La sabia lengua de los somaris.[1]
Para nombrar sus dones, ellos hablan en poesía
Gustavo Pereira
Leí por primera vez a Gustavo Pereira a principios de 1983 —hace 40 intensos años—, cuando Jorge Boccanera nos incluyó en el capítulo dedicado a Venezuela en su panorama La novísima poesía latinoamericana, aparecida en México en diciembre del año anterior. Allí comenta el amigo y antologador argentino: “Es cierto que el movimiento [cultural venezolano] no escapó al descalabro sufrido por la izquierda hacia 1967; pero no es menos cierto que aquel espíritu solidario, sostenido con un alto poder de exigencia estética, siguió latente, como lo comprueba el renacimiento poético de estos últimos años”. En ese proceso de retomar la voz de la sociedad civil Pereira sería de los más consecuentes. Sobre esa evolución de su poética, basada en sus orgánicos presupuestos sociales y existenciales, escribió el reconocido teórico Ludovico Silva: “Se trata de estilizar y macerar el opulento cuerpo de la poesía hasta dejarla en los puros huesos”.
En el otoño de 1988, justo después de asistir al entierro de Ludovico en Caracas, viajé al oriente venezolano y entablé amistad con Gustavo en su casa de Lechería. De ahí nació —junto a proyectos compartidos, eventos literarios, viajes, libros, libaciones—, considerarnos “compañeros del alma”, al decir del pastor de Orihuela.
En el prólogo que escribiera Maritza Jiménez para Costado indio[2] —medular compilación y estudio de Pereira sobre la poesía indígena venezolana—, trae a colación el antecedente del mayor aporte de la lírica del margariteño, cuya naturaleza corresponde con aquella sombra más intuitiva que tangencial del Guayamurí de su nacimiento, y sus estudios en París, o entre los waraos del Delta Amacuro: “[…] fue En plena estación (1966), merecedor del Premio Joven de Poesía de la Universidad Central en 1965, el que lo descubrió como el autor no solo de una voz personalísima, sino de la búsqueda de una forma poética inédita […] el somari. […] que también revela su inclinación por la sensibilidad y el ritmo del poema indígena”. Somari, neologismo azaroso y feliz.
Con estos “poemas breves”, se propuso generar “escaramuzas que pretenden conciliar […] la fugacidad del vivir, el humor, el extravío, la insensatez, la insubordinación y a veces, por qué no, un asomo de estremecimiento compartido”.[3] El somari devela lo oculto, su estética se asocia a un lenguaje descarnado, sugerente pero sin giros retóricos, donde el silencio complementa al verso, por aquello de que “solo lo fugitivo permanece y dura”. Como escribiera uno de sus críticos, aflora en los somaris la declarada voluntad de que los poemas son acciones, y pienso al respecto que nos rebasan en su epifanía como una breve inspiración o “artefacto”, esta última definición de su propio creador.
Entre otros nombres sobresalientes, intelectuales de la talla del propio Silva o José Balza celebraron en su momento esta fórmula versificada. Ludovico reconoció que “el somari puede caracterizarse como una forma poética cuyos rasgos esenciales son la brevedad, la parquedad verbal”[4] y el hálito de máxima o sentencia, con un estilo original que lo convierte en un sello distintivo de su obra, por demás rica en su amplio diapasón. Y en el caso de Balza, con su peculiar virtud de descubrir nuevas aristas, define que como “de palpitación griega, el término somari acoge en su sonoridad y en su sentido (…) no pocas variaciones musicales”, representado en su brevedad y sugerencia, versos vitalmente calculados.[5]
Los somaris constituyen miniaturas que descubren la plenitud del hecho poético. Aproximaciones como ráfagas a la condición creativa, más allá de lo tangible.
