A María

Si a mis 18 te hubiera encontrado, así de frente, sin imaginarlo. Si no hubiéramos reaccionado tan seguras a esa habilidad inexplicable de saber que cada pieza ocuparía su sitio, tuviera el rugido de golpe rotundo aún en mis oídos, con ese efecto de mutis y nervios que solo los golpes casuales pueden provocar. Tú con tus 26, en una bicicleta esquelética, el pelo como manta cayendo en tus hombros, y tu sonrisa, por Dios, tu sonrisa, y esos ojos chuscos descubriéndome el mundo. Yo me habría lanzado a la calle sin mirar, tú habrías frenado de golpe justo contra mis piernas y en ese instante vendrían las palabras, las disculpas y la sonrisa, madre mía esa sonrisa. Me invitarías a un jugo de frutas para pasar el susto, agradecería rehusándome con la excusa de una diabetes inventada. Un café sin azúcar dirías entonces, sin cigarros ni vicios, como lema anunciado, sin cigarros ni vicios repetiría en silencio. Y allá fuimos, tú con la certeza de saberme ingenua, yo con la pasión de soñarte tierna. Y al día siguiente en un cuarto cualquiera de la ciudad me presentarías a Serrat y a Sabina y cantaríamos canciones sin conocer yo las letras. Se despertaría en mí esa cosa extraña, como un hambre inmensa comiéndome el cuerpo, y así, sin esperarlo, mientras alzas los brazos contando alguna historia, te abrazaría la cintura para bailar sin música y te besaría despacio, para después llorar. Sería un llanto de no sé lo que hice, no sé cómo hacer, y a mi edad, solo 18, es obvio no saber qué se hace, no saber qué se dice, no saber si es posible, simplemente no saber. Y tiraríamos las ropas al piso, los sueños al aire, las ganas en tu pecho y el miedo por dentro como fiera sin rostro incitando a seguir. Enfrentaríamos entonces: tú el temor de continuar algo que apenas en comienzos se siente de antes, yo a descubrir el sexo de mi sexo como única posibilidad de lo que contengo y soy. Y te amaría sí, y enfrentaría lo seguro y lo incierto, al diablo los prejuicios, los yo no debo, los no se puede. Daría el paso al vacío, pondría el cuello al verdugo, los ojos ante la antorcha. Yo tendría 18 y tú 26, yo sería todo impulso, tú la palabra exacta y así, con cantos y risas, como locas andaríamos los tiempos y quién sabe cómo sería el hoy. Este hoy de pantallas y señales, de promesas sin cumplir, traiciones y despedidas, en el que aun sin conocerte he pedido por ti con esa habilidad inexplicable de saber que cada pieza ocupará su sitio. Y ahí estás con el pelo como manta cayendo en tus hombros, y tu sonrisa, por Dios, tu sonrisa, y esos ojos chuscos descubriéndome el mundo desde una foto en algún sitio lejano. ¿Han pasado cuántos? ¿10, 15, 20 años? De ese encuentro que debió ser en alguna de estas calles. Lo cierto es que tengo 38 y te he visto galopando en un caballo, con un volcán de fondo, y tu sonrisa, madre mía esa sonrisa que incita continuar algo que apenas en comienzos se siente ya de siempre. Y me muerdo el labio y lanzo los sueños al aire, y me palpita el miedo dentro como fiera sin rostro incitando a seguir. No hay nada que perder, supongo, si aceptas, si cedes, si algún día te atreves a dejar de ser alguien detrás de un teléfono. Si te arriesgas a mirarme, de frente como esa vez en que debimos tropezarnos, y no ocurrió. Si lo haces vas a entender que siempre estuve esperando, que al final, somos las mismas, aunque yo tenga 38 y tú, risueña y de palabra exacta, me confirmes en el chat de una red social, que te encanta que no fume y recién hace tres meses has cumplido 46.

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