Las fuentes y los ríos
Con motivo de que Jesús Orta Ruiz (el Indio Naborí) cumpliría 100 años este 30 de septiembre de 2022, el poeta Waldo Leyva rescata de sus archivos una entrevista que le realizara en 1996 al autor de Entre y perdone usted. Por su importancia y vigencia la ponemos en manos del lector.
Al enterarse de que Jesús Orta Ruiz, el Indio Naborí, había ganado el Premio Nacional de Literatura, Cintio Vitier le remitió una carta al poeta, donde expresaba su “satisfacción ante la justiciera noticia que toda Cuba ha recibido con cariño y alegría”. La Gaceta, por su parte, también quiso sumarse al justo reconocimiento y se me encomendó que entrevistara al autor de Con tus ojos míos. Entonces, lo primero que pensé es que este autor, cuya figura y nombre no le resultan extraños a la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro pueblo, es, sin embargo, un escritor poco conocido o conocido solo parcialmente. Revelar ese otro Naborí, el que hace posible al cantor popular, fue el propósito de esta entrevista.
Sin desdeñar al trovador, al autor de poemas de circunstancia, queríamos acercarnos al poeta vivencial, autobiográfico, intimista; al que expresa en su poesía “la angustia por hallar la palabra precisa”; a ese que “paladea el placer de la juventud en la memoria del hombre”; a quien sabe escuchar “en el silencio, el rumor de las distancias”, el misterio de la hora; al que “corre [como Borges] detrás del tiempo y hace [como Vallejo] preguntas a la muerte”.
Los sonetos de Una parte consciente del crepúsculo, los poemas coloquiales de Entre y perdone usted —a los que Eliseo Diego calificó de “poesía despojada, cuya austera ternura, soplando desde lo hondo de los años amargos, refresca nuestra esperanza en el futuro de esa contradictoria criatura que somos todos”—; y los versos intensos del último libro revelan no solo el talento indiscutible del poeta, sino también las claves de una rigurosa formación de la que fue naciendo esa indispensable poética.
En cierta parte de las líneas que siguen, el Indio Naborí se refiere a la educación poética de Martí y establece, con ello, un modelo que él mismo siguió cuidadosamente. Porque, como el Maestro, también ejerció su aprendizaje bebiendo “en las fuentes antiguas y modernas de la poesía universal”. Ahí están, en sus versos, “el Quevedo de los sonetos poderosos y las sátiras, el Lope de hondura lírica e ingenio popular, el Góngora de Las soledades cargadas de metáforas sorpresivas”, los simbolistas Verlaine, Baudelaire y Valéry (a quienes leyó en su propia lengua), junto a Borges, Darío, Vallejo, Neruda, Whitman, García Lorca y, por supuesto, el autor de los Versos Sencillos. Baste, para confirmar lo que digo, una visita a su bien nutrida biblioteca donde el poeta, ciego hoy, descubre con el tacto los libros que ayer anotó en largas vigilias. Allí están, junto a los autores ya mencionados, La poesía inglesa, de M. Manet; el Panorama de la literatura contemporánea norteamericana, de John Brown; antologías de la poesía francesa, española, todo Machado, Cervantes, Martí; y no faltan Marcelo Pogolotti, Garaudy, Ernst Fischer, Bousoño, Alfonso Reyes, Lezama, Carpentier, Guillén, Hauser o Mario de Micheli.
Después de terminar esta conversación con el otro Naborí y de haber leído algunas de las noticias que sobre el más reciente Premio Nacional de Literatura se escribieron, creo que era indispensable esta entrevista.
Abrir las puertas al que cantaba dentro
En más de una ocasión, y gracias a tu generosidad, he estado en tu biblioteca y me he servido de ella. Teniendo en cuenta que una biblioteca es la vía más propicia para descubrir la vocación, las obsesiones, las tendencias y hasta las debilidades de un autor, creo que lo justo sería que empezáramos nuestra conversación por aquí, que nos contaras cómo se fue formando esta colección y, por supuesto, tu relación con los libros, el descubrimiento de tu infatigable vocación de lector.
Esta biblioteca que, como casi todas, se fue haciendo poco a poco, tiene una larga y conmovedora historia. Mi niñez fue como la de cualquier niño campesino del tercer mundo: zapato eventual, pan inseguro y libro lejano, cuando no imposible; y si no hubiera sido por la fortuita generosidad de algunos corazones, casi providenciales, yo habría sido uno de esos niños que, habiendo nacido con vocación para músicos, pintores o poetas, se quedan, como dijera Miguel Otero Silva, “…mirando la barranca para toda la vida”.