El cuerpo expresivo de los somaris marca —a mi “inmodesto entender”— la madurez poética de Pereira, pues como él escribiera en una ocasión: Pasados los treinta no era el mismo /pero tampoco fui otro [“Historia íntima”, de La fiesta sigue].[6] Sobre ese sello distintivo de su poesía —que a no dudarlo nos quedará en su lección de calidez, ironía y brevedad como legado y materia de estudio para los lectores y especialistas del futuro—, se ha escrito, especulado y a veces minimizado por el propio autor, que los considera “nimias y pasajeras escaramuzas”, aunque al enunciar sus ambiciosas intenciones se contradiga, pues más allá de la intencional fugacidad son portadores del humor, la herejía, la irreverencia, la bohemia, la soledad, el amor y el desamor —como en un buen bolero—, y por tanto siempre la voluntad de “un asomo de estremecimiento compartido”. Nadie mejor que el poeta para desentrañar lo que pretende, aunque paladinamente no lo confiese, de ser algo más que una colección de noticias diversas:
[…] desde hace mucho he venido escribiendo o intentando pequeños artefactos que por recato, luego de haberlos llamados ‘poemas breves’, nombré con un neologismo devenido al azar: somaris. No tienen ellos forma específica como los haikús y tankas japoneses o los sonetos itálicos, ni intención precisa como los epigramas griegos y romanos, sino que los caracteriza, amén de la concisión, su libertad formal, su poliantea y casi siempre su laconismo[7].
Miniaturas que descubren la plenitud del hecho poético. Aproximaciones como ráfagas a la condición creativa, más allá de lo tangible.
El poeta en sus textos nos ayuda a imaginar al hacedor de versos como un personaje principal de nuestra lectura. Y a concebir la poesía como algo al mismo tiempo íntimo y compartido, donde el tiempo remoto y el presente inmediato confluyen en el asombro y la complicidad del lector. Cada palabra persigue, no importa si “a plena voz” o como “una conversación en la penumbra”, la expresión y el ámbito en que él y el interlocutor desconocido (¿desconocido?) son cautivos de ese lenguaje, ese diálogo integrador, condición perturbadora que es la poesía, no importa dónde ni cuándo: “Los lacandones se hacen llamar hach winik, gente verdadera o simplemente gente. A su vez los caribes de la cuenca del Orinoco eran llamados caríbales o en algunos documentos históricos, denominaciones derivadas del proto-caribe *karipona: ‘hombre(s)’, o verdadero hombre”.[8]
La gran capacidad de sugerencia minimalista de la poesía heredada de nuestros primeros padres, es el río mestizo que se empoza y discurre en cada uno de los somaris, tan iguales y diferentes, en un tono que por enigmático no deja de ser iluminado. Se suman en sus valores sincréticos los clásicos de las tradiciones helénicas o del Asia profunda, en reescrituras, proverbios y máximas, referentes desde la ironía o el guiño, hasta lo intertextual o de intencional mimetismo.
Sobre la presente compilación [Monte Ávila, Editores Latinoamericana 2022], escribió su autor:
Este libro recoge el conjunto de somaris publicados a lo largo de varias décadas hasta hoy, además de otros inéditos. Dada su extensión intimidatoria lo he dividido en cinco secciones y a fin de facilitar la ubicación de cada texto, estos se ordenan por orden alfabético, salvo los dos primeros somaris de las secciones “La vida que pasa” y “Somaris para espantar fantasmas”, que fungen como guías de rutas de las mismas. En sitio aparte se incluyen las referencias bibliográficas, excepto las que corresponden a los textos inéditos que conforman un libro todavía innominado.[9]
Conservo, entre varias, una querida edición, Sumario de somaris [Fundarte. Caracas, 1980], que me regalara durante la visita a su casa de Lechería, hace la friolera de 35 años, y que me dedica “a cielos abiertos de nuestros sueños”, en la comunión poética e ideológica que siempre nos ha unido.
Hay poemas, versos, cavilaciones existenciales del gran latinoamericano Ernesto Cardenal que a mi entender tienen puntos de contacto con la expresión natural de los somaris. Uno, entre varios ejemplos, es el poema del nicaragüense “Los Yaruros”[10]: Sin más posesiones que lo que cabe en una canoa /andaban errantes en los ríos Capanaparo y Cinaruco, /afluentes del Orinoco, /recogiendo su alimentación diaria y pensando /en la vida bienaventurada que les esperaba, /después de esta, /en la dichosa Tierra de Kuma. Lo que me recuerda un golpe oriental conocido como “Pajarillo verde”: “pajarillo verde, qué te puede dar un indio /pajarillo verde, por mucho que tú lo quieras / pajarillo verde, una ensarta de cangrejos /pajarillo verde, y eso será cuando llueva”.
