pero siempre que lo consideramos oportuno se aclaró con una nota al pie. No se añadió nada sin advertir al lector, excepto algunas rayas de diálogo en algunos cuentos, y agregué notas al pie en casos necesarios, además de conservar las originales de Ernesto Mejía Sánchez y Julio Valle-Castillo. Es increíble cómo se repiten en las sucesivas ediciones de la obra de Darío los errores y las erratas. Sería necesario un equipo, quizás multinacional de los países donde Darío publicó, para hacer una edición verdaderamente crítica de su obra.
Darío mismo decía que el azul era: “‘el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental’”.
No sabemos por qué Darío nunca publicó en vida un libro con todos sus cuentos, excepto Azul…, y en la edición de Guatemala, la más completa como ya dijimos, ya que las sucesivas que se hicieron hasta la muerte de Darío son incompletas o repiten lo mismo, las de Santiago de Chile (1903), Buenos Aires (1905 y 1907), Barcelona (1907) y Valparaíso (1912). Algunos se preguntan por qué este título fue escogido por Darío. En La historia de mis libros él mismo responde que el azul es: “el color del ensueño, el color del arte, un color helénico y homérico, color oceánico y firmamental”. Herencia de los simbolistas, para quienes el azul era el ideal de la belleza, en especial, podríamos mencionar a Baudelaire, Mallarmé y a Víctor Hugo, cuya frase L‘art c’est l’azur es el epígrafe que Eduardo de la Barra puso a su prólogo de Azul… de 1888. También Raúl Castro Silva en su libro Génesis de Azul… de Rubén Darío menciona que el biógrafo de Darío, Diego Manuel Sequeira, refiere que Darío había traducido un cuento de hadas de Catulle Mendès llamado “La llama azul”, y lo había publicado en El Porvenir de Nicaragua en 1885.
Escribió asimismo varias novelas, pero solo una, Emelina (1887), fue publicada completa, escrita con el amigo y periodista Eduardo Poirier, para un concurso del periódico La Unión de Valparaíso, concurso que no ganó. Otras fueron siendo publicadas fragmentariamente en periódicos y revistas: Caín (1895), El hombre de oro (1897), En la isla de oro (1907), El oro de Mallorca (1913). Sin embargo, su poesía y sus artículos y crónicas sí tuvo el cuidado de publicarlos en numerosos libros, que no citaremos aquí por no ser el objeto de este trabajo.
Cuentos macabros (Editorial Arte y Literatura, 1ra. ed. 2010) es otra publicación cubana de su narrativa que saldrá a la luz en una segunda edición en este 2022 —aunque fue editada en 2019—, ya que se agotó por completo en papel, aunque existen libros electrónicos de esta misma edición por varias casas editoriales de diferentes países, no sé si autorizadas. Preparé esta selección, con un pequeño prólogo mío y notas, como un intento de acercar al gran público, y sobre todo a los jóvenes, la cuentística de Darío. Libro breve, fácil de leer, consta de nueve cuentos donde “lo macabro” —el miedo y la repulsión que causa la muerte, lo sobrenatural y el misterio, un sentimiento intenso de horror ante lo espantoso y desconocido— está presente como motivo central. Un miedo que se remonta a la infancia, de supersticiones y leyendas populares, indeleble en el imaginario de Darío, mezclado al afán de exploración de lo que nos trasciende, traspasando los límites de la experiencia permisible. En su autobiografía La vida de Rubén Darío escrita por él mismo (1922) narra varios episodios de su infancia: “La casa era para mí temerosa por las noches. Anidaban lechuzas en los aleros. Me contaban cuentos de ánimas en pena y aparecidos, los dos únicos sirvientes: la Serapia y el indio Goyo”; y aquella pesadilla “vi en el fondo obscuro que daba al interior, que comenzaba como a formarse un espectro […] miré de nuevo y vi que se destacaba en el fondo negro una figura blanquecina, como la de un cuerpo humano envuelto en lienzos; me llené de terror […] pedí socorro, no me oyeron. Volví a gritar y siguieron indiferentes. […]”; entre otras más. También se conoce su inclinación hacia las ciencias ocultas, en boga el ocultismo y la teosofía de Madame Blavatski, y su adicción al alcohol que, al parecer, le causó la muerte.
