Las criaturas del agua
19/5/2016
La revista habanera El Fígaro publicó en 1894 el soneto “Las hijas de Ran”, de Juana Borrero, fechado por la autora en 1891, cuando apenas contaba 14 años de edad. La pieza, con su título enigmático —no solo para los lectores de entonces, sino para los estudiosos de la escritora adolescente hasta hoy—, figura habitualmente en las antologías como uno de sus textos más logrados:
Envueltas entre espumas diamantinas
que salpican sus cuerpos sonrosados
por los rayos del sol iluminados,
surgen del mar en grupo las ondinas.
Cubriendo sus espaldas peregrinas
descienden los cabellos destrenzados,
y al rumor de las olas van mezclados
los ecos de sus risas argentinas.
Así viven contentas y dichosas
entre el cielo y el mar, regocijadas,
ignorando tal vez que son hermosas,
y que las olas, entre sí rivales,
se entrechocan, de espuma coronadas,
por estrechar sus formas virginales.
Fina García Marruz recogió un testimonio de una hermana de la poetisa, Mercedes Borrero, que aseguraba que el soneto había sido inspirado por una lámina que ella conservaba y que la estudiosa reprodujo, a pesar de su avanzado deterioro, en las ediciones que preparó de sus Poesías (1966) y Poesías y cartas (1978). La imagen, una litografía muy oscurecida por el tiempo, además de la dudosa calidad de la reproducción fotográfica, muestra unas figuras femeninas desnudas que retozan en un mar encrespado.
Litografía de Las hijas de Ran, de Hans Dahl
Dicha información parece bastar para evaluar esta pieza de nuestro temprano modernismo, en la que es posible constatar, una vez más, la frecuente relación interdiscursiva entre literatura y plástica, que Juana no solo conoció a través de la influencia de la escuela parnasiana francesa, sino por su amistad con Julián del Casal, quien hizo de este nexo una de las constantes de su obra poética. Baste con recordar los sonetos de “Mi museo ideal”, inspirados por obras del pintor simbolista francés Gustave Moreau, que antes de ser incluidos en las páginas de Nieve ―aparecido en 1892— habían sido paladeados en el hogar de los Borrero, en las visitas del autor a Puentes Grandes a partir de 1890.
Al talento de la escritora le bastó la ambigüedad del grabado, tal vez arrancado de una revista de la época, y no parece haber indagado sobre el origen del título, o sus búsquedas dentro del reducido círculo de sus relaciones familiares y amistosas no arrojaron datos esclarecedores.Al talento de la escritora le bastó la ambigüedad del grabado, tal vez arrancado de una revista de la época, y no parece haber indagado sobre el origen del título, o sus búsquedas dentro del reducido círculo de sus relaciones familiares y amistosas no arrojaron datos esclarecedores. Si bien quiso titular su poema como la pieza inspiradora, quizá porque le pareciera ―como sucedía con los poemas de Casal― que ese vínculo explícito completaba el sentido artístico de su escritura, y hasta soñara con editar sus estrofas junto a la imagen para deleite y confrontación de los lectores, los versos no procuran contextualizar el asunto en época o lugar alguno.
Parecen importar más para ella las risas y el juego de las muchachas en el ámbito marino, la sensualidad de la desnudez en contacto directo con la espuma y las olas, la liberación de la alegría despreocupada de la juventud, en abierto contraste con su propia existencia. En último caso, quien visite sin prevención estas estrofas, pensará tener ante sus ojos muchachas de carne y hueso, y no seres mitológicos, aunque en el cuarto verso del primer cuarteto venga a llamarlas ondinas.
Estas criaturas, nacidas de la mitología germánico–escandinava, eran ninfas protectoras de las fuentes, ríos y lagos, y el romanticismo alemán las había hecho populares a través de cuentos y baladas que se expandieron por el mundo. El hecho de que Juana venga a colocarlas no en el agua dulce, sino en el mar, parece una de esas licencias poéticas que casi nadie objeta.
La propia Fina García Marruz, a pesar de resultar hasta hoy la más acuciosa editora y crítica de la Borrero, no buscó otros referentes para el soneto. Todo parecía agotarse en la litografía supuestamente anónima.
Las hijas de Ran, de Hans Dahl
Las posibilidades actuales del mundo informático ayudan a deshacer, para bien o para mal, muchos enigmas de este tipo. La búsqueda en Internet del origen de la citada litografía nos permitió identificar el cuadro original del cual derivó: se trata del óleo Las hijas de Ran, pintado por el artista noruego Hans Dahl (1849-1937). Este pintor, formado en la Academia de Düsseldorf y que residió en su juventud entre Berlín y Noruega, era un paisajista romántico. Sus pinturas, habitualmente consagradas a los fiordos de su tierra natal que sirven de marco a pescadores, aldeanas y campesinos, tuvieron un éxito apreciable hasta finales del siglo XIX, cuando el movimiento pictórico modernista noruego criticó con acritud este arte conservador que acaparaba al público burgués.