Debo, pues, en estos momentos de gran emoción para mí, porque se me ha concedido el más alto galardón de las letras cubanas, recordar a Rodolfo Díaz Moya —mecenas de barrio pobre, maestro voluntario—, que en los primeros años de mi adolescencia no solo me impartió la enseñanza elemental y básica, sino que me facilitó libros y desarrolló en mí el hábito de la lectura permanente. Desde entonces, el libro ha sido una de las grandes pasiones de mi vida y he procurado siempre estar acompañado por ellos. Hay quienes, influidos por el recuerdo de mi etapa juvenil de trovador popular, siempre me imaginan entre guitarras y laúdes. Y eso no me deshonra.
“Yo creo que de todas las cosas se pueden hacer versos pero que solo, como dijo Martí, del sentimiento se hará poesía”.
Te pido que olvides las distancias entre el molusco y las estrellas para poderte decir que Dante Alighieri, nada menos que el autor de La divina comedia, convivió con los trovadores de su tiempo, cantó al son del laúd y escribió canciones, sonetos y sextinas sobre circunstancias políticas y sociales; y que Rubén Darío, en los primeros años de su juventud, improvisaba décimas y sonetos, asombrando con su ingenio y agilidad mental; y que Federico García Lorca tocaba piano, guitarra y cantaba romances y coplas andaluzas.
Contaba yo 17 años cuando presenté a Juan Marinello Vidaurreta mi primer cuaderno de poemas, que él leyó pacientemente señalándome aciertos y desaciertos con aquella dulzura que nunca mataba el entusiasmo. Así nacía una amistad que era para mí brújula y magisterio, pues representaba mi acercamiento a una de las eminencias de las letras americanas. Sus conclusiones, en aquella primera visita a su casa, fueron estas: ‘‘En tu primer cuaderno hay atisbos apreciables y se toca madera para logros mayores. Lo demás vendrá por añadidura, pero lee mucho, que solo de las buenas lecturas salen buenos escritores”. Sus consejos acrecentaron mi amor por el libro, tanto que una vez —y no exagero— vine caminando, por falta de ocho centavos para el ómnibus, desde mi barrio periférico hasta Dragones 308, donde radicaba la biblioteca pública de la Sociedad Económica de Amigos del País, de la cual me hice un asiduo lector. En otra ocasión vine a La Habana con ocho pesos, que había devengado como aprendiz de zapatero, para comprar un pantalón y una camisa que necesitaba y regresé a mi casa con un manojo de revistas y libros de uso donde figuraban textos importantes de Regino Boti y José Antonio Fernández de Castro sobre la nueva poesía en Cuba, la Nueva preceptiva literaria, de Manuel Gayol Fernández, y un ensayo titulado La Poesía, de Pfeiffer.
Otros maestros indirectos tuve, entre los que se destacan José Antonio Portuondo, con su Concepto de la poesía, y Cintio Vitier, con sus Cincuenta años de poesía cubana, antología y, más que antología, primera clasificación crítica de nuestra lírica en esa media centuria. Baste decirte que, de mis 73 años, 60 han sido consagrados al libro, en una búsqueda incansable de la palabra precisa para expresar la contemplación de ese contenido psíquico que es la Poesía. Por eso verás aquí libros antiguos y modernos: ensayos, narrativa, estética, teorías y, por supuesto, mucha poesía de distintas tradiciones líricas.
Si nos propusiéramos juntar las diversas definiciones que se han dado de la poesía, se necesitarían muchas páginas. Cada poeta tiene su propio modo de identificarla. Para Jesús Orta Ruiz ¿qué es la poesía?
Yo creo que de todas las cosas se pueden hacer versos pero que solo, como dijo Martí, del sentimiento se hará poesía; concepto sintetizado por esta feliz definición de Eliseo Diego: “Imaginación del sentimiento”. Acepto, también, el criterio de Carlos Bousoño en cuanto a que la ley intrínseca de la poesía está constituida por la sustitución e individualización de los significados; pero añado a ello que esa ley no es válida cuando no está regida por el estímulo transformador del sentimiento. No en balde dijo Gabriela Mistral que las metáforas de José Martí en sus discursos no son retóricas, no nacen del cerebro, sino del corazón. No obstante, creo que son valederas otras definiciones de la poesía donde es calificada como magia, emoción recordada, contemplación de un contenido psíquico, vivencia, y otras muchas. También, cuando busco y no encuentro la palabra para expresar lo inefable, coincido con León Felipe cuando dice que si se toma un poema, se le quita la rima, la métrica, el acento, el ritmo, la armonía y todavía queda algo, eso es la poesía.
