Y la tierra en silencio, y una hermosa / Voz de mi corazón,
me contestaron.
Martí, “Homagno”
Ante mí, la hoja de más de cien años pero impoluta, con barbas blancas pero lozana. La ausencia de máculas habla de la calidad del papel y del valor de las manos que lo han guardado cariñosamente durante casi un siglo y medio. La tinta negra, a veces un tanto agrisada, es el eco de una voz que no se apaga.
Martí escribe en ráfagas. Ciclónicamente. Su letra es el diagnóstico de un alma que, si serena, es menuda y delicada cual filigrana; si atribulada, crece y se enreda en una maleza indescifrable, incluso para Pedro Pablo Rodríguez. La letra de Martí es un ánimagrama, que tiene por única tecnología su mano nerviosa, por la que se derrama, en espasmos eléctricos, su verbo encendido. ¡Ah, y esas tildes larguísimas que van cosiendo las palabras, como quien sutura la frase para que no se desangre la idea! ¡Y esos trazos unciales como arabescos, que pescan los pensamientos que nadan en su mente oceánica! ¡Y esos dos puntos, que a veces funcionan como un punto y coma, y otras despliegan la idea como un telescopio! La letra es la huella del alma. ¡Quién no se ha estremecido ante la firma de Sor Juana Inés, la cual se fue enrareciendo, enredando, oscureciendo, a medida que la fe, aliada del poder, sometía a su ciencia y la celda de clausura le cortaba las alas a su espíritu!
Todo está en la devoción con que se mire. Los papeles, papeles son. Ni más ni menos. Pero cuando revelan a un hombre que, como San Cristóbal, se echó el mundo a la espalda, su contenido se agiganta y fluye, de corazón a corazón, cargado de significado y hermosura, hasta fundirse en el bronce memorable. El pensamiento martiano es una flecha que engalana con la cola lo que penetra con la punta. Eso se siente cuando, de mano enguantada, se tocan los originales de las cartas que redactó Martí —la mayoría a Gonzalo de Quesada y Aróstegui y a Manuel Mercado— en aquel invierno de angustias de 1889 al 90, cuando los Estados Unidos convocaron a las repúblicas de Hispanoamérica a la primera Conferencia Panamericana. No es un hombre quien nos habla, es un continente. No es una voz cualquiera, es la historia.
No es un hombre quien nos habla, es un continente. No es una voz cualquiera, es la historia.
De golpe, todo confluye: el soporte, la palabra, su sentido, el referente. La historia no es religiosa pero sí sagrada porque atesora el tiempo de un pueblo, como una matrioshka que contiene, una dentro de otra, sus épocas y sus fases. Un pueblo es su memoria. Si la respeta, se respeta y se da a respetar. ¡Y santas —no por divinas sino por humanas, no por anónimas sino por silenciosas, no por extraordinarias sino por cotidianas— son las manos que custodian lo sagrado! Esas, que mantienen vivo lo que otros quisieran ver muerto. No solo heredamos la patria de nuestros padres, la tomamos prestada de nuestros hijos.
Súper! Bien Súper.