Estos cuentos macabros no fueron incorporados por Darío a Azul…, ya que sus fechas de publicación son posteriores a 1890 cuando definió finalmente este libro. Hay que decir que muchos elementos de lo macabro y de horror están presentes en diversos cuentos de Darío, incluso en algunos que pudieran clasificarse como de fantasía. Está el pajarito enamorado de la dama que lo captura y lo diseca para ponerlo en un sombrero, de “La historia de un picaflor”; “los ojos desmesuradamente abiertos, faz siniestra y, en la boca, un rictus sepulcral y macabro” en el horror de la guerra de “Betún y sangre”; “las sábanas ensangrentadas, con el cráneo roto de un balazo” de “El pájaro azul”; el poeta que encuentran helado, “con una sonrisa amarga en los labios, y todavía con las manos en el manubrio” de la caja de música, que el rey le había ordenado tocar indefinidamente; las últimas alucinaciones de “El humo de la pipa”; el cataclismo y el cuchillo popular que cortará cuellos y vientres odiados en “¿Por qué?”, y otros más.
En su cuentística encuentro tres vertientes fundamentales: la de la fantasía, aquellas narraciones más emparentadas con el Darío más conocido; la del realismo, en la que trata descarnadamente, hasta llegar a veces a la crueldad, aspectos de la sociedad, la pobreza, la guerra, la muerte, el amor, defectos de los seres humanos; y la del horror y el misterio, los cuentos macabros que acabamos de tratar. Sus influencias son diversas y mucho se ha escrito sobre ellas, me referiré a dos importantes, la del poeta, novelista, dramaturgo, ensayista parnasiano francés Catulle Mendès (1841-1909) y la de Edgar Allan Poe (1809-1849). Sobre los dos escribió y expresó su admiración. De Poe dijo en su libro Los raros (1896):“La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y trascendente para que su nombre y su obra no sean a la continua recordados. […] Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano”.
La influencia de Darío como figura cumbre del modernismo en sus contemporáneos y posteriormente ha sido enorme. Me asombra ver la cantidad de artículos que Darío dedicó a escritores de su época y también los que le dedicaron a Darío en su momento, como escritor conocido y reconocido que fue en vida, y la abundante correspondencia que mantuvo. En una época sin Internet me admira ver un mundo interrelacionado entre los escritores, que se leían mutuamente y se hacían elogios o críticas; hasta daría la impresión de un universo literario mucho más interconectado que el de ahora.
“En una época sin Internet me admira ver un mundo interrelacionado entre los escritores, que se leían mutuamente y se hacían elogios o críticas”.
Quiero referirme solamente a su influencia en el escritor argentino Leopoldo Lugones (1874-1938), de quien fue entrañable amigo toda su vida, a quien ayudó a conseguir un empleo en el periódico La Nación y le prologó su libro Las montañas del oro (1897). Lugones, que sentía gran admiración por Darío, publicó varios libros de cuentos fantásticos y de ciencia ficción como Las fuerzas extrañas (1906) y Cuentos fatales (1924). A su vez Lugones fue muy amigo de su contemporáneo Horacio Quiroga (1878-1937), con quien realizó su primer viaje a la selva que marcaría definitivamente a este último tanto en su vida como en su literatura. Quiroga también admiró a Darío, a quien conoció en París, incluso le puso este nombre a su único hijo varón, aunque ya inició el alejamiento del modernismo para avanzar por los pasos de la vanguardia, siempre bajo la influencia de Edgar A. Poe. Y si seguimos esta línea que iniciamos con los cuentos macabros de Darío, llegamos a Jorge Luis Borges (1899-1986), confeso admirador de Lugones con quien intercambiaba libros, y a Julio Cortázar (1914-1984), algo merecedor de un estudio aparte.