Un corresponsal extranjero, poco informado de tu obra, la califica de arte menor. ¿Qué opinas al respecto?, ¿cuál es la diferencia entre arte mayor y arte menor?, ¿responde esta calificación a la calidad de una obra poética?
Arte mayor o arte menor no se refieren, de acuerdo con la Preceptiva Literaria, a la mayor o menor calidad poética, sino al número mayor o menor de sílabas en un verso. En arte menor hay obras inmortales como el romancero elegíaco de Jorge Manrique a su padre, el Ismaelillo y los Versos sencillos de José Martí, que inauguraron la modernidad literaria en Latinoamérica y España, el romance “Alvar González”, de Antonio Machado, y el Romancero gitano, de Federico García Lorca. Numerosos ejemplos podría citar, pero basten los señalados. En cuanto a mí, la crítica más exigente —perdona la inmodestia— ha reconocido que he vinculado los elementos avanzados de la poesía moderna a la décima y otras métricas octosilábicas; pero no se limita mi obra poética a esa medida sino que incluye también todas las formas métricas y el verso libre, junto a diez libros de prosa sobre temas históricos, literarios y folclóricos.
Los que te conocen saben de tus angustias por encontrar la palabra precisa, la expresión justa que te permita decir lo que te ronda dentro. Háblanos sobre esa relación entre gramática y poesía.
Comoquiera que la poesía no se expresa por señas sino por palabras, desde niño he sido un desvelado estudioso del idioma hispánico, el mayor de los tesoros que trajo España a nuestra América. Su riqueza de sinónimos, rimas, posibles aliteraciones, rico lenguaje lexicalizado y enriquecido por términos indígenas y africanos, es un vehículo poderoso para la poesía. Por suerte, en mis primeros años tuve como profesor al excelente gramático Dr. Francisco Añorga, que sembró en mí el mayor celo para su uso, tanto que me duelen como llagas las erratas de imprenta. Precisamente me han dolido tres graves errores de imprenta en una reciente publicación de mis poemas. En uno de ellos, “Madrigal de la neblina”, me atribuyen el disparate de poner guajiro donde se había escrito guijarros; y en el poema “La misma estrella” me hacen cojear en endecasílabo: …pero a mí que te vi rosa encendida… lo convierten en …pero a mí que te vi encendida… y en el penúltimo verso, me sustituyen el verbo transitivo perpetuar por el intransitivo perdurar. Este casi enfermizo perfeccionismo, agravado por mi ceguera, no me lleva a ignorar que los poetas sentimos a veces la necesidad de inventar la palabra y alterar la sintaxis, dando a la oración el orden no externo de la lógica, sino el automatismo del pensamiento y la emoción.
“Desde niño fui un desvelado estudioso del idioma hispánico, el mayor de los tesoros que trajo España a nuestra América”.
¿Podrías explicarme por qué algunos insisten en dar una visión parcial de tu extensa y variada obra?
Hay poetas monocordes y poetas multicordes. Los primeros tienen la ventaja de que se les puede analizar con una sola lupa. Los segundos, si se les trata aisladamente, pueden presentarse parcelados y no dar ni siquiera una idea total, justamente abarcadora, de los distintos grados de su obra toda. En este caso están el Quevedo de los sonetos poderosos y las sátiras; el Lope de hondura lírica y el ingenio popular; el Góngora de Las soledades cargadas de metáforas sorpresivas y el de las letrillas y epigramas; el Paul Eluard surrealista y el de los poemas de circunstancias políticas y sociales; el Mayakovsky futurista y el del poema de encargo o de tribuna, por citar solo algunos ejemplos. Salvando las distancias, yo estoy en igual caso: trovador popular, cantor de circunstancias, glorias patrióticas y protesta social, poeta vivencial, autobiográfico, intimista. Con esa oferta, es lógico que cada consumidor exalte o critique la única parte que conoce del todo.
Esta generosa observación no justifica, sin embargo, el olvido de gran parte de tu poesía con la que has enriquecido la tradición lírica cubana. Pienso en tus elegías y ese formidable manojo de sonetos de “una parte consciente del crepúsculo”. De todos modos ahí está la obra. Si te pidiera una recomendación a los poetas que se inician en el camino de la poesía, ¿cuál sería tu consejo?
