Levitar sobre la vida… los enigmáticos mundos de Moisés Finalé
23/12/2016
Vuelve Moisés Finalé a impresionarnos con su briosa pintura. El día de la inauguración de Levitación parecía imposible asimilar, abarcar con la vista, apropiarnos con suficiencia de la profusión plástica que habita en sus obras, quedando irremediablemente obligados a regresar. Moisés no le dio tregua al espacio de Orígenes, una de las galerías más extensas con que cuenta la capital. Concibió obras específicamente para sus grandes paneles, sumó otras de series anteriores, y la curaduría, a cargo de Yamilé Tabío y Jorge Gómez Melo, las dispuso de manera que se esbozara una ruta de viaje a través de diferentes facetas pictóricas de Finalé, un creador prolífico que no abandona la experimentación en pos de las cómodas recetas, porque experimentar, probar nuevos caminos, es lo que le mantiene vivo como artista.
Fotos: Kike
Cuando entramos a la Galería Orígenes el mundo visual de Moisés Finalé se nos viene encima. Hay que exigirse disciplina para no permanecer sembrados ante una de las obra de dimensiones monumentales que nos recibe al entrar. Es preciso desprender la vista y caminar hacia el primer cubículo, que nos queda a la derecha si nos situamos de frente a la galería. Ahí comienza el viaje hacia “levitación”, esa sensación imaginaria que da título a la muestra.
El punto de inicio es la ausencia de color, tres obras en blanco y negro de su exposición anterior Los silencios no existen (Galería Artis 718, 2015). De la sobriedad de estas obras, que son como noches en las que criaturas mitológicas y espectros de culturas ancestrales se mezclan en un aquelarre, pero silencioso, vamos transitando hacia obras en las que el mundo imaginario de Moisés comienza a recobrar el color. Y cuando irrumpe el color irrumpe también el sonido; continúa el aquelarre, la promiscuidad simbólica, la superposición de matrices culturales, el misterio narrativo, pero con esa mixtura que el color aviva y diversifica, vienen también las voces, los cantos, los aullidos, el murmullo humano y animal, la respiración bulliciosa de un universo que es pura y caótica energía de la imaginación.
Cada obra de Moisés es como el reservorio de una imaginería que parece salida de tormentosos sueños. Pero Finalé no es surrealista. Intuyo que el artista se planta con su espontaneidad frente al lienzo en blanco, y en la medida que comienza a dar color y a abocetar formas y composiciones, se desbloquea la imaginación, entra en una especie de trance, de automatismo psíquico, y su archivo mental de imágenes, tanto vistas como creadas por él en el curso de toda su vida, fluyen en gesto corporal hacia el lienzo. De qué otra forma explicar esas abigarradas composiciones, donde no hay espacio de tela que respire en un vacío que haya quedado sin colonizar por el pincel. Moisés lo pinta todo, lo cubre todo, va superponiendo planos, va creando acumulaciones. Y es ahí donde se me vislumbra el misterio de su maestría pictórica: toda esa materia plástica es acomodada en una superficie bidimensional que no reniega de su cualidad física, pues el artista no recurre al artificio de la profundidad para simular un espacio infinito. Su plano pictórico es, por tanto, explícitamente finito, se afirma como pintura, no como artificio ilusionista, pero sin renunciar a la posibilidad de crear un espacio imaginario que se expanda al infinito de la experiencia subjetiva, al misterio de lo simbólico, a las latencias culturales que emanan incontrolables germinando en cada obra en formas nuevas, sin descontaminarse del todo del rastro de sus linajes.
En eso consiste precisamente lo posmoderno de su arte. Una pintura que es deudora de las vanguardias en tanto prescinde de la perspectiva central, del ilusionismo, de la composición homogénea del espacio, de la claridad referencial, pero que va más allá del alto modernismo para ser posmoderna, porque se nutre de la apropiación, el reciclaje, su procedimiento es intertextual: la hibridación de cuanto referente visual y cultural han interesado o dejado una marca en el artista. Y esa apropiación es explícita, el artista no la esconde, más bien la exhibe gozoso, con conciencia de que la hibridación constante de espiritualidades es el útero en que la cultura se produce a sí misma. El ingenio, la originalidad, la destreza de Moisés como buen posmoderno, radica en la manera en que lleva a cabo esa licuefacción gestante. ¿Cómo crear algo singular, una iconografía personal, una estética con sello propio, cuando la mezcla de tradiciones susurra sin mucho recato entre los poros de lo que el artista va configurando como nueva forma estética?