Gustavo no ha querido cargos o responsabilidades de carácter público que desbordan su carácter introspectivo o la paz turbulenta de su mesa de poeta (“Pudo ser ministro pero prefirió /regentar sus papeles /que se le escapaban”). Pero tal vez el reconocimiento que con más orgullo mencionamos sus amigos es que en 1999 fue elegido miembro de la Asamblea Constituyente, en donde presidió la Subcomisión de Cultura y redactó el preámbulo de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y donde pudo tener un protagonismo consecuente con sus luchas y pasiones de siempre: la cultura, el legado de los pueblos aborígenes, su patria toda, para refrendar aquellos primeros versos: aquí escribo tu nombre pueblo mío. En esos debates por la reivindicación de los derechos de los pueblos originarios, postergados durante varios siglos, su principal argumento, enfrascado en la polémica con un contendiente conservador —pero de indiscutible lustre intelectual y al que respetaba—, fue recordar a los oponentes su categórico poema “Sobre salvajes”.
Preferí el título de ese somari canónico para bautizar la selección de la poesía del amigo, antología que me pidiera Casa de las Américas, con el apoyo siempre entusiasta de Roberto Fernández Retamar. Poema que devela el humanismo, la sensibilidad, la ejecutoria civil de las páginas allí reunidas, para “macerar el opulento cuerpo de la poesía hasta dejarla en los puros huesos”: Los muy tontos no saben lo que dicen /Para decir tierra dicen madre /Para decir madre dicen ternura /Para decir ternura dicen entrega /Tienen tal confusión de sentimientos /que con toda razón /las buenas gentes que somos /les llamamos salvajes.
Quiero terminar con las mismas líneas con que concluí mi prólogo a la mencionada compilación, pues los tres lustros transcurridos no han hecho más que sedimentar sus ideas centrales:
Se dice con razón que Gustavo Pereira pertenece a esa larga y entrañable familia de poetas que han hecho de su condición de intelectuales su vocación de patria y humanidad, de reivindicar para la esperanza a esos hasta ayer “seres invisibles y salvajes”, que son los protagonistas junto a temas eternos como el amor y la muerte, de lo más legítimo de su escritura, yuxtapuesta en una auténtica voz, orgánica en todos sus postulados como escritor, ser desgarrado y generoso, comprometido en su agonía de ‘oficiante de la poesía’.[11]
Notas:
[1] Presentación de Gustavo Pereira, Somaris (Monte Ávila, Editores Latinoamericana 2022), en la Feria Internacional del Libro de La Habana 2023, 11 de febrero, San Carlos de la Cabaña.
[2] Gustavo Pereira. Costado indio (Biblioteca Ayacucho, Caracas, Venezuela, 2001), p. X.
[3] Gustavo Pereira, Sobre salvajes (compilación y prólogo de Norberto Codina, Colección La Honda, Editorial Casa de las Américas, 2008), pp. 19-20.
[4] Gustavo Pereira. Somari nuestro de cada día. (Colección Eduardo Lezama, Fondo Editorial del Estado de Anzoátegui, 2007), p. 14.
[5] Gustavo Pereira. Somari nuestro de cada día. Ob. Cit. p. 29.
[6] Gustavo Pereira, Sobre salvajes. Ob. Cit. p. 18.
[7] Gustavo Pereira, Sobre salvajes. Ob. Cit. p. 19.
[8] Gustavo Pereira. Diario de las revelaciones (fragmentos). Revista Casa de las Américas, no. 299, abril-junio 2020, p. 25.
[9] Gustavo Pereira. Somaris (Monte Ávila, Editores Latinoamericana 2022), p. 5.
[10] Ernesto Cardenal. Antología poética. (Fondo Editorial Eduardo Sifontes, Anzoátegui, Venezuela, 2007), p. 117.
[11] Gustavo Pereira. Sobre salvajes. Ob. Cit. p. 27.