Yo creo, por mi propia experiencia, que los jóvenes poetas no deben tomar por modelo una sola escuela. José Martí se adelanta y supera a los modernistas hispanoamericanos que, siguiendo el camino de Rubén Darío, limitaron su aprendizaje a los simbolistas franceses, mientras él bebía en las fuentes antiguas y modernas de la poesía universal, incluyendo la más avanzada de los aedas de Francia, cuyo idioma dominaba perfectamente. Supo de Santa Teresa y de Quevedo, fue contemporáneo simbolista de Verlaine, Baudelaire y Valéry, ahondó en la nueva palabra de Walt Whitman y de Emerson, aprendió el aire de las coplas y romancillos españoles; y de ahí, de esa química, salió el Ismaelillo, poema fundador no del Modernismo sino de la modernidad literaria en Hispanoamérica y España. De igual manera, los integrantes del grupo Orígenes no se imponían estilos. Cantaban lo mismo en verso libre que en décima. La regla para ellos era solo una poesía esencial.
¿Qué ha representado para ti el ejercicio del periodismo durante más de 30 años?
En 1950 ingresé en la Facultad de Derecho Público de la Universidad pero, como le había ocurrido al Poeta Nacional Nicolás Guillén, enseguida comprendí que aquella carrera antimetáfora no se había creado para mí, y decidí cursar y culminar los estudios de periodismo, más afines con mi vocación literaria. A su ejercicio diario debo algunos recursos del lenguaje como la síntesis y el dominio sintáctico. He laborado en las principales revistas y periódicos de Cuba y ostento la distinción Félix Elmuza que otorga la Unión de Periodistas de Cuba.
¿Cómo identificas la llegada de la poesía y su triunfo expresivo?
José Martí dijo que ‘‘cada inspiración trae su métrica”. César Vallejo coincide con nuestro Apóstol diciendo que ‘‘cada emoción trae su tono”. Yo he experimentado ese fenómeno anímico que se produce cuando un primer verso me da el tono de todo un poema, cuyo verso final es arribado por una lágrima de triunfo, como si el corazón, desahogado, me dijera “Ya”.
Para muchos de los que nos hemos acercado al cultivo y el estudio de la décima en Cuba, tú constituyes un parteaguas en el desarrollo de esta tradición. Hay un antes y un después del Indio Naborí. ¿Podrías explicar en qué consiste esa reconocida innovación de la décima?
Habiendo nacido en el seno de una familia campesina, conservadora de la tradición cultural de nuestros campos y con resuelta vocación poética, mi punto de partida en la poesía no podía ser otro que la décima, estrofa enraizada en la voz, la memoria y el corazón de nuestro pueblo. A los nueve años de edad yo improvisaba cantando y deslumbraba al vecindario con logradas espinelas. En mi adolescencia ya gozaba de fama nacional como repentista; pero entonces empecé a sentirme inconforme con el legado que había recibido, subestimado por los llamados poetas cultos y cada vez más empobrecido en los repentistas populares. Recordé entonces que el Dr. Juan Marinello, en mi primera visita a su casa, me había dicho: “La décima criolla es un tesoro entrañable que hay que ennoblecer. Cuesta trabajo grabar bien en ella, pero lo que se graba bien, queda. Lo más importante es que con ella se llega a lo más criollo y campesino de nuestra tierra”. Siguiendo esta orientación comencé a buscar caminos para ennoblecer tan bella joya de la tradición guajira. En este empeño leía y estudiaba cuanto libro de poesía y sobre la poesía caía en mis manos. Inmerso en este afán de lecturas llegó a mí el Romancero gitano, de Federico García Lorca. No demoré en descubrir la técnica del genial andaluz. No era otra cosa que echar el vino nuevo de la poesía de vanguardia en el odre viejo del romance. Despertó mi curiosidad encontrar en sus metáforas e imágenes no sé qué parentesco con cierta tropología lexicalizada en nuestros campos. Su “buey de agua” era una frase que no pocas veces había oído yo a mi padre y a otros campesinos cubanos, de origen andaluz o canario. Cuando leí su romance “La casada infiel” me detuve en esta cuarteta: “Aquella noche corrí/ el mejor de los caminos/ montado en potra de nácar/ sin bridas y sin estribos”. Esta representación gráfica de lo abstracto —el deseo sexual desenfrenado— trajo a mi memoria una redondilla anónima, folclorizada en nuestros campos y con indiscutible sello de cubanía, que muchas veces escuché a mi padre: “¡Qué ganas tengo, mulata/ de que acabe la molienda/ para soltarle la rienda/ a esta pasión que me mata!”