Esa es una de las capacidades de la creación artística que no son explicables del todo. Por eso no tiene mucho sentido pararse frente a obras como las de Finalé para descubrir y clasificar cuánto hay de Lam, cuánto de máscara y escultura africana, cuánto de religiosidad popular y sus símbolos, cuánto de iconografía mitológica y religiosa de culturas antiguas, etcétera. Tampoco se trata de que el tipo de pintura que hace exija una “percepción pura”, una desconexión de la mirada con respecto a cualquier referente cultural que sea exterior al plano de la obra. Pareciera que su pintura vale porque es pintura a secas, puras formas, danza de las líneas, figuración caprichosa, colorido exuberante, aunque muy bien equilibrado. Ahora bien, la teoría de la percepción pura, que cristaliza en la estética romántica e impregna a algunos movimientos de vanguardia, presupone que el contenido del arte no puede ser rebajado a un vínculo referencial con la realidad que le es exterior; pero pasa por alto, ingenuamente, que no existe percepción sin significación, no existe algo así como un “mero ver”. Toda percepción es ya en sí misma un proceso de cognición sensible, siempre involucra conocimiento. Como diría Gadamer, “solo cuando `reconocemos´ lo representado estamos en condiciones de `leer´ una imagen; en realidad y en el fondo, solo entonces hay tal imagen. Ver significa articular”.
Ver significa articular, diría yo, los referentes que nos permiten reconocer el conocimiento de fondo que movilizamos en el momento de la recepción; y cuando se trata de una figuración extremadamente ambigua como la de Moisés, repleta de matices plásticos que aportan todo el tiempo valores semánticos, el receptor se ve obligado, y retado, a articular su propio reconocimiento de lo representado en la obra. Ese reconocimiento, que no es otra cosa que comprensión, depende en buena medida de la competencia y la sensibilidad del receptor. La sensibilidad goza de lo meramente formal, para estimular al conocimiento a proyectarse sobre lo que ha sido denotado por el artista y comenzar así a articular sentido. Y esto, como se sabe, es una tarea ardua, requiere creatividad y disposición por parte del receptor. Por tanto, la comprensión del arte de Finalé está lejos de agotarse en el mero goce sensorial, por más intenso que este pueda llegar a ser.
Tomemos como ejemplo una de las obras tituladas Bla bla bla cubano (2015). Se trata de dos piezas realizadas en técnica mixta, en las que el componente matérico es protagónico, pues Moisés pinta sobre una superficie conformada con papel o cartón, a manera de un collage en el que se superponen de forma irregular fragmentos de esos materiales. En una de ellas, el aspecto de la superficie semeja un viejo muro desconchado, donde desteñidas capas de pintura crean relieves irregulares que agudizan aún más la sensación de deterioro, suciedad y fealdad. Sobre esa superficie irregular y agrietada, el artista ha esbozado, a base de líneas, una serie consecutiva de cinco rostros de mujeres que miran a la derecha; y uno que se les opone, mirando hacia la izquierda. Otro rostro, situado al centro, pero por debajo, y mucho más esquemático, cual máscara apenas perfilada, mira frontalmente al espectador. El sutil gesto de las bocas, resuelto con unas escuetas líneas, se convierte en un análogo icónico del bla bla bla. La sucesión de las cinco figuras femeninas, como si se tratara de un fotograma que se desplaza en el espacio pictórico, es una metáfora visual de la manera en que se expande la habladuría, la “bola” que corre cual avalancha de subjetividad popular.
Ahora bien, no se trata de cualquier bla bla bla. El artista lo ha contextualizado, dándole el apellido de cubano. Por tanto, la articulación de sentidos connotados se proyecta sobre un fondo cultural e histórico preciso. Dadas las marcas de pintura corporal con que Moisés singulariza los rostros femeninos, que evocan a culturas ancestrales, esos seres pueden ser comprendidos también como huellas del tiempo. Es así que la obra permite imaginar un bla bla bla que se extiende en la profundidad de la historia. Pero a esta lectura se superpone otra, porque las mujeres emergen en una nebulosa de materia erosionada, que hace recordar cualquier vetusto edificio de La Habana, cualquier muro sobreviviente de una ruina. Entonces ese bla bla bla puede ser metáfora del murmullo popular, clamor de la necesidad, de la supervivencia, de la esperanza y de los rezos a cualquier deidad. El rumor fluye hacia la derecha, y choca con un rostro que mira hacia la izquierda, conteniendo la avalancha. Entre los dos personajes que quedan frente a frente y miden sus miradas, un listón de fondo blanco establece una barrera; y nuestra vista queda como en suspenso, imaginando quién será capaz de transgredir los límites.
El rostro blanco, de un solo ojo, que nos mira de frente, enigmático, se me antoja la conciencia del cuadro. Es el testigo de la historia. Y nos interpela con severidad, para que participemos en ella.
Al caminar por la sala de la galería y mirar también a través de los grandes ventanales que nos dan acceso a la ciudad, al Capitolio, a la avenida, a los viejos edificios, al devenir mundano, experimenté la sensación de que tener al eclecticismo de la vida corriendo en el afuera, también al alcance de la vista, era el mejor complemento de esta exposición de Moisés Finalé. Porque eso es precisamente lo que hace el arte, levitar sobre la vida, abstraer sus esencias, sintetizar y superponer su heterogeneidad, estilizar las formas con que se expresa el hombre, crear un plano paralelo en el que todo cuanto perece en el tiempo concreto, puede encontrar un registro poético que lo sedimente como cultura.