Darío es indudablemente un hito en la historia de la literatura mundial, muy influido por la lengua y la literatura francesas, renovó el lenguaje español, con un fuerte fundamento en la literatura española y latinoamericana anterior, verdadero orfebre de las palabras, nos dio colores, ritmos, sonoridades, aromas, sensaciones… Pero mucho mejor dicho está por el propio Darío en Historia de mis libros (1912) donde reflexiona con plena conciencia sobre su propio estilo y sus influencias, en especial al referirse a Azul…
En Cuba fue conocido y admirado. Según nos cuenta el escritor Leonardo Depestre Catony, en su artículo “Rubén Darío en La Habana” (La Jiribilla, 12 de febrero de 2016), visitó varias veces nuestro país; la primera el 27 de julio de 1892, ocasión en que conoció personalmente a Julián del Casal, pues desde antes mantenían correspondencia y los dos publicaban en La Habana Elegante, también El Fígaro le ofreció un banquete e invitó a Casal, Enrique Hernández Miyares y Manuel Serafín Pichardo, entre otros. Se marcha en tránsito hacia España el 30 de julio, pero regresa el 5 de diciembre del mismo año en una escala de pocas horas. Su tercera visita fue el 2 de septiembre de 1910 para partir al día siguiente; le fue ofrecido otro banquete en el hotel Inglaterra y se relacionó con personalidades como Max Henríquez Ureña, Eduardo Sánchez de Fuentes, Márquez Sterling y Manuel Sanguily. El día 4 regresó, se alojó en el hotel Sevilla y después en una casa de huéspedes en El Vedado. En el acto ante la tumba de Casal el 21 de octubre leyó unas palabras. Se marchó el 8 de noviembre.
Seguramente de estas estancias Darío se nutre para escribir sus “Films habaneros” que publicara en el periódico La Nación en 1910. Me tienta transcribir un extenso y sabroso pasaje sobre El Vedado, pero en aras de la brevedad expondré solo este fragmento: “En un chalet del Vedado he sabido lo que es un ciclón. Imaginaos un ejército de Eolos soplando a dos carrillos, rompiendo todos los odres en que se encierran los alientos del espacio. Cae la lluvia, copiosamente, mugen, rugen, gritan los vientos, vuelan techos, se arrancan árboles de cuajo, se mutilan las estatuas de mármol, se vuelcan los tranvías y los coches, se derrumban muros que aplastan gentes; se cree ha llegado el fin del mundo, las señoras se encomiendan a Dios y unos ingleses y yo nos dedicamos al whisky.and-soda. […]”. (Darío se refiere al famoso “huracán de los cinco días”, del 8 al 12 de octubre de 1910, categoría cuatro, con una recurva en lazo, que provocó extraordinarias inundaciones y muchas víctimas fatales, así como destrucción de viviendas y cosechas).
Al inicio de este artículo expusimos varios periódicos que publicaron a Darío en vida de este. El árbol del rey David, de Regino E. Boti, publicada por la editorial El Siglo XX, La Habana, 22 de abril de 1921, segundo tomo de Rubén Darío. Tributo de Cuba a su memoria, es un antecedente prestigioso en nuestro país de recopilación de sus cuentos en libro, además de otros escritos. Pero el momento cumbre que imanta esta relación con nuestro país se produce en el estrechón de manos entre Darío y “nuestro José Martí” —como también Darío lo llamara—, en Nueva York, en 1893, minutos antes del discurso que Martí pronunciara en el Hardman Hall. La estudiosa española Mercedes Serna Arnaiz publicó en 2016 un excelente ensayo titulado Encuentros y desencuentros entre José Martí y Rubén Darío, donde nos devela la influencia que ejerció Martí en Darío, la admiración de este último por Martí y diferentes escritos donde esto es patente. Darío incluyó a Martí en su libro Los raros (1896), junto a otros insignes escritores por él amados; en otro libro aceptó explícitamente su magisterio: “He de manifestar que es en este periódico [La Nación] donde comprendí a mi manera el manejo del estilo y que en este momento fueron mis maestros en prosa dos hombres muy diferentes: Paul Groussac y Santiago Estrada, además de José Martí” (La vida de Rubén Darío escrita por él mismo, Casa Editorial Maucci, Barcelona [1915]). Y en el discurso que hiciera en un banquete en su honor, el 22 de agosto de 1906, reproducido por La Nación al día siguiente: “Lleno de juventud y animado de poesía, mi dorada ilusión era figurar en aquella estupenda sábana [sic] de antaño; en donde Emilio Castelar, Edmundo D´Amicis y José Martí hacían flamear, a los aires de la gloria, las más hermosas prosas del mundo”.
*Artículo completo de lo que fue una comunicación oral en la Casa del Alba, La Habana, el 17 de marzo de 2022, en teleconferencia con Nicaragua, por la conmemoración del 155 aniversario del natalicio de Rubén Darío.