. Analicé que el poeta anónimo no dice jaca, pero le basta la metonimia rienda para sugerirla y expresar, con el verbo soltar, el mismo desenfreno de la potra de nácar. A partir de estas y otras observaciones, sentí la necesidad de seguir investigando el habla de nuestros campesinos, encontrando frases tan curiosas como pozo ciego, cielo empedrado, ojo de agua, río a media caja, un destetado del bohío, y así, por cientos, las fui localizando a lo largo y ancho del país, no para repetirlas textualmente, sino para crear otras con los mismos patrones imaginativos. Surgieron, entonces, mis primeras Estampas campesinas, en 1939, las cuales fueron acogidas con la mayor simpatía por los críticos y el pueblo, tomadas de modelo por los decimistas populares y sembradas en la memoria de nuestros hombres de campo. Siguen la línea trazada por el neopopularismo de la generación del 27, en España, pero no era un mimetismo servil, sino el descubrimiento de las mismas raíces. “Antes (ha dicho Virgilio López Lemus, poeta e investigador de la décima) se habían escritos bellas décimas cultas en nuestro país, como las de José Martí, las de Urbach, Rubén Martínez Villena, Agustín Acosta, Eugenio Florit, Samuel Feijóo y otros, pero con las de Naborí se lograba por primera vez la perfecta simbiosis de lo llamado culto y lo llamado popular”.
“El poeta busca y encuentra ojos en los otros sentidos, en la memoria y en la imaginación”.
Creo que ha llegado el momento de que me hables de algunos de tus libros, de aquellos que tú consideras más íntimos.
Después de la publicación de mis primeras Estampas campesinas (1940), publiqué Bandurria y violín (1948). Con dicho título pretendía anunciar las esperadas décimas guajiras, con bandurria, y otras variadas estrofas clásicas, con violín. Este pequeño libro, de pésima edición, me trae un grato recuerdo de Pablo Neruda, en ocasión de su visita a Cuba en 1960. En un homenaje que le ofrecimos los escritores cubanos en L y 23, no sin temor, le entregué un ejemplar cuando nos despedíamos. Al día siguiente lo visité en el hotel y me sorprendió con esta opinión: “Tu cuaderno está bien, pero la primera parte es mucho violín para ser bandurria y, la segunda, me alegró, pues por ella supe que me lees y estudias”.
En 1955 di a la luz el poemario Estampas y elegías. La sección Estampas reunía mis décimas publicadas entre 1940 y 1955, y la titulada Elegías, agrupaba numerosos poemas inspirados por la muerte de mi niño Noel. En 1957 publiqué Boda profunda. Es un libro que habla sobre la búsqueda y logro de un nuevo hijo para llenar el vacío del hijo muerto.
En 1972 vio la luz mi cuaderno de versos Entre y perdone usted. Algunos de esos poemas habían sido publicados, en 1967, en la Antología de la poesía cubana, selección de Heberto Padilla y Luis Suardíaz. Están escritos en verso libre y coloquial. De ellos ha dicho Miguel Barnet que se caracterizan por su poder de síntesis, escritos cuando los jóvenes poetas cubanos se empeñaban en lograr una expresión conversacional en oposición a otras bandas retóricas. No fui reacio al movimiento de aquellos jóvenes, por el contrario, les tomé el tono y canté acorde con su coro, recibiendo favorables críticas de autores cubanos y extranjeros, entre otros, Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar, Mario Benedetti, Saúl Ibargoyen y Eliseo Diego.
Entre el reloj y los espejos (1990) expresa la búsqueda y angustia por hallar la palabra precisa para expresar un contenido psíquico; paladea el placer de la juventud en la memoria del hombre natural; escucha en el silencio el rumor de las distancias; trata de captar el misterio de la hora y los contornos; corre detrás del tiempo y hace preguntas a la muerte.
Mi falta de visión es lamentable porque me cierra las ventanas para ver todo lo bello del mundo exterior, pero como para suerte del hombre la naturaleza es generosa, el poeta busca y encuentra ojos en los otros sentidos, en la memoria y en la imaginación. Eso, y la valiente asunción de la vejez, otros recuerdos y reflexiones, es mi último libro Con tus ojos míos (1995).
Esta entrevista fue publicada por primera vez en la revista La Gaceta de Cuba No.1. Enero-febrero de 1996.