Las herramientas que desordenan el lenguaje en nuestra contra (y con él los comportamientos) son de similar naturaleza. Enunciemos algunas: potenciar el olvido de la historia; dibujar el espejismo de un paraíso capitalista donde la riqueza se da silvestre; predicar con engañosa filantropía de mercader; direccionar los conceptos de democracia y libertad hacia su origen primigenio para que la desigualdad opere de oficio; ponderar un ayer que nunca fue presente ni lo será; subvertir los sentidos para usarlos en la dirección más conveniente; acaparar los espacios de emisión de discursos hasta apagar la voz del otro; criminalizar a quien proponga para el destino de la humanidad una ruta diferente.
El desorden no pocas veces es hijo de la acumulación de nuestros actos erráticos, pero más aún lo es de variables inducidas con sutilezas o grosera prepotencia. De todo eso hemos tenido. La más importante estrategia de quienes trabajan para desmantelar procesos progresistas que les resultan incómodos consiste en desordenar los órdenes con que los encargados de hacerlos valer intentan enrumbar sus pautas de funcionamiento. Desórdenes hemos vivido en Cuba, y casi todas las herramientas que enumeré los ensamblaron.
“El desorden no pocas veces es hijo de la acumulación de nuestros actos erráticos, pero más aún lo es de variables inducidas con sutilezas o grosera prepotencia”.
Las sanciones unilaterales con que nos castiga el que se autoproclama amo del mundo, como han venido operando por décadas, no constituyen ya una herramienta común sino una poderosa y maquiavélica industria que no solo desordena, sino que también aplasta. La resistencia aporta víctimas, la mayoría inocentes que solo aspiran a una vida común, estable y ordenada. Pero esa monstruosa aplanadora también diezma a quienes combaten por no aceptar que la supuesta arcadia postsocialista emergerá tras su paso.
Centradas en el empeño de alcanzar un nuevo orden mundial, las revoluciones protagonizadas por la izquierda desordenaron las rutas por donde los opresores habían venido desplazándose desde los inicios mismos de las sociedades clasistas. En su devenir, el capitalismo potenció la segregación de los seres humanos, y la llevó hasta extremos intolerables a partir de criterios basados en la posesión de bienes y espurios orígenes de sangre o raza. Pero la percepción de la convivencia cambió drásticamente, aunque en algún momento retrocediera.
Las relecturas del más legítimo ideario humanista inspiran a quienes intentan direccionar sus contenidos hacia estadios de mayor inclusividad. La corrección radical de las sedimentadas asimetrías históricas se perfila como cosecha posible.
“La más importante estrategia de quienes trabajan para desmantelar procesos progresistas que les resultan incómodos consiste en desordenar los órdenes con que los encargados de hacerlos valer intentan enrumbar sus pautas de funcionamiento”.
A las revoluciones, por otra parte, y sin que ello implique concesiones, les apremia renovar su lenguaje constantemente, pues de no hacerlo acabarían propiciando también desórdenes en la dirección equivocada. El discurso vano, reiterativo en enunciados que se van fosilizando con el uso indiscriminado también serrucha el piso a la nueva lógica operativa que tanto necesitamos. Tiempos nuevos exigen lenguaje nuevo, y los tiempos que vivimos hoy son absolutamente inéditos.
Con toda certeza sabemos que algunos estilos de nuestra comunicación pública han perdido efectividad. Y lo peor es que en no pocas ocasiones aquel lenguaje viene siendo sustituido por uno que pretende parecerse al de quien desordena y aplasta porque —se dice— conduce a la eficiencia.
Da grima oír a mucha gente en la calle, algunos de añeja militancia, expresarse con aseveraciones que solo dejan ver cuánto concepto se abandona, cuánta bandera se arría. Cuando lo estructural cede espacio a lo coyuntural, el horizonte se desdibuja, desordenado por lo irreconciliable: el individualismo que sustenta la economía de mercado nunca conducirá, en el caso de los países del Tercer Mundo, a la equidad que nuestros empobrecidos pueblos reclaman con diversas herramientas.
“El bienestar común es el único puerto anhelado. Buscando el orden sobre los desórdenes se construye, con dificultad, un país cada día más cierto”.
Con frecuencia se naufraga en el interregno caótico de las paradojas. Un militante socialista acorralado en el lenguaje pragmático que pondera lo material no puede establecerse como modelo simbólico a seguir a ciegas. Solo manteniendo la mirada en el horizonte podemos desglosar, para identificarlos bien, la meta posible y los tortuosos caminos por donde nos dirigimos a ella.
Hoy más que nunca la cultura está llamada a poner orden en el pensamiento de quienes opinan que se está cancelando el espíritu de la Revolución. Los dirigentes defienden la verdad en todas las tribunas. Los artistas e intelectuales (y no solo ese sector) tenemos la obligación de diseñar y exponer pautas que aporten proteínas al lenguaje culto y revolucionario que los tiempos y la situación exigen.
Cuba navega en mar picada; poderosas fuerzas agitan con mala saña el oleaje; la nave es vulnerable, pero audaz y armada de las habilidades de quienes han sabido capear tormentas. Cambiaron sus capitanes, pero no se bajan las velas ni se detienen los motores. El bienestar común es el único puerto anhelado. Buscando el orden sobre los desórdenes se construye, con dificultad, un país cada día más cierto. Se convoca a abstracciones, renuncias, resultados y nuevas cimentaciones para rebasar las tormentas inducidas y arribar al nuevo orden, que solo se podrá erigir con herramientas llamadas dignidad, inteligencia, justicia y valentía.