En las últimas décadas de su existencia Dahl se retiró a una villa que se hizo construir en uno de esos entornos afines a su pintura. Aunque recibía la visita de uno de sus clientes más fieles, el káiser Guillermo II de Prusia, y le fueron otorgadas varias condecoraciones oficiales, el rechazo de la nueva vanguardia pictórica y algunas desdichas familiares amargaron el ocaso de su existencia.
El hecho de que Juana venga a colocarlas no en el agua dulce, sino en el mar, parece una de esas licencias poéticas que casi nadie objeta.Aunque consagrado al paisajismo, con algunas pinceladas costumbristas y raramente interesado en la pintura de tema literario, Las hijas de Ran acude a un tema de la mitología escandinava que es empleado por él quizá como pretexto para solazarse con la imagen de unas bañistas desnudas en el encrespado y plomizo mar de Noruega. No hay detalles dramáticos ni referentes culturales específicos en la obra. Solo es de lamentar que Juana no pudiera conocer el óleo original con su apreciable colorido que se pierde en la lámina en blanco y negro, donde, además, la torpeza del dibujo hace perder buena parte de la gracia del original.
De todos modos, la obra pictórica nos remite, ahora sí de forma segura, a la mitología escandinava. En ella, Ran es una divinidad maligna del mar que recoge con su red a los ahogados para llevarlos a su morada oculta, un reino de los muertos contrapuesto al triunfante y luminoso Valhalla de los guerreros, presidido por Odín, y al Nifleim o reino de la oscuridad del mundo subterráneo. Según la Edda en prosa de Snorri Sturluson, Ran se desposó con Aegir, dios de la tormenta y el océano, y tuvo con él nueve hijas, las “doncellas de las olas”. Aunque estas son mostradas como seres hermosos e inocentes, a veces casi como muchachas caseras —un viejo grabado las presenta junto a su padre, elaborando cerveza en un gran caldero—, en realidad parece que su misión era ayudar a su madre a seducir navegantes, para conducir mayor número de ahogados a su reino.
No hay detalles dramáticos ni referentes culturales específicos en la obra. Solo es de lamentar que Juana no pudiera conocer el óleo original con su apreciable colorido que se pierde en la lámina en blanco y negro, donde, además, la torpeza del dibujo hace perder buena parte de la gracia del original.Es probable que este mito fuera una de las fuentes que empleó el compositor Richard Wagner para crear “las hijas del Rin” en sus tetralogía lírica El anillo de los nibelungos. Recuérdese que en el primero de los dramas, ellas custodian el oro sagrado en el río, pero son engañadas por el enano Alberich, señor de los nibelungos, quien roba el tesoro. Esta transgresión desata una tragedia de dimensiones cósmicas, que implica tanto a los inmortales que habitan en el Valhalla, como a los seres humanos. Al final del drama cuarto, El crepúsculo de los dioses, las criaturas acuáticas recuperan el anillo mientras el fuego de la pira donde arde el cuerpo del héroe Sigfrido alcanza el Valhalla y hace perecer a toda la dinastía divina.
¿Pudo tener Juana noticia de esta monumental creación wagneriana? Es muy posible, una vez más, gracias a Casal, quien publicó en El País una crónica previa a la puesta en escena de Lohengrin en el Teatro Tacón, en 1891. Allí tomó como guía el libro de Judit Gautier Richard Wagner y su obra poética, que reseña los argumentos de los dramas líricos de este, desde Rienzi hasta Parsifal. ¿Leyeron y tradujeron juntos en algún rincón de la quinta de los Borrero los pasajes sobre el rapto del oro y su recuperación por aquellas ninfas acuáticas? Es difícil saberlo, pero resulta tan probable como que en 1892, cuando Juana acompañó a su padre a New York, supiera del exitoso estreno de El crepúsculo de los dioses en la Metropolitan Opera, en 1888, seguido al año siguiente por El oro del Rhin. Quizá el propio Martí le hablara con entusiasmo de aquella música que animaba “las figuras, resplandecientes y vagas como las nebulosas, de las leyendas de Wagner: parecen una cohorte de guerreros de plata, que suben por un cielo oscuro en el lomo de un inmenso cisne”.
A pesar de todo esto, es muy posible que Juana no supiera o se interesara ni por los Eddas escandinavos ni por los dramas de Wagner, y que la pobre litografía derivada del cuadro de Dahl apenas fuera el modesto punto de partida para un soneto que se goza en la despreocupada libertad de la juventud en contacto con la naturaleza, quizá porque tal cosa estaba en las antípodas de su existencia. Pero escribió el soneto, y este, como todo buen poema, se llenó de implicaciones, de desafíos que todavía hoy nos inquietan.